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High-Rise: La distopía como farsa estilizada

High-Rise: La distopía como farsa estilizada

Miguel Durán

En los años sesenta John B. Calhoun, investigador del National Institute of Mental Health en Bethesda, Maryland, llevó a cabo un experimento en el cual una población de ratas era mantenida con todas sus necesidades satisfechas, exceptuando la de un mínimo espacio vital. Conforme los roedores se multiplicaban hasta llegar al hacinamiento, surgieron una serie de conductas aberrantes y destructivas que culminaron en la extinción de la comunidad.

Aunque el escritor británico J.G. Ballard (Shanghai, 1930 – Londres, 2009) no menciona este experimento como antecedente de su inquietante novela de 1975 High-Rise (Rascacielos), es muy probable que haya leído sobre el caso. Como otros estudios de la época, el de Calhoun apunta a un futuro caótico y siniestro para la humanidad o, en otras palabras, el contexto ideal para alimentar la ficción especulativa y distópica de autores como Anthony Burgess, Philip K. Dick, William Gibson o el propio Ballard.

La Arquitectura brutalista es otro elemento de la época que sin duda influyó en la concepción de la novela de Ballard. No resulta difícil imaginar aquellos colosales edificios monolíticos de concreto como arquetipos de una metrópoli totalitaria y deshumanizada, recintos perfectamente conducentes a la alienación de sus moradores. En High-Rise, el “descenso hacia la locura” es gradual y casi imperceptible. Primero suceden algunos incidentes relativamente típicos de la vida urbana en una comunidad cerrada. Fallas ocasionales en el suministro eléctrico sirven de preludio al caos que vendrá: descomposturas cada vez más frecuentes de los ascensores, basura acumulándose en las escaleras y los pasillos del edificio, una alberca cada vez más inmunda en la que comienzan a generarse escaramuzas similares a las que tienen lugar entre los animales que buscan acercarse a un pozo de agua de la sabana africana. En unas cuantas páginas la anarquía y la violencia se adueñan del edificio; el rascacielos impone su lógica infernal a sus habitantes,* quienes cederán a sus instintos y necesidades, por torcidas o aberrantes que sean, hasta que la cordura y el orden queden relegados de manera total.

El director británico Ben Wheatley (Billericay, Essex, 1972), responsable de cintas como Kill List y A Field in England, aborda de manera relativamente fiel la novela de Ballard, respetando su trama, tan sencilla como infernal. No obstante, su película, de manera desafortunada, no está a la altura del libro. El problema no radica en la adaptación de la guionista Amy Jump (colaboradora habitual de Wheatley en sus cintas anteriores), sino en la pérdida insalvable de ideas, temas y perspectivas que tiene lugar en el tránsito de la página a la pantalla y que hizo que, por años, muchos consideraran esta obra como “infilmable”.

Lejos de resultar plausible, la transmutación del médico Robert Laing y sus muy refinados vecinos del rascacielos raya en lo inverosímil y se aproxima más a lo absurdo que a lo apocalíptico en la cinta de Wheatley, quien se sitúa en un listado de realizadores dotados de un incuestionable talento visual, pero con una endeble técnica narrativa. El casting es adecuado, sin duda: Tom Hiddleston personifica de manera precisa a Laing y Jeremy Irons como Anthony Royal, el arquitecto del edificio, entrega una actuación sombría y efectiva. El principal defecto es que la sensación de amenaza y el horror subyacente de la novela se diluyen en su adaptación hasta apenas provocar una vaga impresión en el espectador, apenas un ligero sobresalto.

High-Rise, la película, no es una desaforada alegoría distópica como el libro del cual se origina sino una farsa impactante y novedosa en cuanto a su cinematografía, pero carente de la combinación esencial de ritmo efectivo y cohesión argumental que logren cautivar y motivar a la reflexión. Por momentos uno sólo contempla la película, fascinado por el despliegue de imágenes y sonidos; la banda sonora de Clint Mansell contribuye en buena medida al efecto, y mención especial merece la inclusión en una secuencia de la angustiante versión que hace Portishead de “SOS” de ABBA. Pero son efímeros episodios que apenas perturban de manera moderada. En realidad, a la larga nos es indiferente la suerte de Laing, Royal, y el puñado de grotescos inquilinos que arman sus clanes en esta nueva y claustrofóbica colectividad vertical.High-Rise-3

Otro punto importante es que la novela fue escrita durante la Guerra Fría, una época en la cual el tenso clima sociopolítico nutría el nihilismo, la zozobra y la paranoia características de la ciencia ficción. Situar la cinta en un pasado cercano, difuso y enigmático (la década de los setenta, con ciertos rasgos desconcertantes y exagerados), es un giro interesante de su director, pero el efecto resulta menos intenso en este contexto que en el de la obra original.

High-Rise logra impactar por momentos, pero considerada en su totalidad resulta una cinta más bien tediosa, un esfuerzo fallido de trasladar a la pantalla una de las novelas de culto más originales dentro del género de la ciencia ficción. La vistosa propuesta de Wheatley quizá genere un puñado de adeptos, pero su mayor logro sería acercar a nuevos lectores a la notable narrativa de J.G. Ballard, un autor tan rapsódico como brutal cuya visión, ferozmente original y cautivante, merecería mejores adaptaciones cinematográficas que las que se le han tributado hasta hoy.

Las metáforas y descripciones de carácter biológico en las cuales el edificio se presenta como un ente con un pulso y una conciencia abundan en la novela, pero no todas se reflejan en su adaptación, una falla lamentable, pues nos quedamos sin muchos pasajes memorables.

High-Rise. Reino Unido / Irlanda, 2015. Director: Ben Wheatley. Guión: Amy Jump / J.G. Ballard (novela). Reparto: Tom Hiddleston, Jeremy Irons, Sienna Miller. Color, 119 minutos.

MIguel DuranMiguel Durán es escritor y crítico de cine


Posted: May 31, 2016 at 10:33 pm

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