Essay
Repudiadas y locas. Escribir en confinamiento
COLUMN/COLUMNA

Repudiadas y locas. Escribir en confinamiento

Socorro Venegas

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La reclusión como castigo, ¿qué significa en la vida de una mujer? Una existencia, un cuerpo, unas raíces que de golpe ya no podrán extenderse. El acotamiento es brutal. A menudo pienso en la frase de una amiga: la cárcel no es para nadie.

En su libro Vigilar y castigar, Michel Foucault comienza contando algo que no parece un castigo, sino una tortura. Hay que saber la diferencia. Se describe a un hombre condenado a ser desmembrado, descuartizado, quemado, y finalmente sus cenizas son echadas al viento, para decirle con esto último: nada, eres nada, nadie. La borradura forma parte del castigo. “La sombría fiesta punitiva”, la llamó Foucault. Y asistimos a ella con horror para respirar aliviadas cuando el autor escribe:  “Y, sin embargo, tenemos un hecho: en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”. Yo leo esto y ya no veo los muros carcelarios, pienso, cómo no, en las 11 mujeres víctimas de feminicidio que cada día contamos en México y que son marcadas, desaparecidas, rociadas con ácido, y ninguno de estos actos es simbólico.

Muy recientemente en México se destapó una de esas cloacas ominosas del sistema de justicia: en el CEFERESO 16, la única prisión femenil en el país, se suscitó una ola de suicidios. Nadie supo verlo, a nadie le importó la trayectoria de esa ola fatal.

Así lo consigna el diario El País:

“En nueve meses de 2023, 11 reclusas se quitaron la vida dentro del Cefereso 16. Un efecto dominó enmarcado en traslados masivos hacia una prisión de máxima seguridad sin atención médica. Una espiral de suicidios de presas de la que no hay precedentes ni en México ni fuera. ¿Qué pasó dentro de la cárcel? ¿Quién es responsable?”

Pensemos con Foucault que el sistema carcelario ha buscado formas punitivas más asépticas, civilizadas, pero cuando hablamos de mujeres no hay forma de no ver que hay un sufrimiento físico atroz. Estos suicidios no ocurrieron en las secciones varoniles de la prisión. La nota de El País enumera las condiciones en que las reclusas hacen su vida:

“Pasan muchos días sin bañarse por falta de autorización”. “No cuentan con insumos de higiene personal ni para el aseo de los espacios”. “Permanecen en sus estancias prácticamente las 24 horas del día, sin posibilidad de salir”. “Carecen de actividades de cualquier tipo: laborales, de capacitación, deportivas, educativas, culturales o recreativas. Por lo que se limitan a dormir, hablar con sus compañeras en caso de encontrarse cerca de alguna de ellas y esperar que pasen los días para realizar su llamada telefónica programada”. “Si las mujeres optan por comunicarse con su defensa dicha comunicación les es contabilizada como la llamada semanal que les permiten”. 

Si no es tortura, se parece. Lo peor es que todo pareciera ocurrir por mera omisión. Carceleros y responsables de un manojo de destinos que deciden solo no hacer nada. Como si de plano no se considerara necesario ningún esfuerzo alrededor de estas mujeres. Se trata del “suplicio” al que Foucault se refería.

El texto peridístico recoge el testimonio de Tania, que estuvo más de ocho años en prisión preventiva en el 16: “¿Por qué las directoras se enfrentaron a una situación de suicidio? Porque no hay nada que hacer. ¿Sabes qué hay para hacer? Arrancarte el cabello, comerte el cabello, las uñas, lastimarte”. 

Aquí, es precisamente el cuerpo, en sentido contrario de lo que Foucault deseaba, el blanco mayor de la represión penal.

Quise dibujar un poco del ámbito en el que ellas viven, y un espacio que conocí en 2008 cuando en el estado de Morelos, en México, creamos en el Instituto de Cultura estatal un programa de escritura dirigido a mujeres. La idea era abrir espacios específicos para que ellas se expresaran con libertad es un ambiente seguro. La metología diseñada por la escritora Ethel Krauze era sencilla y más o menos fácil de aterrizar, de todos modos la fuimos modificando de acuerdo con la experiencia en campo. Buscamos un nombre para ese programa de escritura y, tal vez les parezca cursi, llamamos a la iniciativa “Mujer: escribir cambia tu vida”. Entonces no sabíamos las fibras que esa invitación podía tocar, o mejor aún, hacer trepidar; yo lo empecé a saber desde el momento mismo en que estaba pegando un cartel con la convocatoria en el pueblo de Tepoztlán, cuando se acercó una mujer mayor y leyó junto a mí. ¿De veras puede cambiar mi vida?, me preguntó con los ojos llenos de lágrimas. A mí esa pregunta me ha seguido. No en un sentido negativo y nunca para hacerme desconfiar de lo que significa la escritura. Me tocó crecer en una familia que no tenía ninguna cercanía con la cultura escrita, pero donde mi padre fue un excelente comprador de enciclopedias. Eventualmente los muchos libros, varios de ellos muy disfrutables, me hicieron sentir que tenía derecho a otro mundo, a otras construcciones de sentido. Una parte importante de mi trabajo se ha fincado en acompañar a otras personas a descubrir la escritura. En comprender juntas, juntos, que la literatura no existe para salvarle la vida a nadie, y sin embargo nos ha salvado más de una vez.

Gloria Anzaldúa nos dice en su texto Hablar en lenguas. Carta a las escritoras del tercer mundo: “No es probable ser amigas de gente literaria en lugares altos, la  principiante de color es invisible en el mundo principal del hombre blanco y en el mundo feminista de las mujeres blancas, aunque en este hay cambios graduales. La lesbiana de color no solo es invisible, ni siquiera existe. Nuestro lenguaje, también, es inaudible. Hablamos en lenguas como las repudiadas y locas”.

Los talleres que realizamos comenzaron en diversos espacios públicos y no querían comunicar ninguna expectativa de entrar en el gran medio literario, nada de acceso a la cultura escrita como privilegio, sino como un derecho elemental, y más aún: como la oportunidad de descubrir el camino para empezar un diálogo con una misma y con otras mujeres, y buscar que fueran audibles las palabras, las historias de vida.

La metodología consideraba el planteamiento de una serie de preguntas para detonar la escritura a partir de reflexiones aparentemente inocuas, pero que en realidad despertaban la necesidad de ir contando fragmentos, episodios de vida, retazos, tramas. Siempre lo más difícil era vencer el estupor de las participantes, que no creían que tenían algo importante o interesante para narrar.

Sigue Gloria Anzaldúa: “Qué difícil es para nosotras pensar que podemos ser escritoras, y más aun sentir y creer que podemos hacerlo. ¿Qué tenemos para contribuir, para dar? Nuestras propias esperanzas nos condicionan. ¿Acaso no nos dice nuestra clase, nuestra cultura, tanto como el hombre blanco que el escribir no es para mujeres tal como nosotras?”

Las preguntas o frases detonadoras funcionaron muy bien, por ejemplo algunas de ellas terminaban en puntos suspensivos para dejar a cada mujer el camino despejado y que completaran con sus propias experiencias:

La primera vez que viví un milagro

La primera vez que me enojé con Dios

La primera vez que me sentí perdida

Cuando estos talleres se llevaron a la cárcel la resistencia a contar era aun mayor, lo cual era comprensible. El trabajo consistía en crear la parcela de solidaridad que permitiera que unas confiaran a las otras sus historias. La extrema vulnerabilidad de las mujeres las hacía parapetarse, quizás la última tierra solo suya, autónoma, intocable, era la narrativa de sus vidas, sus dolores, los nombres de sus hijos, todo lo que habían perdido, y la experiencia de sobrevivir.

No puedo decir que en todos los casos se hayan logrado textos plenos; en la cárcel todo se volvía moneda de cambio, todo podía usarse, manipularse. Un principio básico y constantemente invocado era que nadie estaba ahí para juzgar a nadie; un principio, por cierto, que es fundamental en la escritura literaria: se trata de trasladar a los lectores una experiencia del mundo, no de decirle qué pensar.

Comparto aquí uno de los testimonios, su autora tenía 27 años y una larga condena por delante:

“La primera vez que me sentí perdida fue cuando yo tenía 16 años, mi mamá conoció a un tipo y se fue a vivir con él a Oaxaca, dejándome a mis hermanos, uno de 14 años, otro de 9 y el chico de sólo un año; no sabía qué hacer, era la mayor y no podía dejar a mis hermanitos a la deriva, no podía conseguir trabajo por mi edad. Yo estudiaba, mis hermanos igual, ¿qué iba a hacer con mi hermano el más pequeño? Yo no sabía cuidar a un bebé, cada que lloraba me sentía perdida, no sabía por qué lloraba, si por hambre, sueño o algo le dolía. Entré a trabajar con una señora que vendía comida, me llevaba a mi herma- nito, iba y de rápido llevaba a mis hermanos a la escuela, en la tarde el mayor pasaba por el de nueve a la primaria y se iban a la casa. Me pagaban muy poco, 120 pesos diarios, compraba cinco pañales, dos litros de leche y con 50 pesos les hacía de comer. El dinero no me alcanzaba y todas las no- ches lloraba, no quería que amaneciera, sin duda me sentía perdida. Así fue por dos años, hasta que mi madre regresó; al verla quise decirle mil cosas, pero sólo la abracé y le dije, nos hiciste mucha falta”.

Varias veces tuve la sensacion de que a través de la escritura algunas de las talleristas se redimían, perdonaban. A veces intuía que su actuación había sido distinta de lo que relataban. Y qué, tal vez estaban usando la escritura como hacemos los escritores: contamos versiones más interesantes o a veces incluso reparadoras de aquello que no logramos asimilar o comprender. Imaginamos. Escribimos para sobrevivir.

A veces las talleristas temblaban mientras leían. Una de las frases detonadoras era particularmente rica en testimonios: La pregunta que no me he contestado. ¿Y si nos la hiciéramos nosotros mismos? ¿Se imaginan compartiendo, leyendo en voz alta la respuesta?

Pienso que lo más importante en estos espacios de escritura ocurría en el silencio de las mujeres. En lo que llegaban a saber de sí mismas, lo escribieran o no, lo medio contaran o no. Hace poco leí que hay un nuevo proyecto a desarrollar en las cárceles, tiene que ver con crear una especie de cuarto de silencio. Un lugar para pensar, para escribir también. Pensé de inmediato en Una habitación propia de Virginia Woolf. Qué lejos se está de eso en la cárcel, donde no hay vida privada. Por eso el lugar de la escritura es tan precioso: no se los pueden quitar, una vez que descubren un sistema para apalabrar lo que sienten, para atravesar el cuerpo con lenguaje, en una lucha constante contra prejuicios y baja autoestima, una vez que logran entrever que pueden convertirse en autoras de sí mismas, creo, pueden acaso cambiar algo de sus vidas.

-Texto presentado durante el Congreso de la Latin American Studies Association 2024 (LASSA).

-https://elpais.com/mexico/2024-05-22/tragedia-en-la-carcel-de-mujeres-asi-estallo-la-ola-de-suicidios-en-el-cefereso-16.html

 

*Foto de Ye Jinghan en Unsplash

 

Socorro Venegas es escritora y editora. Su libro más reciente es Ceniza roja (Páginas de Espuma, 2022). Ha publicado, entre otros, el libro de cuentos La memoria donde ardía (Páginas de Espuma, 2019), las novelas Vestido de novia (Tusquets, 2014) y La noche será negra y blanca (Era, 2009), que serán publicadas en España por la editorial Contraseña. Ha recibido el Premio Nacional de Cuento “Benemérito de América”, Premio Nacional de Novela Ópera Prima “Carlos Fuentes”, Premio al Fomento de la Lectura de la Feria del Libro de León. Ha dirigido proyectos editoriales en el Fondo de Cultura Económica, donde creó la colección de álbum ilustrado “Resonancias”. Es directora general de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM, donde creó la colección de novela y memoria “Vindictas”, que recupera la obra de escritoras marginalizadas del siglo pasado. Su Twitter es @SocorroVenegas

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Posted: June 30, 2024 at 10:05 pm

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