Estar. Solo eso
Giovanna Rivero
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¿Cómo hacer silencio? Hacerlo, digo, igual que se prepara una masa de pan. Hundiendo los dedos en la harina rociada de leche, dándole forma a ese cuerpo crudo, dejándolo levantarse lentamente en su propia maceración. Hacer silencio. Hacerlo. No guardarlo, no ordenarlo, no pedirlo como si fuera el candado de una cierta complicidad. Sino hacerlo, igual que a un plato rústico de arcilla o a la planta nacida del impensable injerto. Hacerlo, sí. Crearlo como una burbuja de cristal de roca, como a los cercos que contienen una decisión tomada, como a un inquebrantable voto de amor, como a un paso que se da hacia atrás para mirar con mejor distancia el horizonte.
Me pregunto esto ante la provocadora propuesta que me exponen los algoritmos de mis redes: tu post de tal fecha alcanzó una óptima audiencia. Postea algo pronto para mantener este interés. ¿Qué peligro corro si no posteo algo pronto?, me interrogo retóricamente, pues ya sé la respuesta: la agridulce invisibilización. La indiferencia. El fresco olvido. La relativización. El modo fantasma. No obstante, adentro, en la cerrada interlocución con mi más auténtico ser, tengo una opinión para casi todo. Leo posts inteligentes y los apruebo con un like (comento muy poco); me maravilla la energía que la gente imprime, enardecida, en sus ideas, sosteniendo a veces posiciones políticas imprescindibles, denuncias de vida o muerte; reacciono ante reels que alegran mi día por su ternura o por su humor o ante fotografías de gente que en realidad no conozco pero que trazan íntimamente el genoma emocional de lo humano; me detengo en recomendaciones de libros que de vez en cuando obedezco; cuestiono mentalmente esas listas de fin de año de títulos que aspiran –demasiado frescos– a la trascendencia (ya Saturno lo dirá), en fin… podría intervenir con algo mío sobre cualquiera de estos temas. Sin embargo, un cansancio como de siglos se asienta sobre mis hombros igual que una gran estola de pájaros muertos.
Caigo, pues, en la dulce tentación del silencio.
Y sé, claro que lo sé, que estamos frente a circunstancias que exigen pronunciarse, a las que el silencio no les hace ningún bien, que deben ser dichas en el do mayor de un rugido airado. No es ese silencio indiferente sobre el que ahora reflexiono. Lo he pensado mucho. He intentado distinguir entre el deseo de apagar los murmullos y el coro político que se levanta indignado ante las injusticias para hacer de las palabras una espada invencible. Me refiero al barullo interior, al modo en que –como un terrible egregor– las voces de las redes, en su mescolanza entre necesarias e innecesarias, ingresan en la psique y se quedan allí reverberando durante horas, habilitando la penetración del mundo en el magma singularísimo de la subjetividad. Sentirse a solas, en ese sentido, parece ya un imposible. Siempre están el mundo resollando en el interior, like, no like, debes no debes, tienes no tienes, triunfo o platea, todo en una suerte sin blanca.
Estoy intelectualmente cansada, me excuso frente al espejo. Pero, me excuso ¿frente a quién?, ¿ante qué? Quizás frente a mi avatar o frente a mi vieja fotito de perfil, como si el manido “síndrome de la impostora” fuese aplicable también a la superproducción que se espera –de mí y de todos– en la fábrica de creatividades que son las redes, voluntaria esclavitud para la que el tiempo deja de ser “oro”. De hecho, imagino a un siniestro Prometeo robando el fuego de las mujeres y los hombres para dárselo a los dioses. Post(a) tras post(a), Prometeo arrebata la experiencia, el recuerdo, el eureka de un instante, y los deposita a los pies de los dioses en una ofrenda cuya única ambición no pasa por la gracia divina, sino por el espejismo de una pertenencia trascendente.
Este cansancio, sin embargo, reclama un lugar. Me pide que lo comprenda, que lo aproveche, ya que estamos (y para no abandonar esos términos tan productivos).
Es entonces que pienso que debo construir un silencio como una pájara alimentando un nido. Tengo que asentar, con sumo cuidado, gusanos nutritivos en el pico hambriento de mi silencio. Reemplazar la pulsión del decir por el tacto en los latidos del corazón.
Hace unos meses, mientras lidiaba con ciertos ataques de pánico, una amiga me aconsejó tumbar mi cuerpo sobre el piso, bocabajo, las caderas pegadas desesperadamente a lo firme, con los brazos abiertos, como abrazando el subsuelo, al mismo tiempo que de mi pecho debía brotar un sonido similar al de una colmena bajo el agua. Hice lo que pude, pues nunca he escuchado el viaje de una colmena bajo el agua. Mi garganta se dio modos de liberar, en ese sonido sin lenguaje, la pretendida lógica de mis miedos. Su consejo fue funcionando. El abrazo que el suelo y yo nos dábamos en los momentos de crisis no tenía precio. Era la Tierra diciéndome: aquí estoy.
Traigo a cuento esto porque creo que ahora ese vínculo con lo complejamente orgánico me exige hacer del silencio también una entidad orgánica. Ensayo claves: darme un break de Facebook, de IG, del turisteo por las redes; meditar en las mañanitas; escuchar mantras vedas; mirar el cielo por las noches; rezarle a la Virgen de Guadalupe o de Cotoca; cultivar una plantita que sea exigente con las intensidades de la luz solar; practicar poses tántricas; masticar la comida un millón de veces… y así… Todo esto sirve, es cierto, pero llego a la conclusión de que el silencio que busco demanda expresarse como un acto consciente, no solamente sensible o sensual, no únicamente para esa suerte de hedonismo del alma, sino como actitud política, si se quiere.
A punto de enredarme, me arriesgo: el silencio que busco y que me pide anidar en mi subjetividad, por lo menos por un tiempo, por lo menos mientras este pico de conciencia está en acción, es el que disuelve sus posturas y opiniones a la primera provocación. No puedo ni quiero tener una opinión para todo. Las ventanas del mundo que se abren indiscriminada y tumultuosamente en Facebook o X me arrojan su hálito –a veces grácil, a veces nauseabundo de tanta autocomplaciente ideología–; esas ventanas, digo, no necesitan de mi compulsiva respuesta para permanecer abiertas como vitrinas de circunstancias. Al despertar, seguirán allí. Es mi determinación, pues, disolver mi reacción, reservar mi energía, potenciar esta contención, leer, mirar, admirar, apartando como a un susurrante moscardón verde el tic de mi propio juicio. En el hueco que deja ese lugar reactivo, determino disfrutar del estar, como cuando tumbaba mi cuerpo en el piso, con el oído humildemente pegado a la Tierra para escuchar la diástole y la sístole de lo que hay más allá, en el fondo. Eso. Solo eso. Tal vez, en ocasiones, importe más “estar” que “ser”, me aventuro. Y sí, en estos tiempos, estar plenamente es toda una tarea. Ojalá lo consiga.
*Foto de Kristina Flour en Unsplash
Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/
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Posted: January 11, 2025 at 8:43 am