Essay
¿Cuántos años de vida darías para aliviar tu dolor?
COLUMN/COLUMNA

¿Cuántos años de vida darías para aliviar tu dolor?

Efraín Villanueva

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[Este artículo pertenece a Curiositas, una serie para saciar nuestra curiosidad y maravillarnos explorando los porqués y cómos de nuestro mundo y nuestra conexión con lo que nos rodea]

Empezó, a finales de 2023, con estreñimiento. Incrementé la frecuencia y duración de mis caminatas diarias y mi consumo de agua y fibra, pero fue en vano. Lo combatí con un toma-y-dame de pujas, una estrategia que, hoy, sé contraproducente, pero que me fue inevitable ejecutar pues, luego de dos semanas, la desesperación había nublado mis sentidos. Mis hemorroides se inflamaron y con ellas llegó la agonía física que, prontísimo, se extendió de mi salida intestinal a mi mente. Sufría al preparar y consumir mis comidas sabiendo que lo que entrara saldría con un dolor punzante. Mi doctora me recomendó laxantes y supositorios y, por unos días, la evacuación mejoró y con ella el dolor.

Hasta una mañana oscura y fría en la que el estreñimiento me abandonó con una furia explosiva. Mi doctora intentó examinarme, pero mi cuerpo era una masa de angustia intolerante al menor contacto humano. Su diagnóstico: fisura anal. Me recetó una crema y me aconsejó continuar una dieta alta en fibra, beber mucha agua y descansar –ibuprofeno para el dolor. Durante dos semanas, el sofá de la sala fue refugio de mi convalecencia. Mi cuerpo y mi mente eran dolor. En vez de rendirme ante él, decidí acercarme al dolor, intentar entenderlo. Quizás de esa forma podría soportarlo mejor.

Recordé que en la Antigua Grecia el dolor era un castigo de los dioses personificado en Algos –o Dolor, en su forma latina. Acostado de medio lado, con compresas frías en mi perineo, me pregunté cuál de mis faltas ameritaba mi sentencia. ¿El porno que no he parado de ver desde mi adolescencia? ¿El daño emocional que he infligido a gente que no se lo merecía? El raciocinio me recordó mis años juveniles en los que maltraté mi cuerpo y derivaron en un diagnóstico de colon irritable que traté con negligencia. No fueron los dioses, si no yo mismo, los culpables de mi tormento. Y reconocerlo me hundió más en el dolor, pues reconocí que mi bienestar estuvo en mis manos y no actué apropiadamente.

La medicina contemporánea, sin embargo, nos aclara que el dolor es parte del sistema de protección del cuerpo. Cuando una de sus partes registra un daño, ésta le notifica al cerebro y él responde con una alarma disuasoria: el dolor no parará hasta que interrumpamos o aliviemos las acciones que hieren al cuerpo –técnicamente sentimos el dolor en la parte herida, pero quien lo siente es el cerebro. El dolor nos advierte de retirarnos del fuego para no quemarnos o morir calcinados. Así, el dolor es un mal y un bien necesario. En mi sofá, asumí que el dolor remitiría a medida que mi herida sanara. Mientras tanto, no tenía otra opción que convivir con él.

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Sabeth me obsequió, junto a una infusión de jengibre, una sonrisa desalentada e impotente, y reacomodó la cobija bajo la que me arropaba. ¿Te sientes más aliviado? No. Querría haberle dado una respuesta más clara, pero no supe cómo cuantificar mi dolor para que ella lo entendiera sin equívocos. Pensé que podría encontrar mayor exactitud usando alguna de las escalas de dolor contemporáneas.

Empecé con la de valoración numérica (0: sin dolor; 1-3: leve; 4-6: moderado; 7-10: severo), esperanzado que la universalidad de los números naturales ofrecería un denominador común. Pero lo que yo sentía como un dolor de 9 tirando a 10, para Sabeth podría ser apenas un 6.

Si yo hubiese sido un bebé, Sabeth habría tenido que usar la escala CRIES y evaluar diferentes factores. Lloraba y mis patrones de sueño eran erráticos, pero los cuidados de Sabeth me consolaban fácilmente. No requería oxigenación y mi presión sanguínea y mi pulso estaban alterados, pero no por fuera de los rangos normales. Hacía muecas, pero no emitía gruñidos. Desaprobé el diagnóstico de una calculadora en línea según la cual mi dolor era un 4 de 10 que no requería analgésicos.

Si Sabeth me hubiese presentado caritas de la escala Wong-Baker (🤪: nada duele; 😀: duele un poquito; 🤨: duele un poquito más; 🙁: duele mucho más; 😣: duele un montón; 😭: el peor dolor), habría elegido 😣, que le otorgaba un 8 de 10 a mi dolor. Me sentí reivindicado.

Probé un método menos convencional: el índice Schmidt de dolor de picaduras de insectos. El de mi fisura no era de nivel 1, como el de la avispa cornuda (“decepcionante, un clip te cayó en el pie”); ni de nivel 2, como el de la hormiga ectatomma quadridens similar a “comer alitas de pollo picantes cuando tienes llagas en la boca”. No lo habría catalogado como nivel 4, el dolor “puro e intenso” de la hormiga toro, semejante a “caminar sobre carbones encendidos con un clavo de 8 centímetros en el talón”. En cambio, opté por nivel 3, como el de la picadura de la abeja occidental (“inmediato, ruidoso, visceral, debilitante y durante 10 minutos sentirías que no merece la pena vivir”), pero con la duración de 12 horas o más de la picadura de la hormiga cosechadora argentina: “como si bacterias carnívoras disolvieran tus preciosos músculos uno a uno”. Sabeth y yo nos divertimos y empatizamos con estas descripciones, pero, seguían dependiendo de nuestras interpretaciones personales.

Un último intento: emplear la vida como unidad de dolor, ¿cuántos años de vida estaba dispuesto a perder para deshacerme de él? Un ensayo que se desbarató de inmediato, pues Sabeth y yo valoramos la vida con diferentes escalas. Para ella, la vida es felicidad con derrames intermitentes, y pequeños, de problemas: ella soporta el dolor con la experiencia de saberlo temporal. Yo soy de los que, bajo presión acumulada, piensa “que me pase un bus por encima y salgo de todo esto”.

Desistí. No podría transmitir mi dolor con exactitud, pues ninguna de las escalas de dolor existentes lo permiten. Y no por falta de intentos de la ciencia. En 1948, James D. Hardy y Carl T. Javert quisieron desarrollar un estándar de aplicación de analgésicos en mujeres en parto, pero primero debían establecer una escala única de dolor. Diseñaron un experimento: con una pistola térmica, aplicaban dolor en la palma de la mano de mujeres en parto y les pedían comparar el dolor con el de sus contracciones –con cada contracción aumentaban el calor de la pistola. Hardy y Javert crearon una escala de 1 a 11 “doles” que probó ser inaplicable e inexacta en la vida real. De nada valieron las quemaduras de segundo grado que sufrieron las voluntarias que recibieron 9 o más “doles”.

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Lo que la ciencia desconocía en los tiempos de Hardy y Javert es que la experiencia del dolor es subjetiva, única al doliente. Puede atenuarse o disminuir según nuestro pasado médico, la salud de nuestras células-órganos-sistemas y nuestra experiencia previa con el dolor. Si asistiera a una reunión de Sufridores de Fisuras Anales Anónimos, compartiríamos sensaciones comunes. Pero, a la hora de describir la percepción e intensidad del dolor propio, cada uno tendría su versión personalizada.

La gravedad del dolor también está condicionada por nuestro pasado y presente emocional, salud mental, metas de vida y ambiente en el que nos desenvolvemos. Estaba sobreviviendo una fisura anal en el invierno alemán, que no es tan terrible como el de otras latitudes, pero sus bajas temperaturas y activa presencia de la oscuridad son mortificantes para un caribeño como yo.

Al clima se unían otros factores. La culpabilidad autoimpuesta: mi sufrimiento era el resultado de haber ignorado las advertencias de mi sistema digestivo. El llamado decembrino a evaluar el año que terminaba y que me recordaba que acumulaba 1095 días más sin haber escrito ni una sola palabra de literatura. Se cumplía el primer aniversario de mi terapia sicológica, que me había permitido acercarme a mis sentimientos y emociones –en vez de ocultarlos–, con el inesperado efecto secundario de que cada experiencia, incluyendo el dolor, la vivía con mayor intensidad. Por último, y aunque no tengo pruebas de causalidad, mis problemas gastrointestinales llegaron a los pocos días de enterarme de que sería padre: una etiqueta que acordé asumir, pero que nunca necesité o deseé, y cuyas consecuencias para mi salud física y mental continúan aterrándome. Todos estos factores intensificaban la criticidad de mi dolor físico. Mi condición era prueba de lo que asegura la ciencia: el dolor es un reflejo de todos los factores que nos convierten en individuos, de nuestra identidad.

Mi dolor mental se transformaba en miedo: ¿y si debía resignarme a convivir con él para siempre? Descubrí que el dolor va más allá de lo físico. Ante la presencia del dolor, algunas partes del cerebro se activan para codificar el miedo, la ansiedad y la anticipación al dolor. La idea de que mi dolor llegase a ser crónico, aun si nadie me hubiese hablado de esta posibilidad, incrementaba su ímpetu. Lograba distraerme momentáneamente con videojuegos o llorando repeticiones de mis comedias preferidas, pero el dolor me impedía enfocarme en la cotidianidad banal, me llenaba de ansiedad que, a su vez, amplificaba el dolor. Me consoló aprender que mi situación no era exagerada: ya sea por estrés o por una herida física, el dolor es generado por el cerebro y es él el que puede activarlo o desactivarlo. Por esa razón el dolor y yo éramos uno solo, en cuerpo y mente.

Esto significa que podemos sentir dolor aun sin tener lesiones. Como el dolor fantasma que experimentan algunos amputados o el del obrero que dio un mal paso y vio un clavo de varios centímetros atravesar su bota. Cuando los paramédicos removieron el zapato, encontraron que el clavo había pasado entre sus dedos, sin herirlo. Pero la visión del clavo atravesando su calzado, su experiencia previa en accidentes de construcción y los rostros y gritos de angustia de sus compañeros llevaron al cerebro del obrero a asumir que estaba herido y a enviar señales de dolor acordes. Mis intentos de engañar a mi cerebro para enviar menos dolor fueron, sin embargo, infructuosos.

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El dolor de mi fisura ha cambiado cómo me acerco al dolor ajeno. Hace tres años, mi hermana tuvo hemorroides luego de dar a luz. Conocedora de mis problemas gastrointestinales, pidió mi consejo y le sugerí una medicina que ayuda a la evacuación sin dolor. Cuando hablamos de mi fisura y ella compartió más detalles de su propio dolor, me percaté de que lo que ella vivió hace tres años fue similar a lo que yo viví el año anterior. Sentí remordimiento porque no cuestioné ni sentí la tenacidad de su dolor. Me limité a interpretarlo según mi experiencia, que, en ese entonces, se limitaba a hemorroides de dolor incómodo, pero manejable. Pero ese no fue su caso.

Aprendí que el embarazo puede ocasionar estreñimiento (la raíz de mi dolor) y que el parto puede generar hemorroides de gravedad. Mi dolor, mental y físico, se acentuó, pues no dejaba de pensar en la posibilidad de que la recientemente embarazada Sabeth sufriera de ello. Mi insistencia en encontrar una escala universal del dolor no se limitaba a validar el mío. Me parecía una necesidad apremiante para que, como especie, pudiésemos empatizar con el dolor de otros.

En mis peores momentos, la empatía hacia el dolor pretérito de mi hermana o el potencial sufrimiento de Sabeth se convertían en mi tormento. Y cuando lograba sacudirme de la agonía ajena regresaba a la mía, volvía a ser dolor. Habiendo abandonado mis esfuerzos de racionalizarlo, me centraba en la definición más bella y empática, y científica, que aprendí aquellas semanas: “el dolor es lo que la persona que lo experimenta dice que es, existe cuando y donde la persona lo dice”.

Convaleciente, en el sofá, mi corazón no latía. O más bien, sus pulsaciones, agonizantes y continúas, se habían trasladado a mi recto. Me dolía tanto, le aseguré a Sabeth, que no se lo desearía ni a mi peor enemigo, si tuviera alguno. Estaba dispuesto a someterme a un coma inducido mientras la fisura sanara, aun si tomara meses, como me lo explicó mi doctora. O me imaginaba pagando a los mejores gastroenterólogos y cirujanos para que instalaran en mis intestinos una colostomía reversible para evacuar la comida artificialmente. Habría dado todos los años de vida que me restaban, cesar de existir. Ese era mi dolor.

 

*Foto de portada de Elisabeth Benker

 

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: April 22, 2024 at 8:47 pm

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