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#ElTema o cómo convencernos de lo que ya estamos convencidos

#ElTema o cómo convencernos de lo que ya estamos convencidos

Alejandro Badillo

Propongo un experimento ocioso: preguntar en las redes sociales qué opina la gente de la contaminación ambiental. También se podría preguntar sobre la pobreza que asola al mundo o el maltrato animal. Adelanto lo que pasaría: encontraremos un rechazo contundente a la depredación de la naturaleza; también leeremos muchos comentarios indignados por la miseria y, por supuesto, la empatía sin límites ante el sufrimiento de los animales, víctimas del ser humano. Quizás habrá por ahí algún lunático que quiera la destrucción del mundo, el triunfo de los ricos y el exterminio de los animales, pero sería la excepción de la regla. Este tipo de ejercicios se realizan todo el tiempo y no sólo en forma de encuestas. Hay consensos para muchos temas, consensos que son aceptados de buena gana en la publicidad, en las series y en casi toda la avalancha de información que nos llega todos los días. Estar a favor de lo “correcto” es un deporte aleccionador que entraña pocos riesgos. Puedo escribir una columna en la que condene, en abstracto, todo tipo de violencia y generaré empatía inmediata. Todos caemos, en algún momento, en ese pensamiento colectivo bienhechor y pocas veces cuestionamos las ideas que están atrás de estas posiciones, en apariencia, irrebatibles. Esto lo entendió muy bien Jonathan Swift –el autor de Los viajes de Gulliver– que escribió un ensayo ejemplar: Una modesta proposición. En lugar de llamar a la caridad para salvar del hambre a los pobres de Irlanda, sometidos al yugo inglés, Swift propone un sistema para resolver el problema: los niños serán llevados a granjas de engorda para, posteriormente, venderlos a los ricos ingleses. Los privilegiados escogerán los mejores ejemplares para comérselos en comidas fastuosas. Mediante una argumentación empresarial, en el que se evalúan ganancias e inversión, Swift demuestra que la técnica sin la moral nos lleva a un camino peligroso. Lo que buscaba no era, en absoluto, el consenso: quería incomodar al grado de provocar repugnancia en sus lectores. Ir en contra de las buenas conciencias, hacer política desde las ideas radicales, incluso desde el humor negro, ayuda a problematizar mejor las crisis que sufre la sociedad.

Estar a favor de lo “correcto” es un deporte aleccionador que entraña pocos riesgos. Puedo escribir una columna en la que condene, en abstracto, todo tipo de violencia y generaré empatía inmediata. Todos caemos, en algún momento, en ese pensamiento colectivo bienhechor.

Uno de los ejemplos recientes de un consenso que nos convence de lo que ya estamos convencidos es “El Tema” una serie de cortos documentales que buscan hacer conciencia sobre la crisis climática. El proyecto, encabezado por el actor Gael García Bernal, se anuncia como un llamado urgente para salvar a la naturaleza y que “El Tema” de conversación pública sea, de ahora en adelante, el rescate de nuestros recursos. La serie está dividida en los capítulos: Agua, Aire, Carbón, Energía, Océanos y Alimento. Todos los cortos, de aproximadamente 12 minutos cada uno, presentan a Gael García Bernal acompañado por la lingüista Yásnaya Aguilar. Ambos visitan diferentes puntos del país para abordar las problemáticas que enfrentan y que están relacionadas con la pérdida de sus ecosistemas. Cada capítulo inicia con una toma aérea de montañas, ríos y selvas casi prístinas. Mientras transcurre la secuencia, la voz del actor mexicano nos habla de las maravillas de cada una de las regiones y la importancia del recurso que debemos defender y valorar. Este artificio recuerda un documental de largo aliento, Home, patrocinado por marcas como Gucci y Puma pertenecientes al emporio comercial del multimillonario francés François Pinault. La narrativa en ambos proyectos tiene un objetivo claro: aleccionar al espectador desde la estética de las imágenes iniciales para, posteriormente, establecer la idea de que podemos recuperar el Edén que hemos perdido. Todos los elementos están dispuestos para llegar directo a las emociones. ¿Cómo no salvar al mar si éste nos da la vida? ¿Cómo no valorar el agua si dependemos de ella? ¿Cómo no proteger los bosques y su enorme biodiversidad? Hasta ese momento el consenso es monolítico. Imposible no estar de acuerdo con el llamado, aunque, por supuesto, no nos descubra nada nuevo. Desde hace décadas se ha alertado sobre el colapso de los ecosistemas y, cotidianamente, se publican datos y más datos aterradores sobre el daño que le hacemos al planeta. Parecería que la avalancha de información tiende a insensibilizarnos. Todos sabemos que el planeta está sufriendo una crisis natural provocada por el ser humano. 

Después de la breve introducción, el presentador y su equipo se entrevistan con los luchadores sociales, analistas y víctimas de las prácticas depredadoras. Hay un poco de todo: activistas, académicos, pequeños agricultores, pescadores, extrabajadores de minas, miembros de Organizaciones No Gubernamentales. A menudo sale a relucir la condena generalizada: “la culpa es de nosotros”, “nosotros somos los que hemos hecho eso”. Este nuevo consenso es, también, imposible de rebatir. El espectador, entonces, carga su cruz emocional y empieza a recapitular en su huella de carbono, en cuántas veces usó el auto en la semana o, peor aún, si el empaque en el que pidió su comida es biodegradable. ¿Cómo no hacer ese examen de conciencia? El filósofo Timothy Morton establece una paradoja: sabemos qué hacer y, sin embargo, entendemos o presentimos que es insuficiente para enfrentar un problema tan gigantesco. Morton propone una idea más: nuestra contaminación individual es insignificante, pero se suma a una marea global que nos asfixia. Queremos marcar una diferencia, pero quizás nunca sabremos si reciclar una lata de refresco o usar la bicicleta en lugar del auto nos dirigirán a esa utopía llamada “salvación”, un término que parece anacrónico. Mientras tanto, sólo quedan herramientas, acaso rituales para no sentirnos impotentes, y en este punto es donde cobra importancia el consenso.

Algunos participantes de “El Tema” creen, fervientemente, que las leyes moldean la realidad y que son una especie de varita mágica para salvar los arrecifes o acabar con el turismo depredador en Cancún, por ejemplo. Para ellos no hay intereses económicos, relaciones de poder.

El consenso de “El Tema”, como en todos consensos que el capitalismo nos ha vendido por muchos años, es que se puede arreglar el sistema de producción y consumo con algunas prácticas responsables y una supuesta organización colectiva que, en el proyecto, está representada y liderada por especialistas independientes o adscritos a Greenpeace u Oceana. No hay necesidad de cuestionar más porque la solución está en la voluntad política y, por supuesto, en las leyes. Algunos participantes de “El Tema” creen, fervientemente, que las leyes moldean la realidad y que son una especie de varita mágica para salvar los arrecifes o acabar con el turismo depredador en Cancún, por ejemplo. Para ellos no hay intereses económicos, relaciones de poder y personas que sobreviven en el juego que les impuso el capitalismo. Los damnificados del progreso son, para Gael García Bernal y su equipo, gente que sólo sirve como modelos de una realidad que no comparten y que sólo cumplen con el papel de víctimas o rebeldes que les han impuesto de antemano.

Hay momentos en los cortos documentales que evidencian una superficialidad pasmosa. En el capítulo sobre la energía nos muestran las quejas de los habitantes de Tabasco que viven cerca de los lugares donde se extrae petróleo. La cámara nos muestra el territorio desolado de la refinería y la devastación que provoca en los alrededores. Después, a través de un especialista y siguiendo el guion del corto, establecen una relación de una ingenuidad asombrosa: quemamos petróleo para generar electricidad. Tú eres un consumidor y, si quieres –si tienes la voluntad de cambiar el mundo– puedes tener un panel fotovoltaico que te permita cubrir la demanda de energía de tu casa. Hasta aquí la idea suena bien: descentralizar la producción de electricidad que llega a nuestros hogares y gestionarla, además, comunitariamente. Pero, por desgracia, este elemento es sólo una de las demandas que cubre el petróleo. Parecería que los asesores del proyecto, entre los que se encuentra Pablo Montaño –egresado de la maestría en Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable por la University College London (UCL)– no saben que los hidrocarburos mueven el mundo y que mantienen el flujo del comercio, el transporte, la producción industrial de alimentos y materias primas fundamentales como la gran variedad de plásticos que usamos todos los días. ¿Eso se puede sustituir fácilmente? Esos dilemas quedan en el aire, porque los creadores de la serie no les interesa que el espectador cuestione, de raíz, la sociedad en la que vive, sino que se indigne sin romper la burbuja en la que se siente cómodo. La idea es pensar que, con un poco de empuje, los empresarios y políticos entenderán por fin y, quizás, emprendan una transición a las energías renovables, tecnologías que, por cierto, consumen una gran cantidad de hidrocarburos y que, a la postre, sólo pueden reemplazar entre el 20 y 30 por ciento de la energía que se consume en el mundo, según cálculos de científicos como Antonio Turiel, doctor en Física por la Universidad Autónoma de Madrid.

La idea que flota después de ver los cortos es que estamos ante una denuncia superficial que nos ayuda a sentirnos bien con nosotros mismos. Somos más los buenos y, por eso, basta la buena voluntad para lograr una diferencia sustancial sin importar la macroestructura en la que vivimos y nos movemos todos los días. “El Tema” siempre está despolitizado y sirviendo como una catarsis que evade cualquier intento de ir más allá. La lucha por la preservación del medio ambiente es la misma que hemos visto por décadas: el ser humano paga el precio por acabar con el paraíso que recibió, pero siempre se puede corregir el rumbo de último minuto. Si en los documentales de Michael Moore, por ejemplo, al menos podemos ver cómo se confronta a políticos y empresarios que están a favor de las armas o de la invasión a otros países, en “El Tema” el enemigo es un ente abstracto: en alguna toma se muestra la silueta de una fábrica de cerveza que le quita el agua a la comunidad; en el capítulo sobre el aire vemos sólo el perfil de la industria contaminante de Monterrey y la mención esporádica de FEMSA. En el tema de los alimentos se llega al extremo de pasar por alto el consumo de carne y la larga cadena extractiva que la sustenta. Se da por hecho, partiendo de los ejemplos que nos muestran los esperanzados conductores de los cortos, que todo mundo está en condiciones de cultivar la tierra para cosechar vegetales orgánicos y libres de fertilizantes. Quizás los asesores del programa ignoran que los monocultivos y la agroquímica han podido soportar, aunque sea a medias y con las crisis ya originadas por el cambio climático, a miles de millones de personas en el mundo. Dar marcha atrás, deshacerse de todo ese camino andado sin pensar en las consecuencias y, sobre todo, sin tener un plan realista, es ingenuo por no decir irresponsable. Lo orgánico y el retorno a la utopía natural son un privilegio y, con esa perspectiva, se evade sistemáticamente poner en jaque un paradigma económico que permite que unos pocos “salvadores del mundo” vivan satisfechos, en congruencia con sus principios ecologistas, mientras la mayoría no tenga la libertad mínima para escoger con qué alimentarse o dónde trabajar. En una escena tragicómica un minero se congratula de la decisión de abandonar la mina, aunque su futuro esté, con suerte, en las maquiladoras. Esa visión sombría no le interesa a Gael García Bernal porque el hombre le ayudó a demostrar su punto: la extracción de minerales es nociva y hay que terminar con esa industria. Lo demás es otra historia.

A pesar de la fama de Gael García Bernal, “El Tema” no fue tema en las redes sociales ni en la discusión pública. Después del último capítulo transmitido el 18 de mayo, la serie parece un ejercicio condescendiente entre miembros de una misma comunidad, un grupo de amigos e invitados que se hacen preguntas obvias

Adelanto una profecía para “El tema” y para otros documentales y campañas que siguen intentando convencernos de lo que ya estamos convencidos: el mensaje se diluye porque nunca nos sentimos interpelados de verdad. Nunca hay un interés por pensar más allá del molde que, precisamente, nos ha llevado a esta situación y cuyos orígenes se pueden rastrear décadas o siglos atrás. Quizás por eso, a pesar de la fama de Gael García Bernal, “El Tema” no fue tema en las redes sociales ni en la discusión pública. Después del último capítulo transmitido el 18 de mayo, la serie parece un ejercicio condescendiente entre miembros de una misma comunidad, un grupo de amigos e invitados que se hacen preguntas obvias y respuestas casi mágicas para ellas. En uno de los conversatorios posteriores a un corto, una de las participantes, experta en el llamado “desarrollo sustentable”, promovió el concepto caduco de crecimiento económico sin depredación ambiental, algo profusamente rebatido por ecologistas e investigadores de muchas universidades e institutos. Nadie la cuestionó porque, incluso esa incongruencia, forma parte del consenso del que todos ellos quieren participar. Así, de acuerdo en acuerdo, acusando cómodamente al género humano, repitiendo lo que ya sabemos, “El Tema” de Gael García Bernal contradice, en todo momento, la supuesta urgencia de su mensaje.

 

Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc

 

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Posted: June 3, 2021 at 8:00 pm

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