Yo Digital
Rose Mary Espinosa, Carlos Azar, Rogelio Guedea
Rose Mary Espinosa
Mi yo digital viaja con amigos en globos aerostáticos y alfombras mágicas, recibe cristales de Swarovski, chocolates y rosas en todas sus presentaciones, y hasta despide con zapatazos a George Bush. Es a mi versión digital a quien le ocurren las cosas: en su cumpleaños la felicitan aquellos colegas que a mí no me toman la llamada ni me devuelven los mails, y es “subastada” en millones de dólares al mismo pretendiente que en persona rechista al invitarme un café.
Intento encontrar un balance entre estos yoes. Sé que tengo muchos menos amigos y muchos menos contactos de trabajo de los que mis redes sociales indican y, a fin de no sobreexponerme, restrinjo la información de mi perfil: lo que muestro a mis amigos cercanos no es lo mismo que ven mis colegas o mi familia. No suelo compartir mi domicilio, teléfono o las imágenes de mis hijos y, como a la gran mayoría de usuarios, pocas cosas me avergüenzan tanto como ser etiquetada en fotos donde no salgo bien.
He leído que una interconectividad dosificada puede resultar estimulante y productiva, mientras que, en los casos más dramáticos, las personas le dedican hasta la mitad de su jornada laboral o del tiempo que tendrían que consagrar a los repasos académicos. ¿Mero ocio? ¿Qué otra actividad puede reemplazar la sorpresa que genera el reencuentro con el pasado, la contemplación de la belleza en personas comunes y corrientes o la participación en foros donde intervienen voces que no siempre están representadas en los medios de comunicación?
No importa los vicios que traiga consigo, la red social invita a encontrarse con obras, movimientos, gestos y opiniones más allá del mainstream intelectual y comercial. En sus puntos más elevados, las discusiones son tomas de conciencia colectiva: más que linchamiento, un asomo de revolución. ¿Cuánto tiempo dedicarle, qué información publicar, quién es el verdadero dueño de nuestros perfiles? Cuando se escribe o se reescribe la novela de la vida, cualquier renuncia –gradual o tajante; forzada o voluntaria— lleva consigo un tanto de desdoblamiento y mutilación.
Carlos Azar
Una afirmación temeraria: las redes sociales cada vez son más necesarias. Paulo Coelho, ese mito actual de éxito, reconoció tener una amante: Facebook, porque MySpace es su verdadera esposa. A pesar de las horas para perder el tiempo y más allá de las leyendas que las vinculan con un complot inmenso que tiene el fin de controlarnos, estas redes tienen grandes ventajas. Son gratis (en la mayoría de los casos), rápidas y eficaces, y abarcan un público al que sería imposible acceder con los mecanismos tradicionales de publicidad.
Vivimos en una época imparable en la que existe un elevado interés político por la participación ciudadana. Las iniciativas públicas rara vez surgen sin contar con la opinión de los ciudadanos. Internet ha facilitado el desarrollo de acciones urbanas de todo tipo, desde denuncias hasta la generación de información y conocimiento sobre los espacios públicos. El activismo ciudadano combina la acción en las calles con el uso de Internet como plataforma de organización y difusión de un debate público sobre problemas que habitualmente los gobiernos locales no saben o desean publicitar o debatir con sus ciudadanos.
Los servicios de redes sociales, como Facebook o MySpace, tienen evidentes ventajas para ciertos usos pero también incorporan peligros si los trasladamos a la gestión de los espacios urbanos. La extensión de este modelo sería equivalente al de centro comercial como espacio privado de uso público. Como la máquina de Asimov que decidió rebelarse, estamos a merced de la permanencia tecnología. El investigador Mayer-Schoenberger afirma que como la estela de información personal que uno deja por el mundo digital puede rastrearse, propone que las computadoras sean programadas para olvidar, tal como hacen los humanos. No se trata de temer y aislarse sino, parcialmente, sólo parcialmente, entender lo que dijo Borges: “las cambiantes formas de la memoria que está hecha de olvido”.
Rogelio Guedea
Yo tengo una visión un poco desalentadora con respecto a las redes sociales como el facebook, el messenger y demás. Creo, en principio, que, aunque no lo parezca, reflejan la necesidad de suplir una carencia, como todo deseo. Y esta carencia es la soledad. O, en todo caso: la dificultad para relacionarse con los otros. Tengo más de cinco años viviendo en Nueva Zelanda, una sociedad muy británica, y me he dado cuenta (como me dí cuenta cuando viví en USA), que hay una casi incapacidad para socializar por parte de los neozelandeses que por supuesto impacta sus vidas de forma significativa. La única forma de verlos eufóricos, un poco desordenados y antisistemáticos es cuando se les pasan las copas. Sólo en este estado de ebriedad es como tienden lazos reales (y no virtuales) con la “otredad”. Yo, como latino, viendo esta diferencia encuentro la congruencia de una cultura como la mía, una cultura que no necesita en realidad ningún facebook ni ningún nada porque afortunadamente podemos todavía “ser en los otros” sin mayores complicaciones. Nos han hecho creer o nos hemos querido creer que estas redes sociales nos salvan de la soledad, nos hacen tener una “casa”, nos hacen “existir”, pero no es cierto. El fin, en este caso, no justifica al medio, porque el fin de la comunión con los otros se nos da a los latinoamericanos y a otras culturas de manera sencilla. No estoy en contra de las “redes sociales” como el facebook, en lo que sí estoy en contra es en la dependencia que pueden crear en quienes no saben que no tienen cancelada la posibilidad de abrir la puerta de la casa para salir a la busca de un nuevo desafío.
Posted: April 17, 2012 at 9:02 pm