Essay
¿Cómo es el llanto un signo de puntuación?

¿Cómo es el llanto un signo de puntuación?

Efraín Villanueva

El álbum de fotos de Quieren, el primogénito de Sabeth y mío, está repleto de momentos estereotípicos. Quieren en su cuna en el hospital y, más tarde, llegando a casa. Cargado y arrullado por mí o Sabeth. Recibiendo la visita de su familia y amigos maternos o videollamando a su familia paterna, al otro lado del Atlántico. Visitando al pediatra o registrándose para su pasaporte. De los centenares de fotos, sin embargo, menos de una decena lo retratan llorando. Aunque llorar sea –junto a amamantarse, dormir y mirar lejos– una de las actividades en las que más emplea su tiempo. Para Sabeth y para mí es claro el porqué: cuando Quieren llora lo que menos pensamos es en tomarle fotos. Por el contrario, su llanto nos alerta y nos lleva a especular qué necesita. Nos impulsa a abandonar lo que sea que estemos haciendo para acudir en su ayuda –y también en la nuestra, pues nuestra salud mental se ve menos afectada cuando no llora.

Esta dinámica familiar coincide con el consenso de estudiosos del llanto infantil: uno de sus propósitos evolutivos es expresar sufrimiento al ser separado de sus padres, un rasgo que parece venir de la temprana tradición del Homo Sapiens de cargar a sus bebés a todos lados. Es también un llanto centrado en el yo, se activa ante el dolor o incomodidad física propia. Quieren llora para demandar teta y saciar su hambre. Para exigir silencio cuando tiene sueño. Para reclamar atención.

Para Ad Vingerhoets –sicólogo clínico de la Universidad de Tilburg, Holanda, y uno de los expertos más reconocidos en el estudio del llanto–, el llanto infantil es un “cordón umbilical acústico” para atraer la atención de sus cuidadores. Como también podía, al menos en tiempos pretéritos, atraer depredadores, se ha propuesto que era una forma de chantaje para demandar más atención de la que los padres estarían dispuestos a ofrecer. Las lágrimas empiezan alrededor de los dos meses como un añadido visual para solicitar ayuda, aunque el llanto continúa siendo audible.

Filosofando más allá de la ciencia, sospecho que el llanto infantil es una reacción a un ambiente desconocido. Quieren no llora porque sabe que tiene hambre, sino en respuesta a los calambres de su estómago. No llora porque sabe que tiene sueño, sino porque lo descoloca la pérdida de control de su conciencia. No llora porque sabe que tiene que ir al baño, sino porque le fastidian los movimientos de sus intestinos. Quieren no entiende lo que le pasa a su cuerpo ni a su alrededor, recién llegó a nuestra realidad. La mayor parte de su vida la ha vivido, después de todo, en un mundo viscoso y oscuro.

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Con nuestras familias, Sabeth y yo compartimos fotos selectas de Quieren, incluyendo imágenes que pintan una visión realista de nuestros días. Quieren descargando sus entrañas en el regazo de Sabeth. Una bolsa de pañales sucios esperando ser llevada a la basura. Quieren dormitando sobre el pecho de Sabeth o el mío; ella y yo, siempre, exhaustos.

Un tercer grupo de fotos, más íntimas, son exclusivas de nuestro álbum privado. Sabeth con el rostro apagado por el dolor, antes de que le inyecten la epidural. Quieren a los segundos de nacer: su piel, una extensión entre grisácea, dorada y rojiza; su cuerpo henchido, como un cadáver sacado del agua. En otra foto, Quieren descansa sobre el pecho de Sabeth, disfruta en su boca del meñique que su mamá le ofrece. Sabeth en el sofá, su cabeza reclinada; su barbilla y labios apretados, contorsionados, conteniendo un grito. Su nariz, una montañita arrugada. Sus ojos cerrados con fuerza, domando y exprimiendo lágrimas simultáneamente. ¿De dónde vienen esas lágrimas?

Durante siglos, se han propuesto diversas teorías para explicar las lágrimas. En la Antigua Grecia se creía que eran provocadas por la mente. En los años 1600 se aseguraba que eran vapor de agua producido por el corazón cuando se recalentaba por las emociones. Para otros sirven para expulsar toxinas o liberar estrés. Hoy tenemos más certeza científica: las lágrimas basales, liberadas en cada parpadeo, mantienen nuestros ojos lubricados. Las lágrimas reflejas expulsan agentes irritantes, como los azufres que producen el olor de las cebollas. Las de Sabeth, sin embargo, coinciden con las lágrimas emocionales, una cualidad que, al menos por ahora, se considera exclusivamente humana. Infantes humanos, mamíferos y algunas especies de aves lloran sin lágrimas, pero solo los adultos humanos lloramos de emoción.

Las lágrimas sirven “para decirle a alguien y a nosotros mismos que hay un problema importante que, al menos temporalmente, no tenemos la capacidad de enfrentar”, según Jonathan Rottenberg, profesor de sicología de la Universidad de Cornell. Es tanta la importancia de las lágrimas emocionales que son más viscosas para adherirse con más fuerza a la piel e incrementar la probabilidad de ser vistas por otras personas. Vingerhoets ha identificado cinco causas de las lágrimas emocionales. Por pérdida o separación (de un ser querido, por ejemplo). Por incomodidad o dolor físico (como el del que hablé en ¿Cuántos años de vida darías para aliviar tu dolor?). Un tercer tipo de lágrimas, las empáticas, inicia en la adolescencia, cuando empezamos a salirnos del “yo” y a entender el sufrimiento no “solo de personas cercanas, sino también de extraños, incluso mientras vemos películas. [R]eflejan nuestro desarrollo emocional”.

¿Qué tipo de lágrimas son las de Sabeth? Descubrí la respuesta en su recuerdo de aquella foto: “acabábamos de despertarnos, me llamaste desde el cambiador y me mostraste que Quieren tenía un sarpullido. Fue la primera noche intentando no cambiarlo cada 3 horas. Mi voz interna me culpó: ‘te da pereza cambiar a tu bebé tan a menudo y ahora le duele’. Otra voz, más fuerte, que nacía del agobio: ‘no puedo tener más días así. Simplemente no puedo. Los siguientes días seguro serán peores’. Era consciente de que estabas tomando la foto y pensé: ‘Sí, deberíamos acordarnos de esto’”. Las de Sabeth eran lágrimas emocionales del cuarto tipo, asociadas con la desesperanza y la impotencia.

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Cuando mi papá vio el álbum de fotos de Quieren su reacción inmediata fue: “Efraín se ve aburrido, ¿no?” Aburrido, en el caribe colombiano, es sinónimo de hastío, molestia, fastidio. Decidí repasar el álbum y encontré, sin sorpresa, que mi papá tenía la razón. En una de las primeras fotos, en el hospital, cargo a Quieren con cara de asustado. En otra, Quieren duerme sobre mí mientras mi mirada intenta refugiarse en la tele. Hay fotos mías que me retratan aburrido y, sin embargo, ninguna me captura llorando, aunque lo haga con frecuencia, pues suelen aparecer cuando estoy a solas con Quieren.

O influenciadas por la música. Sabeth y yo aseguramos que Melody X, de Bonaporte, es una de las canciones preferidas de Quieren. Pero en realidad es solo una excusa para repetirla incesantemente porque es también es una de nuestras favoritas. Habla de cómo nos acostumbramos a los días “hasta que todo lo bueno sale mal”. En los versos, el cantante nos alienta a “mantener la luz encendida por las noches”. En el coro a “mantener nuestros sueños rotos en alto”. La cadencia y la letra de la canción me desarman y cuando llego a su puente, “algo tiene que cambiar”, lloro. A los dos, el tiene de “algo tiene que cambiar” nos ofrece la posibilidad de un futuro mejor. La diferencia es que para Sabeth el tiene es un recordatorio de que es ella la responsable de su propio bienestar. Mientras que yo me siento a llorar esperando que ese cambio me sea dado.

Llorar bajo el efecto de la música es un fenómeno común y frecuente. Lo inusual es que casi siempre ocurre en privado, en contravía con el propósito del llanto (indicar que necesitamos ayuda). Vingerhoets sugiere que, en estos casos, las lágrimas se derraman por una combinación perfecta de factores. Tenemos un problema emocional. No tenemos a alguien cercano (o deseamos estar solos). Ponemos una canción que consideramos hermosa, que tiene una carga emocional personal o que evoca nostalgia. Bajo este ambiente emocionalmente cargado, lo sorprendente sería no llorar.

Las discrepancias entre el llanto de Sabeth y el mío están sujetas a diferencias de sexo: la testosterona parece inhibir el llanto mientras que la prolactina reduce su umbral. Pero hay otros elementos influyentes que tenemos en común: venimos de sociedades que naturalizan el llanto femenino y condenan el masculino; tenemos amor romántico mutuo; somos padres primerizos; ninguno bebe alcohol en exceso ni usa drogas fuertes; ambos nos enfrentamos a una situación físicamente agotadora. Pero diferimos en otros respectos: Sabeth goza de una personalidad alegre, a mí me acompaña una sombra negativa; yo tomo ansiolíticos, Sabeth experimenta cambios neurológicos y hormonales propios de la maternidad. Llorar es una experiencia afectada por una tonalidad de componentes, pero, como toda vivencia humana, termina siendo única y personal.

Desde que somos padres, Sabeth y yo lloramos por el cansancio, la desesperanza y la impotencia ante una situación agotadora. Yo, además, lloro por dolor físico y problemas de salud que me han torturado por casi un año y por la pesadumbre de haber decidido ponerme en una situación –la paternidad– que no quería, que no me hace falta vivir. También, por una empatía retorcida: el llanto de Quieren es el mío, no solo porque me duele verlo llorar, sino porque su sufrimiento toma forma de culpabilidad. Fui yo quien lo robé de la no-existencia y lo traje a las penurias inapelables de la vida.

Nuestros llantos, el de Sabeth y el mío, nos han permitido abrir nuestras procesiones internas y acudir en auxilio mutuo. La empatía fortalece nuestros lazos y es acorde a una de las teorías más aceptadas sobre la función evolutiva del llanto: incrementar los vínculos sociales. Como lo explica Vingerhoets: “llorar es una forma extremadamente efectiva de buscar ayuda y, dependiendo de la respuesta de los otros, tal vez te sientas mejor después de llorar”. En nuestro caso ha sido así.

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Las fotos que también faltan en nuestro álbum son las de la quinta y última categoría de Vingerhoets: las lágrimas sentimentales, las que responden a situaciones extremadamente positivas o conmovedoras. A mí se me aguan los ojos cuando la sonrisa de Quieren me da la certeza de que en 300.000 años del Homo Sapiens, nunca nadie ha creado un bebé como él. No lo digo porque me nuble el amor paterno –que, hasta el momento, se siente solo como la obligación de cuidar un ser indefenso. Es una intuición científica de la que no tengo ninguna evidencia, pero tampoco ninguna duda.

Es posible que lloremos en momentos positivos porque el llanto, y en especial las lágrimas, son puntos de exclamación emocionales. Una forma de resaltar, sin espacio a dudas, la profundidad y sinceridad y validación de lo que sentimos. Supongo que mis llantos recientes –con música o sin ella, con Quieren en mis brazos o vacíos, con una cámara que captura el momento o en soledad– son una afirmación a mí mismo de que mis emociones son legítimas y en vez de huirles debo aceptarlas. De que hay momentos en la vida en los que lo único que tenemos son nuestras lágrimas.

Vingerhoets también sugiere que las lágrimas sentimentales no siempre son provocadas por el evento positivo en sí mismo sino porque son situaciones que invitan a “reflexionar sobre momentos menos joviales”. Como la jinete holandesa Anky van Grunsven que lloró no de felicidad por haber ganado oro en los Olímpicos de Atenas 2004, sino porque le entristecía que su padre recién fallecido no la hubiese visto ganar. Si esto es cierto, las lágrimas que me ha traído la paternidad están manchadas por una confesión que le hice a Sabeth hace poco: lloro porque extraño nuestra vida anterior. Por salud mental, siento que me beneficiaría más más adherirme a otra propuesta de Vingerhoets: mis lágrimas sentimentales son un subproducto de la impotencia de no saber expresarme adecuadamente en los momentos de goce extremo. Mi paternidad es uno de esos momentos.

 

Foto de portada: Elisabeth Brenker.

 

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: September 19, 2024 at 8:22 pm

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