Essay
Nadal, el último rebelde
COLUMN/COLUMNA

Nadal, el último rebelde

Andrés Ortiz Moyano

No he jugado al tenis en toda mi vida. La verdad, nunca me ha interesado lo más mínimo. De hecho, jamás he visto un partido completo por la tele y nunca comprendí, por más que me lo hayan explicado mis desesperados amigos, su endiablado sistema de puntuación. ¿40 a 15? ¿0 a 30? ¿”Advantach”? A mí escuchar la palabra “draif” me suena a utilitario barato; y un “taibreik” a nombre de restaurante tailandés peleón.

Pero el tenis posee algo, no obstante, que en efecto le reconozco: creo que es el deporte más épico en lo que a puesta en escena se refiere. Y es que, creo, es el único deporte popular en el que se enfrentan, cara a cara, dos pistoleros bajo el sol; es un duelo de samuráis, una justa entre caballeros medievales del que sólo puede quedar uno. El cine de Sergio Leone es tenis puro; los libros de caballería medievales juegan en la ATP. En otros deportes, el individualismo, el humanismo y la genuinidad del talento se diluyen en beneficio del siempre más mediocre y cobarde grupo. Además, por si fuera poco, tampoco es posible el empate o las tablas, pues hasta que uno de los dos contendientes no hinque la rodilla, no ha final; así revientes sobre la tierra, la hierba o la pista… Cara o cruz, pulgar cesarino arriba o pulgar cesarino abajo, vives o mueres… ¡La vida misma, caramba!

Y en esa exhibición de bushido con raquetas, donde el romance se escribe a base de palazos, se alza como ningún otro héroe el coloso Rafael Nadal. Un genio, un titán, una fuerza de la naturaleza que acaba de lograr su vigesimosegundo “graneslam”, que explican los entendidos que ganar solo uno es tan prestigioso como un premio Oscar, el Mundial de Fútbol o que la declaración de la renta te salga a devolver. Pero es que Nadal, este Amadís de Gaula, suma en Roland Garros, el torneo gabacho, la friolera de 14 triunfos en 17 participaciones. Nadal, no les descubro nada nuevo, es para el mundo y en especial para cualquier español de bien (esto es, ningún nacionalista supremacista) un ejemplo y un orgullo. Pero no por sus extraordinarios números y estadísticas que lo aúpan, por qué no, al altar de los mayores y mejores deportistas de todos los tiempos. No, los torneos y los “graneslams” me importan un bledo; lo realmente bueno de este Tirante el Blanco es que es un puñetero héroe que campea victorioso, justo en la época más desapasionada, cínica, descreída y cateta de la historia de la humanidad.

De Nadal, échenle un ojo a cualquier diario digital estos días tras su proeza del otro día en París, se destacan tanto sus virtudes tenísticas como su propia personalidad. Es un tipo discreto, pero con fuerte personalidad y firmes convicciones; tan huracanado en la pista como respetuoso en cualquier declaración; educado, coherente y con una vida privada tan ejemplar que sólo sabemos de ella que su novia es la de toda la vida. ¡Maldita sea, si hasta los franceses, que detestan todo lo español, le han erigido una estatua!

Decíamos de Nadal, ese Belanís, que es el epítome del héroe tranquilo. Un arquetipo cincelado por la cultura grecolatina como el referente idóneo y necesario en cualquier tesitura; sobre el que proyectarnos a nosotros mismos y reconocer nuestras faltas o, por qué no, virtudes. Porque Nadal es creíble, es real, le puedes pellizcar y te lo crees. Quizás por ello le resulte insoportable a los infames. El chaval lleva medio cojo casi quince años y, a pesar de ello, en esta época de quejas incesantes, tuiteros barrigudos, ofendiditos de cualquier pelaje, que un ciclón humano con, literalmente, pies de barro se levante una y otra vez hasta alcanzar sus sueños es la mayor bofetada posible a los melindrosos que nos acechan a diario intentando inyectarnos su meliflua mediocridad. Nadal es un Máximo Décimo Meridio, más por su liderazgo por ejemplaridad que por su indudable analogía gladiadora; pero es que también es un doctor Rieux en el Orán apestado de Camus, por su juramento hipocrático con el esfuerzo a pesar de las numerosas y dolorosas adversidades.

Porque Nadal, ese Felixmarte, es ejemplar hasta rayar en lo aburrido por reiteración de la excelencia más que por esos chistes que nunca cuenta (aunque dicen que es un tipo bastante divertido en su esfera privada). Pero Rafael, sí, es, además del mejor tenista de todos los tiempos, uno de los últimos grandes rebeldes de nuestra era. Un rebelde, un adalid de lo underground y la contracultura por creer y desafiar con hechos, realidades y sufrimientos tantas trabas. Nadal, precisamente por sus exquisitos modales, por su falta de frivolidad, por su verdadero sentido del esfuerzo y trabajo, al final se traduce en una épica propia de los cuentos heroicos tan defenestrados hoy día.

Resultaría burda, facilona, que no mentirosa, la recurrente pretensión de querer comparar al gran Rafa con cualquier elemento de la clase política, para mayor escarnio de esta última. Su ejemplo trasciende cualquier analogía que podamos hacer con el prójimo, y es en nosotros mismos donde, quizás, encontremos el gran tesoro de su legado.

 

*Foto de Ian Gampon

 

Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de Los falsos profetasClaves de la propaganda yihadista; #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicación; Yo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy

 

 

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Posted: June 12, 2022 at 12:12 pm

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