Fiction
Adriana y el veliz del mago

Adriana y el veliz del mago

Alejandro Badillo

Uno
Caminaba descalza por la playa, adivinando los puntos en que la marea haría contacto con las rocas. Después de unos metros se inclinó y recogió una hoja de papel abandonada. La había estado mirando minutos antes, sin dejar de imaginar que tendría algunas líneas para ella. A su espalda las palmeras ardían; el mar era una superficie donde se volcaba el fuego. En ese momento despertaste en el cuarto de hotel. El aire acondicionado agitaba las cortinas, restos de sueño persistían y se movían por tu cabeza. Moviste el cuerpo entre las sábanas, la buscaste con los pies, con las manos, pero sólo encontraste vacío, un rastro que ya no estaba. Ella examinó la hoja con dedos minuciosos, la volteó, la puso a contraluz, pero después de unos segundos —decepcionada— se convenció que no había líneas; lo único que había para ella era la dedicatoria de la humedad que ya empezaba a desmenuzar el centro, los bordes. La arrugó entre los dedos convirtiéndola en una pelota que dejó caer sobre la arena. Siguió caminando con los brazos tiesos, un gesto triste en la mirada, un recuerdo que de alguna forma le dolía. Para entonces ya habías despertado por completo y mirabas de reojo tu cuerpo reflejado en el espejo. Te paseaste por la habitación, silbaste una vieja tonada, te sentiste una hoja en blanco. La luz de la mañana se derramaba en el cuarto. Trataste de olvidar que estabas solo, que tu boca seguía seca, que en poco tiempo el estómago comenzaría a reclamar el desayuno. El calor parecía agudizar tus sentidos: los ojos se hacían más pesados, tus oídos captaban a plenitud el siseo de los autos en la calle. Ella seguía caminando por la playa, a veces se detenía para mirar el esqueleto oxidado de una lancha, invadido por raíces verdosas, hongos que semejaban animales umbríos devorando los restos de pintura. Ella reanudó su marcha con gesto satisfecho, como si hubiera encontrado en los restos de la lancha alguna verdad y esa revelación le hiciera ir más despacio, intercalar en su camino pequeños rodeos, como si estuviera recorriendo los callejones apretados de una ciudad árabe. Sentado en la cama recordaste la maleta roja, desgastada en los bordes, con una estrella dorada en el centro. “El veliz de un mago ambulante” le habías dicho y al recordar la frase volvió el día anterior, la llegada al hotel, una mueca dibujada en el espejo del tocador, el humo del cigarro ascendiendo en la luz sucia de la lámpara, la llamada a la recepción para comprobar que sí habían llegado, que sí habían hecho el viaje.

Dos
—Sí señor, usted se registró a las 8:15 de la noche y el hotel está en Puerto Esperanza— dice la recepcionista.
—Gracias —respondo y cuelgo el teléfono.
—Bueno, aquí estamos —dice Adriana. Las maletas se amontonan en la esquina. Miro sus pies diminutos, sus labios que deletrean con asombro el nombre de este puerto. En silencio guardamos la ropa en el armario, limpiamos el polvo de las ventanas, inspeccionamos la calidad de los muebles como si nos fuéramos a quedar para siempre.
Después de cenar en un café cercano regresamos al cuarto y nos bañamos. Prendo la televisión. Afuera, en las calles, el mundo transcurre lento, como si estuviera hecho de una sustancia viscosa donde florecen bostezos, somnolencias. Recorro sin mucho interés los canales. Un rato basta para que me harte, apague el aparato y me dé cuenta que Adriana se ha quedado dormida. Me acerco a ella, huelo el perfume en su cuello, aprovecho para murmurar en su oído una cadena de frases admonitorias que la vulneren, la convenzan que estamos solos, compartiendo el aire estancado de este cuarto: Adriana apaga la luz, Adriana camina alrededor de la cama, Adriana abre la ventana, señala con el índice alguna nube, la luz del malecón que se rebela y que comienza a crecer en desorden. Adriana, no despiertes, camina dormida, hunde los pies en el mar que, a esta hora de la madrugada, es una bestia huidiza que se balancea con lascivia. Dime que estamos aislados, que llegamos a este puerto para encontrarnos en la coincidencia del calor, en los días de una estación amarilla que llena la costa con arbustos espinosos y palmeras desmadejadas. Dime que este cuarto es el mismo que viste en tu sueño, un cuarto donde los objetos no tienen peso, donde el cenicero puede ser un pájaro, la memoria de un vidrio roto; donde la lámpara de la sala olvida su condición de mecanismo para volverse un fruto de luz, suspendido como una araña sobre la mesa de centro. Adriana regresa a la cama, cierra los ojos, estira las piernas mientras te imaginas desnuda y mojada. En el piso pululan insectos, en las tuberías se escucha el correr del agua. Dime que estaremos para siempre en Puerto Esperanza, que un día será suficiente para que el calor corrompa todo, para que la playa arda, el mar burbujee y se consuma dejando un lecho pródigo en desperdicios, malas yerbas, peces aún boqueando. Dime que este día se repetirá en el aire pesado que entra por la ventana, que se filtra bajo la puerta para después ascender impulsado por una mano invisible que agita el polvo y nos hace toser, nos enturbia la mirada y comenzamos a caminar a tientas, como ciegos buscándose en un lugar ajeno, haciéndose daño con el filo de la mesa, tropezando con los sillones.
La habitación número seis del único hotel en Puerto Esperanza tiene un pequeño balcón que parece retar a la noche. Mientras Adriana duerme el mar parece sosegarse, volverse un cuerpo estéril, ambiguo. Me asomo al balcón para mirar la ruta de varios cangrejos sonámbulos, cardúmenes que desvían su ruta migratoria y bordean peligrosamente la costa. Sin poder conciliar el sueño voy a la pequeña mesa que está cerca de la ventana y, para matar el tiempo, comienzo a hojear un libro, intento perderme en la lectura pero no logro concentrarme, las palabras son sombras sueltas, la superficie del libro es un laberinto que me lleva a ninguna parte. Saco varias hojas en blanco y comienzo a escribir la historia de Puerto Esperanza, un lugar olvidado por la marea, al que se llega por un camino que no aparece en los mapas y donde el único hotel en servicio, semienterrado en la arena, es atendido por mucamas silenciosas, de colmillos filosos, vestidas de amarillo. Después de comentar en breves líneas la desolada historia del puerto, intento dibujar la frágil arquitectura del hotel, la disposición exacta de las habitaciones. Lleno varias hojas con bosquejos mientras Adriana sigue durmiendo y abre un poco la boca, como si tuviera la intención de completar la historia con alguna palabra encontrada en el sueño, como si quisiera ayudarme mostrando una hilera de dientes apretados y pequeños. Me dibujo en esta habitación, con una mano apoyada en el quicio de la ventana. Tengo la espalda encorvada, la barba es una maleza que se extiende por mi cara: soy un hombre cuya vida no transcurre, un hombre que está de espaldas al mar pero que está atento a sus sonidos: el ramalazo puntual de la marea, el estruendo del oleaje contra las rocas. Mi inmovilidad es una forma de dominar al mundo, reducirlo a las dimensiones de mi mano. Aire salino entra a la habitación, las paredes se llenan de humedad. En la penumbra se forma la espalda de Adriana, la línea del cuello y de los hombros. Si no la miro puedo estar cerca de ella, vigilar su sueño, saber que puedo asustarme, ir a la ventana, taparme los oídos y recibir la descarga, puntual, de las sirenas.
Adriana despierta, se talla los ojos. Me siento cerca de sus pies, acerco mi mano a su pierna.
— ¿Qué hora es? —pregunta.
—Las dos de la mañana.
—Mira, te escribí una carta —dice recogiéndose el cabello.
— ¿En serio?
Adriana responde con una sonrisa tímida. Mientras ella busca en su veliz de mago voy por una cerveza al pequeño refrigerador. Doy el primer trago, miro en la penumbra el temblor de sus senos, el infatigable movimiento de sus brazos. Pronto hay en el piso un reguero de zapatos, blusas, collares. Después de unos minutos Adriana sostiene triunfal, en la mano derecha, un sobre blanco sin destinatario ni remitente. Lo abre con sus uñas afiladas. Crece la luz en la habitación, la escena adquiere el disfraz de una celebración íntima, inolvidable. Los labios de Adriana son los de la niña remota que nunca pudo ser y que intenta revivir con sus maneras de gato en la cama, con sus raptos de alegría injustificada. Adriana desdobla con paciencia la carta, la sostiene con mucho cuidado entre sus manos. La luz de la luna la transforma en una mujer oriental, guardiana celosa de un antiguo manuscrito. Me pide con una mirada que la lea. Comienzo a leer.

Tres
Compras dos boletos y subes al autobús creyendo que viajas conmigo. En la mente tienes el nombre de Puerto Esperanza, la imagen de un pueblo sometido al calor, agobiado por el parloteo de aves migratorias, interminables nubes de insectos. “Adriana”, murmuras, repites, pero yo no existo o existo sólo como un mecanismo que adquiere vida cuando evocas la imagen de una niña, vecina tuya, que iba a tu misma escuela y que poblaba tus tardes de fantasmas. Recuerda el departamento de enfrente, a la niña que entreabría las cortinas de su recámara, que no dejaba de mirarte mientras jugueteaba con su camisón para dejarte ver el blanco inicio de sus muslos, las pecas color de arena, dispersas en su espalda. Soy ella, soy todas las mujeres que te abandonaron. Soy la niña que cerraba las cortinas, que se metía entre las sábanas para hablarte, para imaginar que tú estabas con ella y que las sábanas eran las velas de un barco.
El autobús atraviesa algunas calles periféricas antes de salir de la ciudad. Me platicas de Puerto Esperanza, dices que iremos al único hotel del puerto, que después de hacer el amor iremos a comer mariscos a un pueblo cercano y a caminar por la playa. Miras los árboles, las tiendas que desfilan por la ventanilla del autobús; me tomas de la mano, dices que todo estará bien: la reja de la casa tiene candado, la renta está al corriente, el último recibo de la luz yace —solemne— bajo la sombra de un jarrón sin flores. La pantalla de la televisión comienza a opacarse por el polvo. Los libros —aparentemente desperdigados en los sillones blancos, en la mesa de patas chuecas— siguen conservando un orden secreto. En dos o tres horas el avance de la tarde será inevitable, el sol desbordará la ventana y comenzará a inundar el piso; las cortinas serán insuficientes y, por un momento, el lugar se transformará en un estanque de luz.
Tu mirada se pierde, no adviertes que el camión comienza a detenerse, que estamos por llegar a la caseta de cobro. A nuestra derecha, el solitario viajero que nos acompaña duerme vencido por el sopor; un poco de saliva resbala de su boca y cae en el periódico que aún sostiene entre sus manos. El camión arranca y gana velocidad. El aire golpea las ventanas. Te empeñas en que hable, pero con tus preguntas sólo obtienes silencio. Te muerdes los labios, intuyes que he quedado absorta en el paisaje, que estoy mirando la velocidad con que pasan pueblos, campos de maíz abandonados. “Cualquier palabra” me pides, “cualquier palabra” vuelves a decir como si tu mundo sólo pudiera ocurrir a base de repeticiones. Sólo puedes dedicar los segundos a familiarizarte con el asiento vacío, a dar forma a mi cuerpo: me dibujas ojos, manos, piernas, senos. Sólo te sientes satisfecho cuando el viento agita mi cabello y comienza a enredarse entre tus dedos. Con la seguridad de tenerme a tu lado sigues hablando de Puerto Esperanza, un lugar diseñado para encontrarse por accidente: en la improbable escala de un viaje, en las ilustraciones olvidadas de una revista. Mira, te voy a contar: “Estaba aburrido, acostado en la sala, mirando el desorden de los libros. Me levanté y miré por la ventana: las hojas de los árboles escurrían lluvia; un gato negro, echado sobre una banca de piedra, arañaba la última luz del verano. Fui a la cocina para prepararme un trago. En la mesa había varias revistas desperdigadas, tomé una al azar y la abrí en la primera página: Puerto Esperanza, el lugar ideal para las vacaciones. La bahía vuelve al oleaje perezoso, cobija una playa virgen, de arenas muy blancas. El sol seca las plantas, las convierte en fotografías de otro tiempo. En las mañanas la bahía permanece inmóvil, como un animal ensimismado en su silencio. Por las tardes los escasos paseantes contemplan la puesta del sol, las hojas de las palmeras se enfrían y la arena deja de ser una superficie recorrida por la mano del fuego. Una decena de lanchas se aproxima a la costa. A la distancia parece una ciudad que emerge entre la niebla. Un grupo de pescadores desembarca e instala varias carpas en la playa. Los turistas se acercan atraídos por un pregón que se vuelve confuso por el graznido de las gaviotas. Los pescadores ofrecen grandes atunes, pulpos lustrosos, sardinas aún temblorosas; quitan las vísceras con destreza, muestran con orgullo la carne húmeda y abundante. Por un momento Puerto Esperanza es la escena de un puerto bullente donde comerciantes fenicios trafican con especias raras, amuletos marinos, plantas desconocidas para la ciencia. Antes de anochecer retiran las carpas y suben de nuevo a sus lanchas. La playa queda deshabitada aunque sobre la arena perduran restos de las voces, un murmullo que se confunde con el siseo de los insectos. Algunos turistas se quedan para improvisar fogatas, canciones. El viajero que llega por primera vez a Puerto Esperanza se extraña que las noches sean inusualmente largas. Cuando en el puerto la oscuridad es plena en los pueblos vecinos comienza a clarear. Los pelícanos duermen a gusto entre las palmeras; arbustos y plantas espinosas modifican su metabolismo, algunas se abren para mantener las hojas húmedas. Es frecuente que los habitantes y turistas de Puerto Esperanza despierten cansados, con las manos entumidas y los ojos rojos. El sueño en el calor se torna fatigoso. En las mañanas la playa luce casi desierta porque muchos permanecen en sus casas, en las habitaciones de los hoteles, tumbados en la cama, balanceándose en las hamacas. Algunos se asoman por las ventanas y contemplan con escepticismo el mar, como si éste fuera parte del sueño.

Cuatro
Dejaste la revista sobre la mesa de centro. Trataste de recordar el momento en que Adriana se había levantado de la cama, el ruido de sus pasos en medio del aire acondicionado. No pudiste. Ella seguía en la playa, caminando hacia las rocas. El mundo era un instante abrasivo, fosforescente. En la arena descansaban redes hechas jirones, el sombrero de un turista, un caparazón regurgitado por la marea. Las tiendas a lo largo del malecón aún estaban cerradas. Al no poder encontrar la imagen de Adriana abandonando la cama, intentaste recordarla abriendo la puerta, mirando tu cuerpo desnudo como a un juguete olvidado, algo prescindible entre las sábanas. Comenzaste a dudar de la cena en el café, de haber recorrido sin interés los canales de la televisión mientras ella dormía. Para entonces la marea se acercaba a las rocas y comenzaba a tocar los pies de Adriana. Tuvo un escalofrío pero se mantuvo muy quieta, mirando con maravilla sus pies, los dedos cada vez más blancos. Miraba el acontecimiento con la paciencia de quien espera una sorpresa. La marea llegó a sus tobillos y los rodeó con burbujas y espuma. Se levantó y dirigió sus pasos al mar. Bajo la cama encontraste el veliz de mago. Lo abriste esperando encontrar blusas, ropa interior, quizás un antiguo estuche de maquillaje. Mientras el veliz rechinaba ella seguía con la mirada a las gaviotas, comenzaba a mover los labios como si inventara una nueva forma de silencio, como si deletreara tu nombre, el objeto que confirmara su existencia y que buscabas entre tu ropa, entre tus toallas, entre fotografías donde estabas solo. Encontraste una libreta cuyas hojas estaban repletas de una letra nerviosa, pequeña, que narraba las incidencias del viaje, el arribo triunfal a Puerto Esperanza. Sacaste los dibujos que hacías para matar el tiempo. El piso pronto estuvo cubierto por retratos de Adriana, algunos a color, otros a lápiz: Adriana acostada, Adriana desnuda en un diván, Adriana sentada en una fuente, con una rama en las manos; Adriana afuera de una tienda, con un perro pasando entre sus piernas. La mesa de centro quedó oculta por hojas sin orden, antiguos boletos de camión, facturas de hoteles. Tus manos encontraron un diario. Buscaste la última entrada. Comenzaste a leer: “Bajé a la recepción cargando el veliz de mago. Pregunté a la señorita por ti: ‘vine con Adriana, ésta es su maleta’ pero ella me dijo que había llegado solo, que el cuaderno de registro marcaba sólo una persona en la habitación seis. Salí a la calle. La luz del sol me deslumbró. Era la primera vez que salía de la habitación desde mi llegada a Puerto Esperanza. La busqué entre los escasos turistas que estaban en la playa. Recorrí el malecón, entré a todas las tiendas. Estuve sentado toda la tarde en la playa. Antes de regresar al hotel tomé impulso y arrojé el veliz al mar”. Ahí terminaba el diario. Volteaste la página y con pulso firme comenzaste a escribir.

alejandro_badilloAlejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc

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Posted: May 12, 2017 at 7:38 am

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