Redoble
Gisela Kozak
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Querido tío Ludovico:
No te había escrito después de lo ocurrido. Has llegado muy lejos y toda la familia está muy orgullosa de ti; yo también, desde luego. Mi tío favorito, ya no nos veremos más y quiero darte las gracias. ¿Por qué? Ten paciencia. Las gracias, como cuando me sentabas en tus rodillas para darme un obsequio mirándome arrobado, dispuesto al consentimiento y a la alegría. Verte era uno de los grandes momentos de aquella niña que esperaba tu visita con ansias, la visita del héroe. A falta de mi progenitor, resultabas el padre perfecto, sobre todo en comparación con mamá, una viuda siempre angustiada y regañona. Tu uniforme de gala te quedaba de maravilla, tan alto, con la piel color oliva y los ojos negros. Nos dabas consejos a todos tus sobrinos frente a nuestros padres, quienes te trataban con devoción y permitían que te dirigieras a nosotros al estilo de un patriarca de otra época. Recuerdo a mamá diciendo “Su tío tiene derecho, incluso, a regañarla; tiene toda la autoridad moral porque es un hombre intachable”. Aquel lenguaje me impresionaba: autoridad, moral, intachable.
Mis primos se morían por ser como tú y se burlaban de mí cuando yo pretendía serlo: “No puedes, eres una niñita”. Sin embargo, la “niñita” se destacaba en lo que hacía. Seguiría tus pasos. “Hay mujeres militares casadas, con hijos y de lo más femeninas. Ella es muy bonita”, le decías pacientemente a mamá; eras mi alcahuete, la llave que abría el candado de mi vida de hija única. Hasta tu aliento a güisqui, mezclado con tu olor a colonia, me parecía el modo más legítimo de celebrar la vida. Cuando decías “Estoy orgulloso de ti” sonaban las campanas, con el mismo sonido que tienen las de la iglesia a la que nos llevabas con mi tía Eréndira y tus hijos. Siempre has sido católico practicante, cercano a curas jesuitas y líderes sociales de base. Rezaba a tu lado con devoción; más de una vez pensé en ser monja, vocación que no prosperó porque sabía que no les estaba permitido lo mismo que a tus amigos sacerdotes.
Siempre he querido pertenecer, ser parte de algo mucho más grande que yo misma, sentimiento que tu ejemplo potenciaba. Pensaba que era el ave del que me hablabas, un personaje de un libro de tu adolescencia cuyo nombre no recuerdo, protagonizado por una gaviota. Llegar lejos, volar alto, la patria, soldado, Cristo, sonaban en tu boca a mayúsculas de título universitario. También me gustaba cuando criticabas a quienes se comportan de modo “demasiado liberal” o cuando solías advertirme sobre la conducta de los varones con las muchachas “que no se dan a respetar”. A mí los jóvenes me interesaban poco, a pesar de que me perseguían. Estaba segura de que el día que escogiera uno se parecería a ti. Me fascinaste siempre, hablabas con la certeza de un hombre que jamás se equivoca.
Mis altas calificaciones del bachillerato me permitieron ingresar a la Academia de Aviación. Solamente tú podías disuadir a mamá de sus aprehensiones respecto a mudarme de ciudad. Ella me dejó muy claro que te debía a ti cumplir con mis deseos: “Su tío es como mi padre, yo obedezco”. Aquellas palabras sonaban antiguas e impropias; sin embargo, me agradaron. En la academia se filtró la noticia del parentesco. Jamás permití ninguna diferencia de trato; por el contrario, me ofrecía para las tareas más duras y lidiaba con las impertinencias de compañeros más avanzados con la templanza que me inculcaron en la familia. Casi nunca nos veíamos porque tú altísimo cargo dentro de la Fuerza Armada impedía la familiaridad de otros tiempos; ya no era la niña que podía quedarme en tu casa o ir con tu familia de vacaciones. Me había convertido en una joven dispuesta a ser la mejor alumna de aquella academia y dejar el nombre del clan en alto, como me indicó mi madre emulando tu lenguaje.
Tu advertencia sobre posibles conductas impropias en la escuela hizo que me alejara de conversaciones, personas o situaciones comprometidas, a pesar de que siempre he tenido suerte para caerle bien a mucha gente, por lo cual me sobraban amistades, además de una amiga cercana, Yurilma Suárez, extraordinaria estudiante. Soñábamos con ser ministras de la defensa, campeonas de acrobacia aérea y defensoras insobornables del país. Jamás pensé el peligro que significaba nuestro afecto. Un día, Yurilma me confesó que me amaba con locura. Aquella confesión ocurrió una noche de fin de semana en casa de mi madre mientras ella tomaba un trago tras otro. Las cervezas en exceso impregnaron sus palabras de patetismo porque yo consumí muy poco alcohol. Solía beber apenas en ocasiones especiales, con la familia y gente muy cercana. Güisqui, como tú, nunca otra cosa. Se trataba de mi mejor amiga, nos conocimos en el liceo.
Ahora en su defensa puedo decir que dormíamos abrazadas cuando teníamos ocasión y, la verdad, no podíamos vivir la una sin la otra. Lamentablemente, no tuve piedad en ese momento y le contesté que estaba enferma, necesitada de ayuda psicológica o religiosa. Pregunté, sinceramente preocupada, si alguien la había corrompido; me miró con sus ojos enormes, de pestañas rizadas, en los que brillaba una lágrima a punto de saltar.
-Es amor, lo sé, lo siento. Creo que me iré de la academia -dijo, vencida ante mi larga perorata.
Sentí un dolor extremo; me aparté de ella y me fui a dormir aunque no pude, solamente pensaba en lo que había ocurrido. Un miedo tremendo se apoderó de mí, un miedo incompatible con una soldada. Días después, conversé, de nuevo, con Yurilma; le propuse dejar las cosas como estaban con tal de que no volviese nunca más a hablar del tema. Ella estaba avergonzada y balbuceaba pidiendo disculpas. Lloramos y decidimos confesarnos con sacerdotes ajenos a la academia. Nos recomendaron separarnos de inmediato. Rezamos horas enteras por varias semanas y acordamos seguir juntas; con no volver a tocar el tema bastaba ya que ni siquiera nos habíamos dado un beso ni pensábamos hacerlo.
Una noche de guardia descubrí a una teniente, Alcira Figuera, besándose con Yurilma, ambas deslizando las manos debajo de la ropa de dormir de la otra; empecé a parpadear pensando que las sombras nocturnas me jugaban una broma atroz. Sin poder moverme, presencié aquella monstruosidad con creciente indignación durante minutos eternos, mientras temblaba de furia y sentía una bola de fuego en el estómago. En voz baja, exclamé:
-¿No les da vergüenza?
Yurilma intentó abrazarme pero no se lo permití. Me miró de un modo que nunca me había visto. Su actitud resultaba extraña, como si le alegrara lo que ocurría a pesar de su evidente susto.
-Déjanos solas -le ordené a la intrusa.
Yurilma le dijo que se fuera con voz paciente.
-María Laura, ¿crees que somos las únicas a las que les gustan las mujeres?
-No debes estar aquí.
-¿Qué te importa? Soy una soldada fiel a la patria.
-No hables así.
-Así hablas tú.
-Si no te vas, la acuso. Las tipas como ella corrompen a las demás.
-Te amo.
Estaba dispuesta a que expulsaran a Alcira, la corruptora, desde la certeza de mi posición dentro de la academia. No le caía bien a mucha gente ni contaba con mis relaciones y ascendencia sobre los demás. No es como nosotros, tío, se trata de esas personas que nunca van encajar del todo. En cuanto a Yurilma, no podía perdonar a mi ex mejor amiga y decidí no dirigirle la palabra, con la consiguiente sorpresa de quienes nos conocían. No comprendía que un deseo incontenible la empujara a romper las reglas religiosas y militares, con tantas ventajas que trae el respeto al orden.
Semanas después me abordó Fermín Alvarado, enamorado de mí según Yurilma aunque rivalizaba conmigo constantemente. Me dijo que había descubierto que yo era lesbiana al verme en uno de los baños con ella, en una actitud que evidenciaba una pelea por celos debido a Alcira. Si denunciaba a mi supuesta novia y, además, aceptaba sus requerimientos sexuales, estaba dispuesto a quedarse callado. Un error lo comete cualquiera. Acto seguido, me enseñó un video.
Me quedé muda, incapaz de responder.
Pasé los días siguientes con un terrible malestar menstrual, infrecuente en mi caso; además, enfermé de una fuerte gripe. El mundo ya no era igual; sentía un dolor agudo, una nostalgia enorme. Quién pudiera retroceder en el tiempo. Rezaba desesperada intentando entender por qué había tenido que ser testigo de la aberración entre Alcira y Yurilma. Cuando mi amiga acudió presurosa a mi llamado, le reclamé su irresponsabilidad, su deseo inmundo que ahora me arrastraba por el lodo, como diría mi madre. Yurilma me hablaba con ternura y firmeza, dispuesta a todo con tal de salvarme, incluso a hablar con Fermín y decirle la verdad. Moría de miedo y solo pensaba en mamá y en ti, en la deshonra, en la ruina de mi carrera militar. Fermín insistía en verme mientras yo postergaba el encuentro, desconcertada ante una situación fuera de mi control. Yurilma decidió sin mi consentimiento reclamarle su actitud airadamente.
Aunque siempre estuve al día en temas tecnológicos, no dejó de sorprenderme cómo se puede intervenir un video hasta convertirlo en lo que no es, una escena de porno barato que se viralizó en la academia y fuera de ella. Yurilma y yo encaramos a Fermín.
El comunicado de la academia habló de un accidente: un arma se disparó y, debido a la sorpresa, la cadete María Laura Fernández Caballero cayó por una ventana. Los cadetes Suárez y Alvarado están siendo investigados.
Adiós amado tío. Cómo lamento haberte decepcionado.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: June 26, 2024 at 9:26 pm