ALGO. ALGUIEN. MOMENTO. LUGAR
Lolita Bosch
Decía Virgina Wolf, o yo siempre he creído que lo dijo aunque nunca he sido capaz de encontrar la cita ni la referencia, que “una novela es algo que le ocurre a alguien, en algún momento y en algún lugar”. Es decir, un texto escrito que construye un mundo con sentido, al que se puede acceder y del que se puede salir, con códigos que nos permiten interpretarlo, habitantes verosímiles y una estricta sensación de verdad (no de realidad). Y sí, para que una novela, en efecto, ocurra, debemos planteárnosla por partes (a gajos) y tratar de lograr los cuatro objetivos: que se vea, que se entienda, que genere empatía y que se pueda interpretar. Pero para lograr estos cuatro objetivos no basta con explicar una historia, porque el relato de una historia no trae consigo la construcción de una nove
Esto no pasa.
Y nosotros sólo podemos sintetizar de este modo este lugar en el que ahora estamos: cuando escribimos no somos lectores (no vemos en el texto una historia completa y terminada) sino escritores (vemos en el texto un trabajo en construcción que se puede pensar por partes). ¿Pero somos capaces de preguntarnos estas cuatro cosas por separado? ¿De cuestionarnos lo que creemos que queremos hacer para averiguar cómo se construye el espacio que precisamos y el tema que nos importa? ¿Sabríamos pensar cómo se genera la empatía (empatía, no chantaje emocional)? ¿Cómo se alude a la condición de lo humano que hay en el lector y que será el único acceso que le permitirá interpretar un mundo con otros códigos y leyes propias? ¿Cómo hacerle para que el lector participe en la construcción del libro hasta el punto de pensar que lo está haciendo con nosotros (e incluso sin nosotros)?
(E incluso sin nosotros).
Preguntas y preguntas. Porque cuando nos sentamos a escribir, físicamente, sin este proceso previo de pensamiento y cuestionamiento literario, casi seguro estaremos dando por sentado que durante la escritura estas preguntas, y muchas otras, se contestarán solas. Que la literatura, simplemente, ocurrirá. No obstante, aprender a pensar literariamente nos sirve, no sólo para entender que el proceso literario no ocurre y ya, sino para conseguir que suceda de un modo mejor y convertir nuestra inercia y nuestra curiosidad literarias en herramientas de construcción. Útiles, que podemos utilizar mucho más allá de la escritura literaria propiamente hablando. Un modo de mirar el mundo y estar en él. Por eso es que nuestra relación con la literatura debe ser lo más subjetiva, radical y sincera posible.
Un esfuerzo de autenticidad.
Ver. Porque a diferencia de lo que ocurre en la televisión o el cine, el lector literario debe ver en la novela espacio y no escenas. Y este espacio literario no lo marcan las anécdotas sino que son los límites y las imágenes que conforman un mundo posible (no real). Algo similar a lo que ocurre en el teatro.
Entender. Las historias se ordenan casi de manera natural, con coherencia, verosimilitud y lógica. Y eso no es sólo porque la historia sea lógica en sí (un rail con el que atravesar el tiempo de nuestra novela), sino porque lo primero que pasa en la creación literaria es el tiempo y el tiempo se ordena sólo y de forma inevitable. De tal modo que está en la naturaleza de la literatura tender a una estructura (caótica, inesperada o convencional, no importa) que genererá credibilidad porque un ritmo nos hará entrar en ella lenta, pausadamente. Y eso logrará que confiemos en el texto, es decir: que nos confiemos. Como sucede con las letanías y las meditaciones, que cuando las repetimos una y otra vez tenemos la sensación de saber donde estamos.
Empatizar. “Sólo la literatura”, nos dice Houellebecq, “te puede provocar esa sensación de contactar con otra mente humana, con la integridad de esa mente, sus debilidades y grandezas, las limitaciones, las pequeñeces, las ideas fijas las creencias; con todo lo que la emociona, le interesa, le excita o le repugna. Sólo la literatura te puede permitir entrar en contacto con la mente de un muerto, de una manera más directa, más completa y más profunda de lo que lograría incluso la conversación con un amigo (…) Porque un autor es, antes que nada, un ser humano, presente en sus libros” (Sumisión, Anagrama, Barcelona 2015). Y es en efecto, gracias al extraordinario mecanismo literario de recepción, curiosidad y comprensión de un ser humano a otro, como generamos empatía con un personaje: porque el quéhacer literario rescata algo radicalmente humano que tiene que ver, de manera íntima, con todos y cada uno de nosotros. Y lo salva.
E interpretar. A menudo, cuando escribimos, omitimos ciertas cosas diciéndonos obviedades del tipo “Esto no podría pasar” o “Nadie se lo va a creer” o “Resulta demasiado fácil”. Si bien escribir es ser capaz de sembrar en el lector cualquier cosa. Generando en la escritura los códigos imprescindibles para que lector crea que es el mismo quién está deduciéndolos por su necesidad, no sólo de entender una historia, sino, y sobretodo, de entrar en un mundo: su mundo.
Un lugar en el que entra al ritmo de estos cuatro compases.
Lolita Bosch nació en Barcelona en 1970, pero vivió mucho tiempo en Albons (Baix Empordà). También ha vivido en Estados Unidos, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Ha publicado, entre otras novelas, Tres historias europeas, La persona que fuimos, La familia de mi padre o Esto que ves es un rostro, así como su antología personal de literatura mexicana Hecho en México y el ensayo narrativo Ahora, escribo. Su Twitter: @LolitaBosch
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Posted: January 2, 2017 at 1:03 am