Essay
Metros cuadrados
COLUMN/COLUMNA

Metros cuadrados

Miriam Mabel Martinez

Aún ahora, 22 años después, me pregunto de dónde salieron aquellos vampiros que el 12 de octubre de 1998 ocuparon el Cine Ópera para escuchar a Bauhaus. “The passion of lovers is for dead, said she… The passion of lovers is for dead”, canté con la misma desentonación que durante mi adolescencia grité “ohh Beelaaaa, Belaaaa’s undead”. Ahí también estaba yo sintiéndome Miriam Blaylock, el personaje interpretado por Catherine Deneuve en The Hunger de Tony Scott (oh, que ansia recordarlo). No iba de caza, ni me acompañaba John, sino mis amigos, Claudia, Enrique y Regina, los únicos vestidos de “civiles”.

Vestíamos de negro, sí, pero de un negro adecuado a nuestra vida chilanga noventera que pretendía independizarse, ingenuamente, de cualquier uso anterior del color para ajustarse a una vida de aprendiz de burócrata del primer gobierno electo del DF. ¿Qué no éramos jóvenes por una ciudad que intentaban ser sí mismos dentro y fuera de la oficina? Dentro y fuera no necesitábamos etiquetas, aunque ese día las extrañamos. Adentro del Cine Ópera la falta de maquillaje, accesorios y peinados nos delataban. En pleno slam tal como el profesor Abronsius, su ayudante y Sarah Shagal en la película The Fearless Vampire Killers de Roman Polanski, nos reflejamos en el espejo. Pese a nuestra visibilidad, los vampiros urbanos nos abrazaron… “There was John, there are cliffs, there was mother, there’s a poker, there was you, then there was you”… Estaban ellos y nosotros brincando, ninguno supuso que ahora sí el Cine Ópera, transmutado en una oscura sala de conciertos, sería una tumba.

Porque después del portazo (el cual arrebató las cabezas de las secciones del espectáculo y policiaca) éste hermoso inmueble, proyectado por Félix T. Nuncio y decorado por el escenógrafo Manuel Fontanals, cerró. Nada quedó de las “red velvet lines the black box” ni de los detalles art decó que lo distinguieron desde su inauguración en 1949, donde tantas familias de tantas disfrutaron de estrenos de los hoy clásicos de la Época de Oro del Cine Mexicano. Aún hoy cuando transito por Serapio Rendón, en la colonial San Rafael, imagino a Roberto del Hierro, interpretado por nuestro Campeón sin corona, David Silva, exhibiendo las funciones de la aspiradora a la quinceañera Maru Cataño, caracterizada por Martha Roth. De pronto, ese mundo moderno, distinto y atrevido que existía allá lejos del autoritarismo de su padre, descolocaba a esa niña-mujer que se rebelaría al escoger a su marido, rechazando al elegido “por su bien”. Ahora resulta natural que Una familia de tantas de Alejandro Galindo se halla estrenado en la inauguración del Cine Ópera, el 11 de marzo de 1949, donde se proyectó en presente la historia en blanco y negro del cine nacional hasta que el color de los setenta, opacó el dorado.

El glamour se ensució y la decadencia se filtró como la humedad. Las dos esculturas talladas en piedra, que vigilan la marquesina, se fueron percudiendo, al igual que los títulos de películas incluso de Disney; pronto, también las hadas y las princesas lo abandonaron a su suerte, sin que ningún príncipe azul pudiera rescatarlo del olvido ni del temblor de 1985. Quebrado, asumió la desolación, el vacío que también sería el destino de otros cines a finales del siglo XX. En aquel abandono precoz –mientras otros como el Cine Latino o el Manacar o el Bella Época se negaban a ser cines de bolsillo– se convirtió en foro de conciertos; un melancólico y decadente sitio, ideal para escuchar el postpunk… “The graveyard scene, the golden years, she’s in parties, it’s in the can”. No imaginábamos la soledad aún más decrépita que le esperaría a ese cine y a otros, que abandonados a suertes distintas han tenido que reinventarse una ocupación –o destrucción– distinta.

¿Pasará lo mismo con las oficinas de la gentrificada CDMX? Ésas que, mientras el Cine Cosmos o el Teresa, aumentaron en metros y en demanda, en una capital que pese a su fallido intento por entrar al primer mundo, se coló a la fiesta trasnochada de los yuppies a la mexicana que anhelaban ocupar moderrrnos cubículos y oficinas tal como lo exigían los sueños trasnacionales. ¡Oh, qué exitoso, vistoso y elegante subir en un elevador exprés con tantos otros exitosos, vistosos y elegantes profesionales!, mientras las salas de cine se vaciaban debido a los cambios de usos y costumbres de ciudadanos del mundo de fin de siglo que entendían que la globalización no permitía permanencias voluntarias y aceptaban la fragmentación de esas pantallotas de 29 x 21 metros.

Anhelar opciones, ése parecía nuestro destino. Escoger, aunque al final no escojamos nada o no nos alcance para nada. El objetivo es soñar a escoger. De tin marín, de do pingué, sala 1 o 3 o 9, aunque proyecten la misma película en diferente categoría. Elegir un futuro, competir para ser alguien en esa mañana lleno de opciones, de cines, de productos y de oficinas listas para ser ocupadas por los mejores.

Los noventa mexicanos aprendieron pronto a fantasear con los ochenta estadunidenses. ¡Ah, que patriarcal aspirar a ser Kim Bassinger en 9 ½ half Weeks!, trabajar en una galería de arte y ser partícipe de transacciones internacionales mientras te asedia un hombre de verdad como John Gray (interpretado por un hermoso Mickey Rourke), que no sabemos a qué se dedica, pero que su clóset indica que es chief y un monstruo del placer. O tener un día trece años y al siguiente, treinta, como Josh Baskin en el filme Big, y aprovechar el espíritu infantil para conseguir un empleo envidiable en una fábrica de juguetes con oficinas tan espectaculares como su loft. Ah, porque en nuestra nostalgia por un futuro no mejor, sino gringo (que para muchos es lo mismo), imaginarnos en una oficina hecha y derecha perdida en un piso de algún rascacielos de arquitectura contemporánea, alto, esbelto –en el que el anonimato de la vida exitosa laboral nos hiciera únicos– se volvió la pesadilla más codiciada.

Y así, únicos, fuimos abandonado espacios para ocupar otros como siempre; como otros antes de nosotros abandonaron el campo para ir a la ciudad, como las casas grandes se mudaron a las casas chicas, como los palacios coloniales se convirtieron en lo que pudieron, en lo que hacía falta en escuela, hotel, refaccionaria, bodega, taller, laboratorio, tienda, bar, restaurante, museo, biblioteca y oficina, pero en una inversión que resultaba de mode. El fin del milenio apostaba por lo nuevo (aunque ya intuíamos que no hay nada más viejo que lo nuevo), por espacios ideados para ese futuro laboral de primer mundo, empresarial, neoliberal, global, pulcro, trasnacional que lucía mejor en torres que en exconventos.

Que ni qué, el México de los Chicagos Boys se veía mejor desde los ventanales de las torres Omega, Óptima 1, Chapultepec y Fórum las cuales antes del levantamiento zapatista habían logrado que cada metro cuadrado se rentara en 50 dólares; claro eran los dólares del 1 a 3 pesos mexicanos, tipo de cambio que nos hacían sentir que podíamos, tal como lo merecíamos, estar en el mundo en igualdad de circunstancias siempre y cuando fuéramos uno de esos suertudotes contemplados por el capitalismo e incluidos en el Tratado de Libre Comercio. ¡Ah, que destino tan bienaventurado! ¡Qué esto, que el otro, salud qué esto y que aquello, salud! A la embriaguez nos sorprendió el efecto tequila cuando no habíamos ni siquiera entrado en la cruda, y las rentas cayeron drásticamente a la mitad o hasta en un 35%. Dicen los que saben, que nunca ha habido un “ajuste de tal magnitud”, ni siquiera con la AH1N1 y parece que tampoco con la COVID-19 –o al menos no aún–; a pesar de que la Consultora Solili calcula que ¡se abandonarán 200 mil metros cuadrados de oficinas!, área que según el periódico El Financiero equivale a dos torres Mayor. Metros que desde 1994 ha ido in crescendo, tan sólo en 2010 ya rasguñaban el medio millón.

Con esos ajustes “nunca antes vistos” crecí. He tardado en entender que el archivo de los acontecimientos que “nunca antes vistos” aumenta proporcionalmente a la edad. O sea normal. Los nuncas son el futuro inesperado (o sea el futuro), ese inadecuado que no nos corresponde porque no nos merece. El “nunca antes” es la confirmación de que “los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía”.

Muchos miles de metros cuadrados en espera de ocupantes enjundiosos se quedaron vacíos, mientras que otros no pasaron de ser imaginados en maquetas, debido no a la desilusión sino a la descapitalización. El futuro de altos, espacios y poderosos edificios donde se producirían ideas, comunicaciones, valores y información, viajes, música, mentiras o lo que fuera, incluidos los metros cuadrados de oficinas en construcción. El cambio de siglo lo exigía.

Metros cuadrados que pueden valer mucho o nada. Metros cuadrados que no importa lo que son sino lo que pueden ser. Metro cuadrados cuyo valor está en la posibilidad.

En ese “ya me vi” dejamos de ver los murales “Los danzantes” de Carlos Mérida, el telón del Cine Manacar (ahora sólo contemplado por los residentes de la Torre Manacar) y “El crédito transforma a México, obra de 21.30 metros por 3.15 de altura de Juan O’Gorman, que enmarca los elevadores de la Torre HSBC.

Es difícil imaginar estos murales in situ, tan raro como pensar que la entrada al Cine Manacar, inaugurado en 1965, costaba 8 pesos y que haya pasado West Side Story en su formato original. Una anécdota que resulta tan irreal como las 1,850 butacas del Cine Latino hoy transformado en la Torre Reforma Latino, de 49 pisos, o que antes de ser un cine porno, el Teresa –con sus tres mil asientos– tuvo días igual de concurridos a los prepandémicos, cuando habitués de las plazas tecnológicas acudían en busca de ese chip, pieza o secreto que acelerará su paso por la red más allá de la frontera final donde nadie ha llegado jamás.

Esos cines imperiales proyectaron el mundo; sentados en las 4 mil 150 butacas del Cine El Roble los jóvenes post 68 testificaron la primera Muestra Internacional de Cine en la década de los sesenta, asumiendo que “the show must go on”. Un show que hoy ocupa el Senado de la República. Un destino al que se tendrán que enfrentar los miles de metros cuadrados de oficinas que se han abandonado durante este confinamiento global. Ya no se trata sólo del llamado Flight-to-Quality, que en los noventa facilitó la migración de los ocupantes de espacios Clase B o C a los de Clase A o A+, el último aliento de una movilidad social que luego se estancó gracias a que el deber aspiracional dominó al mercado, acelerando, en los dosmiles, la gentrificación del landscape mexicano, con el reto de alcanzar la gloria de la estandarización.

Las torres Mayor, Parque Cuicuilco, Zentrum, Santa Fe 505, Punta Santa Fe y Óptima III, entre otras, le dieron la bienvenida al tercer milenio; sin embargo, pese a sus espectaculares vistas y exclusivas amenities no lograron superar los 30 dólares por metro cuadrado. Caro para los locales, pero atractivo para la inversión extranjera… Nada mal para un país siempre deseoso de pertenecer al club de las mejores economías, aunque sea de las emergentes; codearse con los “chidos” siempre será un consuelo.

Después de 11S aterrizó otra crisis “nunca antes vista” como la del 2008. He transitado de la juventud a la edad madura observando esos cambios “nunca antes vistos” en la ciudad, en el cuerpo y en el rostro. Cuerpos y rostros que se rebela al envejecimiento estandarizando el cambio. Así como las oficinas inteligentes se cotizaron mejor, subieron los bonos de las cirugías plásticas y aumentó el uso de bótox en las axilas, ¡qué oso sudar! Un oso tan grande como evidenciar la cartera limitada en una nariz no operada o en una oficina sin vista a los basureros de Santa Fe. O sea, qué onda no poder ver desde tu ventanal antirreflejante el paisaje de una ciudad perdida que, desde el Mexican Financial District, parecer ser el exDF en su totalidad. O ya de menos contemplar el multipremiado Parque La Mexicana (cuyo mayor aportación a la sociedad, presumieron los vecinos, es la gratuidad), una imagen ya no de postal sino de instagram desde las oficinas y depas de A+. ¡Ah, que bellas jardineras!, tan limpias y tan pulcras, con terrazas y restaurantes, sin árboles ni hojas ni gente fea ni puestos como en los bosques de Tlalpan, Aragón y Chapu que, por cierto, necesita un levantón para quitarle lo popular y lo naquito o un museo de arte contemporáneo para ir a pasear con estilo, porque sino ¡que oso! ir a esos bosques donde van los pobres y por eso son gratis. ¡Ay, ya séééé!

Me he encanecido observando y viviendo la recuperación de espacios y el abandono de otros. Sufriendo la demolición de casas art decó con el mismo dolor que la permanencia de fachadas, casi de utilería, que resguardan obras de  materiales baratos tipo loft. He visto como se han sacrificado las alturas de los pisos para aumentar los niveles y los metros cuadrados, tal como lo demanda el mercado. Construir y construir, porque ese construir imparable habla de una economía “sana”; porque hay que vivir en el excedente, no con lo necesario. Mejor que se pudra o que se abandone o no se ocupe. El desperdicio como prueba de progreso.

Tener de dónde escoger para desechar. Vivir en una ciudad con muchos metros cuadrados de oficinas available para lo que sea hasta para coworkings, porque eso de trabajar en casa es sólo para desempleados o freelancers o trabajadores pobretones, a quienes no les alcanza para rentarse unos centímetros que los hagan sentirse parte de un ambiente tan tan tan como en The Intern o como en Silicon Valley, con espacios compartidos tan creativos como un billar o un bar o una esquina de alguna marca hip-hip-hipster de café o de helado o de panes con cardamomo o de ensaladas con tomatitos no muy consentidos sino cultivaditos en macetitas en terracitas verdes. Tener de donde escoger, ser parte de la economía, de la tecnología y del consumo mundial.

Con las ganas de cumplir este ideal, durante las dos primeras décadas del siglo XXI los metros cuadrados de oficinas en la CDMX se han multiplicado como los panes. Para no dejarlas solitas, gobiernos e iniciativa privada, siempre tan cosmopolitas, han contribuido en la reducción de la vacancia de estos demandados metros cuadrado, que en 2006 fue de 6.25%, porcentaje que evidenciaba la urgencia de construir hacia donde fuera. Del Nuevo Polanco a Tecnoparque en Azcapotzalco, las zonas industriales mutaron en espacios chic, donde casa, oficina y entretenimiento se espían de torre a torre, sin importar que tome 35 minutos el trayecto de tu depa (incluido el viaje por el elevador panorámico al estacionamiento) a la pluma manejada inteligentemente (como el aire acondicionado y la luz y el refri y todo) no por Alexa sino por un guardia de seguridad que es la frontera entre tu mundo y el wild world, también conocido como espacio público.

Pero, bueno, eso era antes, cuando el afuera estaba lleno de adentros de oficinas inteligentes y cool desde donde ver el afuera de la vida real. Ahora, el adentro tiene que conformarse con su propia intimidad, con la vulnerabilidad de la vida cotidiana que se descubre sin el filtros de ninguna Appun sitio por habitar. Quizá sea hora de domesticar los espacios propios.

Domesticados a fuerza del confinamiento, muchos se han redescubierto en la intimidad del home office. Patrones y empleados, freelancers y Godínez, saben que el regreso no será el mismo… Nosotros y las oficinas de entonces ya somos ni seremos los mismos… ya no lo éramos desde el año pasado ni el antepasado, ni el ante-antepasado, porque los “nuncas antes” siempre nos recuerdan que el cambio es lo único constante y que firmar contratos de arrendamiento por 10 o 15 años es una apuesta basada en otros datos, porque los existentes señalan, desde 1994, que la incertidumbre es proporcional a los metros cuadrados construidos.

En 2018 se ocuparon 400 mil metros cuadrados, mientras que el año pasado apenas se habitaron 235 mil, una disminución debida a que el gobierno actual prescindió de oficinas glam, como el edificio de Nuevo León 210 en la Condesa que Presidencia de la República rentó completito durante el sexenio de Peña Nieto. Aunque el porcentaje promedio de vacancia “normal” es de 17%, la promesa de que algún día –o por lo menos por unas horas– se ocupará había mantenido la veladora prendida que la Covid-19 apagó. Abrumados por el encierro y por la posibilidad de no regresar a las oficinas (el fatalismo vaticina la domesticación del ser godín), algunos arrendatarios no sólo han bajado los precios sino que ya aceptan pesos mexicanos, ni modo. La añoranza por lo que fue impide inventar futuros distintos.

Hoy, muchos esos miles de metros cuadrados vacíos también han enfermado. Como ya lo ha comprobado: el coronavirus la enfermedad es democrática y daña de igual manera drenaje, ductos, aire acondicionado, ventilación y hasta la inteligencia de los inmuebles sin importar su altura o su categoría. Claro, se recuperarán antes los que cuenten con capital para curarse y para reinventarse. Unos cuantos sanarán y propondrán espacios seguros a un costo más alto, porque a la inteligencia se le sumará la capacidad de proporcionar seguridad en el ámbito de la salud. Los otros, como los cines del siglo XX, encontrarán su destino… se adecuarán a presupuestos, se vaciarán o se ajustarán los usos de suelo nuevos y viejos. La medición de sus metros cuadrados será tan nostálgica como la suma de las butacas de aquellos hermosos cines que en los años cincuenta vivieron su esplendor y cuyas dimensiones le quedaron grandes a los noventa.

Quizá en unos años, el Club 51 de la Torre Mayor sin más lujo que la vista será sede de un concierto oscuro o el epicentro de la música emergente de una ciudad con rascacielos fantasmales, donde en un cover nostálgico un banda centennial recordará que Bela Lugosi’s dead.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

 

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Posted: November 10, 2020 at 7:39 pm

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