Radicales libres de Rosa Beltrán
Alfredo Núñez Lanz
La autobiografía es uno de los géneros más antiguos y ha propiciado toda clase de discusiones teóricas por sus entrecruzamientos con la novela y la Historia —con y sin mayúsculas— y porque cada ejemplo específico parece ser una excepción a la norma, como aseguró Paul de Man. Es la ficción del “yo”; exige que el escritor se distancie de sí mismo a fin de reconstruirse en las palabras mientras necesariamente se adentra en un túnel de tiempo. Se observa el pasado con los ojos del presente trabajando una voz y una mirada íntima que le ofrecen al lector una confesión. El ejercicio involucra muchos riesgos: desde perderse en el inagotable mar de la memoria hasta que el discurso devenga casi una carta privada, prosaica, donde los lectores nos sintamos ajenos. Tengo la impresión de que al escribir una autobiografía, uno teje y se tambalea siempre en el filo de abismos como el del sentimentalismo o la queja simplona.
Igual que la novela, la autobiografía es un género retórico, así que busca persuadirnos, argumentarnos, a veces como respuesta a calumnias o injurias sufridas, otras como denuncia o incluso venganza. Siempre hay un lector implícito al que se le habla y seduce, a quien se le ofrece esa versión de los hechos. George May dedicó un estudio a los móviles o impulsos que llevan a la escritura de una autobiografía y me detendré en uno a propósito de la publicación de la nueva novela de Rosa Beltrán, Radicales libres (Alfaguara, 2021): el intento de recuperar el pasado y, al mismo tiempo, la necesidad de reflexionar sobre la existencia transcurrida.
El texto abre con la escena de una adolescente de catorce años que atestigua el momento en que su madre la abandona para irse abrazada de su amante astrólogo en una Harley–Davidson. Sin razones ni explicaciones, aquel viaje sin retorno es la magdalena de Proust que detona el recuerdo: “A veces pienso que lo que vino después es la verdadera novela”, confiesa la narradora. Aquella escena es también un parteaguas que suscita una transformación:
…mi madre me convirtió en Sherlock Holmes. De pronto, todo lo que me rodeaba se volvió un posible indicio. ¿Qué de todo lo que había ocurrido en mi infancia era ya un síntoma de que se iría? Y, sobre todo: ¿qué de lo que hallara a partir de ese momento me serviría para encontrarla?
Como en las novelas policiacas, donde siempre hay una pesquisa, en Radicales libres asistimos a esa búsqueda que al mismo tiempo conforma una identidad, un modo de ser y estar, de percibirse y actuar; siempre bajo la tutela y el símbolo como referente de esa mujer alejándose en la motocicleta. La protagonista nos lleva más lejos en su recuerdo siguiendo ese impulso detectivesco de juntar las pistas necesarias con tal de armar una historia y, con ella, una explicación, que también es un asidero.
El relato nos lleva a mayo del 68, los días previos a la masacre de los estudiantes, retratando esos ánimos caldeados y las citas clandestinas que los primos mayores convocaban en la pequeña buhardilla del jardín con tal de hablar de política, espacio no apto para las pequeñas, a quienes usaban como mandaderas. Pero entre las idas y vueltas a la tienda, entre gansitos, coca-colas y olor a petate quemado, la realidad se filtra, la curiosidad despierta; junto a ella, las semillas de una conciencia social germinan y el secreto del sexo palpita como un motor.
La ingenuidad en conjunto con la picardía de quienes crecieron todavía en la calle de su barrio nos es narrada con pulso firme, explorando los prejuicios de la época, las creencias e incluso el léxico. Al paralelo, un recurso intrigante hace su aparición: el uso de la segunda persona que se cuela en el relato. Pronto sabremos que se trata de la hija de la protagonista, una interlocutora muda que a pesar de su pasividad deviene coprotagonista conforme avanza el relato: “…las palabras no tienen otro sentido que saber dónde está. Tu abuela. Mi madre. Tú misma lo has dicho: en el fondo todo esto es quizá sólo una forma de saber quiénes somos tú y yo. De encontrarnos nosotras mismas”.
Resulta interesante que por momentos la prosa de Rosa Beltrán encuentra vínculos con géneros vecinos como la crónica y el ensayo sin dejar nunca de lado la vena confesional. En aras de descubrirse a sí misma a través de las palabras, tratando de asir con ellas el recuerdo líquido de aquellos años confusos, de recuperarlos para comprender el presente duro y complejo de la pandemia, Rosa Beltrán nos ofrece una sinceridad que el lector de autobiografías siempre agradece, misma que se expresa en preguntas o aporías, más que afirmaciones: “¿Cuándo cambia la mirada de una adolescente? ¿Cuándo pasan las fotografías de captar los ojos redondos y espantadizos a mostrar la mirada cínica y divertida de quien por fin se encuentra a sus anchas?”. Aunado a esto, sus dotes de novelista aparecen en momentos clave, cuando el verdadero hilo conductor del relato —la madre— vuelve a emerger, esta vez avivando el misterio de su paradero. Y las revelaciones contundentes no se hacen esperar mientras otras dudas surgen formando nuevas conjeturas. Las cartas que la protagonista escribe a su madre acompañan el entramado de manera eficaz.
Hacia la segunda mitad del libro el discurso ensayístico toma la partida y, aventajando a las experiencias narradas, nos muestra dos episodios crudos, terribles, que provocaron el distanciamiento de la narradora con esa hija a la que le escribe esta confesión. Dos secuestros, uno consumado y el otro un intento, surgen como los motivos aparentes para que la interlocutora muda abandone el México violento e impune de los últimos años y comience una vida en tierras más amables. Sin embargo, la escritura de Rosa escarba más profundo, revelando una red de vivencias, historias, a fin de cuentas, que paralelamente formaron un tejido oculto a simple vista e influyeron en esa otra huida que la protagonista padece: la de su propia hija. En esta parte el libro lanza las mismas preguntas que nos hacemos los mexicanos: ¿cuándo se deterioró nuestro tejido social? ¿En qué momento nos convertimos en un país a punto de ser gobernado por el crimen organizado?, “¿Cuánto terror es uno capaz de soportar sobre sus espaldas antes de dimitir? ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir un individuo tratando de llevar su mente a otro lado cuando lo que lo rodea son imágenes verbales y visuales de tortura y matanzas?”
Radicales libres también centra su atención en los discursos feministas, contrastando aquel feminismo que la protagonista vivió, cuyas estrategias difieren del actual, pero que en esencia se vinculan. Con mucha solvencia, Rosa Beltrán propone una discusión intergeneracional que resulta necesaria, pues los feminismos actuales reprochan o ningunean los métodos y las armas usadas en la lucha de los años setenta y ochenta, acusándolos de timoratos, blandengues. Es también una indagación en el cuerpo femenino que tanta violencia despierta, una denuncia y un grito de libertad: “Tener una vida propia, hacer una vida propia es todo lo que soñaron las mujeres que nos antecedieron y es mucho más de lo que puede soñar mucha gente”. Es un libro que busca y ofrece un ajuste de cuentas con el pasado y encara la incertidumbre del presente.
Según Ángel G. Lugeiro la autobiografía pretende articular mundo, yo y texto. Al terminar este nuevo trabajo de Rosa Beltrán, se sabe que esa promesa se cumplió, además con sinceridad. A pesar de contener tantos temas e intereses, el discurso novelístico no se olvida del todo recordándonos que la escritura es el espejo en el que se reflejan estas tres mujeres y el mayor logro de esta apuesta es incluirnos en la imagen.
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: August 18, 2021 at 7:35 pm