La imposibilidad de escribir
Ricardo López Si
No, nunca escribió nada sobre París.
Nada del París que le interesaba.
Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?
Las nieves del Kilimanjaro
En París no se acaba nunca, una extravagante mezcla de autobiografía, ficción y ensayo inspirada en el último capítulo de París era una fiesta y la devoción por la vida bohemia de Ernest Hemingway, Enrique Vila-Matas reflexiona, entre muchas otras cosas, sobre la elipsis empleada por el famoso escritor como recurso narrativo en el relato Las nieves del Kilimanjaro, pero también sobre la manera de abordar la cumbre nevada de esa montaña mítica como metáfora de la muerte definitiva, perpetua. En dicho relato, Harry, un escritor que ha sido herido durante un viaje de cacería en África, se encuentra postrado con una pierna gangrenada en un campamento a los pies del Kilimanjaro, en Tanzania, sin otro faro de esperanza que no sea el resplandor de la llanura, al tiempo que le sobrevienen varios recuerdos febriles sobre sus viajes, memorias de guerra y su infecunda vida en París.
Pese a que al propio Hemingway manifestó su repudio ante la adaptación para el cine de Henry King, al sumergirse en la historia cuesta no pensar en un convaleciente Gregory Peck, acechado por los buitres e intimidado por el merodeo de una hiena, bajo los cuidados de Susan Hayward, incapaz de olvidar al personaje encarnado por la indómita Ava Gardner. El escritor no tuvo reparo en despotricar contra el montaje de King y decir que Ava había sido lo único rescatable de la cinta, junto con la hiena. Tiempo después, ambos estrecharían lazos de manera insospechada debido al romance que la actriz sostuvo con el torero Luis Miguel Dominguín —uno de los grandes confidentes de Hemingway durante su estadía en España—, después de su separación de Frank Sinatra. Al grado de que Hemingway le pediría una de las piedras del riñón que había expulsado tras padecer un cólico nefrítico para usarla de amuleto colgado al cuello.
El caso es que tanto en el celebrado relato de ficción como en la fallida cinta se alude a la montaña sagrada africana —«la Casa de Dios», según la cultura masai— como una suerte de espejo para mirarse cara a cara con la muerte; una muerte que, como las nieves del Kilimanjaro, aguarda siempre ahí, «intocable, —dice Vila-Matas— deliciosamente fría y estable». Aunque al final, no se trata sólo de una aproximación resignada y pasiva frente a la muerte, sino más bien de un feroz manifiesto sobre el oficio de escribir; o mejor dicho, sobre la imposibilidad de escribir. El protagonista, delirante, lamenta cada día que pasó sin escribir, absorto en una burbuja de falsa invulnerabilidad que reblandecía su voluntad de trabajo; una voluntad, en otro tiempo, inquebrantable. Es precisamente ahí donde el relato encuentra su punto culminante, puesto que alude a un supuesto acto de redención que nunca termina por consumarse, y que consiste en eliminar toda la grasa de su espíritu, como si se tratase de un boxeador que entrena bajo condiciones extremas para quemar la grasa de su cuerpo. El volver a África, de cacería, con las mínimas comodidades posibles y una mujer a la que estaba lejos de amar, era una manera de empezar de nuevo, de reconciliarse con el oficio, de sacudirse la grasa espiritual. Mucho tiempo antes, Gustave Flaubert, el origen de la novela moderna, condensó la idea en una frase lapidaria: «Usted pintará el vino, el amor, las mujeres, la guerra, con la condición, querido amigo, de que usted no sea un borracho, un Don Juan, o un soldado de las trincheras, un marido».
Pensemos que nos situamos ante un escritor impasible, que ha postergado su obra como quien reserva sus fuerzas para un estallido emocional. Que se lamenta por no haber escrito las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia suficiente para escribirlas, evitando a toda costa ser testigo del fracaso que suponía intentarlo. Al punto de dotarlas de un carácter inalcanzable, como cosas que en realidad nunca hubiese podido escribir, incluso de habérselo propuesto. Pero no es lo mismo reprocharse la falta de talento que la falta de convicción. La primera deviene una melancolía que desmoraliza; la segunda, que inmoviliza. «¿Qué es mi talento, a fin de cuentas? —se pregunta el protagonista— Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático “lo que podría hacer”. Por otra parte, he preferido vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma.» Quizá se trate de uno de los pasajes donde más se puede palpar y tangibilizar el desencanto, puesto que hablamos de un escritor estéril, al que le fastidian las cosas que se prolongan, «porque cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido».
Hay elementos para concluir que Ernest Hemingway aborreció el papel de Gregory Peck por el simple hecho de haber sido bendecido con una segunda oportunidad, a diferencia del relato escrito, donde el extraño gemido de la hiena no es más que el advenimiento de la muerte rotunda, irreparable. No olvidemos que, además, Las nieves del Kilimanjaro tiene una carga eminente autobiográfica, colmada de simbolismos. Lo único comprobable en todo caso es el hecho de que escribir, a la luz de los acontecimientos, es algo parecido a mantenerse imperturbable frente a los buitres y el sollozo de las hienas, sacudirse la grasa del espíritu y, por encima de todo, sobrevivir para contarlo.
Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi
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Posted: May 26, 2021 at 8:51 pm