Un hotel, un purgatorio: Bosques que se incendian de Roberto wong
Alfredo Núñez Lanz
Rafael, un viajero que va en un tren con dirección desconocida llega a una ciudad fantasmal. Nadie sabe qué ocurre y por qué el viaje ha sido interrumpido, pero una especie de inercia conmina a los pasajeros a salir de la estación y caminar por el sombrío poblado hasta la plaza principal donde, «erguido como un titán resplandeciente estaba el hotel Hilbert». La alfombra rojo rubí, la estancia «señorial» así como la fría actitud del recepcionista enrarecen la situación y marcan una atmósfera inquietante, de pesadilla. Rafael se ve obligado a aceptar la «modalidad flexible» ante la saturación del hotel. Su estancia será errante, se ve obligado a ir de habitación en habitación si se requiere y firma su registro como si se tratara de un contrato leonino; el acuerdo incluye compartir el espacio con algún desconocido, si la administración lo solicita. Este extraño mecanismo recuerda aquel que ejecutaban los médicos burócratas de «Siete pisos», el genial cuento de Dino Buzzati. Así comienza la segunda novela de Roberto Wong, Bosques que se incendian (Random House, 2023), un libro que elude la inercia quejosa de gran parte de la literatura mexicana actual.
La estructura es fragmentaria y se da a partir de cuatro voces que van pasándose la estafeta y compartiendo sus recuerdos. Luego de Rafael, conocemos a Filiberto, un artista que va huyendo, lo sabemos porque confiesa que lleva días caminando en el bosque junto con una niña, personaje anónimo y mudo. Intuimos que Filiberto ha perdido el amor de Armando, pues lo recuerda de manera fragmentaria: «…es imposible regresar a él, entre otras cosas porque nunca seré capaz de recordarlo por completo. Tampoco me sirve ir juntando pedazos que en definitiva no son de él sino de mí, como si fuera Armando quien me estuviera recordando y, con esto, volvieran todos los momentos en los que lo decepcioné». Un recuerdo conduce a otro en libre asociación y conocemos pedazos del pasado remoto, también volvemos al presente, al bosque donde Filiberto se oculta junto a la enigmática niña. Ahí, mientras huye, paradójicamente se deja desnudar por la memoria: «son los recuerdos los que me escogen, los que me llevan por sus senderos».
El siguiente fragmento corresponde a Nina, una insomne obsesionada con inventariar los ruidos que le llegan distorsionados a la habitación que ocupa en el misterioso hotel Hilbert. Nina, indiferente, sostiene una conversación con otro huésped, un hombre que investiga los procesos de la memoria, con quien llega a una idea interesante: la memoria es fruto de un incesto, pues Mnemósine –su representación griega–, nació producto de la unión de Gaia con su hijo Urano «…y en latín incestus quiere decir falta de castidad, es decir falto de pureza, lo cual ya es revelador». El cuarto personaje de la novela aparece bajo la forma de anotaciones olvidadas en una de las habitaciones del hotel y es la voz más ensayística, reflexiva. También podría interpretarse como la voz del propio escritor, Roberto Wong; al igual que los otros personajes comparte algunas pequeñas anécdotas deshilvanadas. Pero su función no tiene que ver con la trama en sí, sus anotaciones podrían representar el registro de ciertas ideas, casi todas ellas aforísticas, que versan alrededor de la memoria.
De esta manera, el planteamiento de Bosques que se incendien es el de una obra coral, al menos es la expectativa que siembra en el lector; una especie de Cuarteto de Alejandría. Sin embargo, aquí no hay cuatro puntos de vista distintos sobre un mismo suceso, estos cuatro personajes van desenredando la madeja de sus recuerdos a manera de una reconciliación con el pasado, pues el eje que une las cuatro historias es el arrepentimiento y la culpa. El otro denominador es el Hotel Hilbert, todos están sujetos a esa política extravagante de cambiar de habitaciones, como una especie de confinamiento voluntario; algo hay en ese no-lugar que provoca quedarse ahí para el advenimiento de los recuerdos. En ese sentido, el Hotel Hilbert es una especie de purgatorio donde sus habitantes se ven obligados a enfrentar el pasado que los inquieta o los devora.
Uno de los aciertos del libro es que la memoria se concibe más allá de un registro; en ella también la imaginación juega un papel importante y, en ese sentido, las historias de Rafael, Filiberto, Nina y el escritor que olvida su libreta bien pueden ser una ficción que cambia de lugar en ese enorme edificio mnemónico del Hotel Hilbert. El misterio que envuelve este purgatorio involucra la nostalgia, el arrepentimiento, la culpa y al olvido como una posibilidad de redención.
Si bien la temática fantástica de Bosques que se incendian resulta muy atractiva en un contexto literario donde imperan las burdas denuncias sociales, no puedo dejar de señalar algunos aspectos que me parecen endebles dentro del andamiaje: el primero es lo imbricada que se vuelve la trama. Por momentos el lector se pierde entre tantos vericuetos y si a eso le añadimos las disquisiciones filosóficas que dejan de lado la peripecia, aunque interesantes y profundas, se vuelve confuso y difícil seguir la trama. El aspecto ensayístico sale a relucir por encima del narrativo y hace sospechar que el autor se pierde en el embeleso de sus lecturas e indagaciones. El juego laberíntico es tan deliberado, tan mental, que le confiere al texto una frialdad que lejos de otorgar objetividad sobre lo que se narra, aleja. También dificulta la lectura el hecho de que los personajes parecen cortados con la misma tijera, hablan y se comportan de manera muy similar, todos padecen la condena de reelaborar su pasado, pero el léxico es prácticamente el mismo; sus personalidades casi no difieren entre sí. Cada capítulo lleva como título el nombre de la voz en cuestión, pero esa estrategia no basta para diferenciarlos. Hay cierta afectación en los diálogos, las expresiones son cultas, floridas, en cualquier situación, por cotidiana que sea.
El personaje que me parece más logrado es el de Filiberto –¿un guiño a Felisberto Hernández, gran memorioso de la literatura uruguaya?–, pues es quien realmente mueve la trama: decide escaparse del Hotel Hilbert burlando a la horda de botones que lo custodian. Pero de Filiberto tampoco logramos conocer gran cosa. Si es el gran sedicioso de este purgatorio su historia debería ser menos ingrávida; el aspecto conceptual gana y el resultado es un tanto previsible. Con todo, las atmósferas que Roberto Wong va creando, casi siempre tenebrosas y delirantes, son un atractivo recurso que mantiene la tensión. El estilo sobrio y cadencioso recuerda las películas de David Lynch, donde lo onírico justifica la existencia de seres y acontecimientos extraños de los que no se sabe hasta qué punto son reales o conforman meras visiones trastornadas. Esa incertidumbre es el motor del miedo con el que trabaja Wong, mismo que puede satisfacer o de plano disgustar. Encuentro una gran osadía al abordar temas complejos como los mecanismos de la memoria humana y ganas de marcar una diferencia con las modas que inundan los escaparates de las librerías, lo cual se agradece en medio del purgatorio editorial de múltiples violencias en el que seguimos.
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: May 6, 2024 at 8:43 pm