México somos todos
Rogelio García-Contreras
Tras vivir una serie de crisis económicas que han devastado el poder adquisitivo de la población en cuestión de 30 años, México se aproxima a la celebración de su bicentenario con más dudas que certezas. Lejos de resolver el asunto de la pobreza, problema que le acompaña desde su fundación, México lo ha hecho crónico. Las crisis económicas de los últimos años, resultado de una pésima administracion de nuestra riqueza y de una serie de modelos económicos que han dado prioridad a los intereses de una elite pudiente pero poco solidaria, se han intensifi cado con las necesidades de una población que sigue creciendo de manera preocupante. La actual crisis económica sólo es un aspecto de una crisis social mucho más profunda. La ausencia de confi anza en las instituciones, la presencia de autoridades corruptas y corruptoras, un nivel educativo y un índice de desarrollo similar al de la media mundial, la ausencia de un sector empresarial comprometido con el país, las demandas más bien desesperadas y violentas de los sectores más empobrecidos de la población, la limitada presencia de una intelectualidad seria y pensante, el éxodo masivo de nuestros emprendedores al país del norte, la inseguridad que ha secuestrado a la ciudadanía, la crisis moral infringida por una corrupción rampanate que lo mismo amordaza periodistas que manipula elecciones, y una guerra contra el narcotráfi co que amenaza con pulverizar la frágil integridad de nuestras instituciones políticas y jurídicas, hacen que este bicentenario no represente una ocasión para celebrar, sino más bien –y en el mejor de los casos– una oportunidad para refundar al país.
Este ensayo no pretende ser una recopilación histórica y tampoco un análisis político. Las observaciones que en él hago, no las realizo desde mi profesión sino desde mi condición de ciudadano, afectado y preocupado por lo que pasa en mi país. Las dudas que me asaltan son por ende las que asaltan a muchos otros mexicanos de mi generación. La generación de la crisis ya que, despues de todo, nací en 1971. Como a la mayoría de mis compatriotas, con los que a menudo converso sobre este lugar común que llamamos México, a mí tambien me gustaría tener un país muy distinto al de hoy. Dispuestos estamos en reconstruirlo pero a menudo nos abruma la magnitud de la empresa. Claudicar, sin embargo, sería rendirnos. Con la llegada del bicentenario se abre ante nosotros un parteaguas histórico que exige, por el bien de todos, resolver estos asuntos de manera pacífica. Tenemos con qué hacerlo, carecemos sin embargo de la fe y de la convicción de poder hacerlo, pero no podría ser de otra manera: después de todo, somos mexicanos. Aún abrumados por la duda es menester intentarlo. En un descuido y con un poco de suerte, puede que nuestro amor por México termine siendo suficiente para compensar nuestra falta de confianza en su futuro.
Para comenzar, como muchos, yo también me cuento entre aquellos que simplemente no creemos ni en nuestras instituciones ni en nuestra perversamente llamada “clase política”. Y mi razón es muy sencilla: la gran mayoría de políticos (y yo diría, un 99% de aquellos que además ostentan el gentilicio mexicano) han hecho de una viciada labor política, lo mismo su modus vivendi que su modus operandi. No obstante, lo viciado de la práctica no es exclusivo de lo que hoy entendemos por políticos, sino de la población en general. En otras palabras, todos los mexicanos somos responsables de las calamidades que aquejan a México. Todos los géneros de la mexicanidad: ciudadanos, gobernantes y neutros, hemos pecado –para ponerlo en términos familiarmente católicos– de pensamiento, palabra y lo que es peor, de obra y omisión. Cuando se trata de proteger lo que asumimos nuestro (nuestra propiedad e integridad privada, mucha o poca, merecida o no) nos empeñamos en “hacer lo que sea necesario”, sin importar que muchas veces ese necesario quehacer pudiese ir en contra de principios éticos fundamentales. A la mayoría de los mexicanos, el miedo, la pasividad, la indiferencia, el egoísmo o la ignorancia nos condenan a vivir una vida de metódica autocompasión en la que la culpa o responsabilidad siempre es del otro, del gobernante, del transa, del corrupto, sin darnos cuenta que la corrupción, la transa y el engaño son nuestras condiciones más democráticas: todos las hacemos y/o padecemos.
Este círculo vicioso tiene su origen, como insinúa Octavio Paz, en una negación crónica de la responsabilidad cívica y moral. El mexicano no es el único animal político que padece de tal enfermedad, pero sí es uno de los pacientes más graves. El resultado es que en México, como decía Monsiváis, el espacio público y el sentido de comunidad brillan por su ausencia. Todos omitimos actuar en pro de la comunidad, no sólo porque no queremos tener vela en el entierro, sino porque el entierro es de un difunto que nunca conocimos.
Para complicar la situación, la mexicana es una sociedad paternalista. Los mexicanos queremos o esperamos que todo se haga por nosotros, y en gran medida este todo se adjudica a los políticos en calidad de responsabilidad irrestricta. Así, el mexicano espera del presidente, quien en otros tiempos fuera emperador, quien fuera Virrey, quien fuera Tlatoani, la solución de todos sus males y problemas. No obstante, resulta iluso y hasta inocente de nuestra parte, esperar que alguien que ha crecido y respirado el espíritu de gandallismo y corrupción que se vive en México, llegue a luchar incondicionalmente por el bien común, cuando asume, por mera ambición personal –como es el caso en la mayoría de las ocasiones– algún cargo público.
Desafortunadamente, en México todos los puestos de servidores públicos, desde el policía que organiza (es un decir) el tráfico en la esquina de Viaducto e Insurgentes, hasta el presidente que gobierna (es un decir) el destino del país, pasando por el burócrata que trabaja (es un decir) sacando copias en Hacienda, o el diputado que defiende (es un decir) los intereses de la comunidad a la cual representa, se han convertido en cargos al servicio del bienestar individual. El puesto público, como muchos de los trabajos que existen en la sociedad, ha sido reducido a un mero medio de subsistencia económica y práctica por costumbre, a un modus vivendi y operandi que descubre, a través de la mexicanísima analogía de “el hueso” su pobreza política, para relacionarse con la acción instintiva de “roer” –hasta donde se pueda– con el propósito de obtener el máximo provecho personal… Dicho en lenguaje coloquial: “yo chingo, tú chingas, todos chingamos”.
Lo patético es que para algunos de nuestros “servidores públicos” más destacados y tinterillos que les acompañan, el provecho personal no parece tener límites. La vida de estos individuos circula, ha circulado y circulará alrededor de una maximización de su bienestar personal, asumido burdamente por ellos mismos como una amplia capacidad económica y una presencia casi omnipotente. Lo triste del caso no es que esta clase de gente exista en nuestro país. Este tipo de sujetos (si es que puede haber un sujeto sin su objeto) siempre han existido y siempre existirán. Lo triste del caso son los actos de obra u omisión perpetrados por una sociedad civil que, desde un papel asignado por el discurso de poder que ella misma ha generado, no sólo acepta sino también reproduce los patrones de conducta que fomentan y permiten la existencia de pobres políticos –que no políticos pobres. Políticos que, después, terminan por convertirse en las personificaciones más vulgares y coloquiales de todos los males de nuestra sociedad.
Así pues, decir por ejemplo que el asunto de la seguridad pública no se debe politizar, es decir una incongruencia tan grande como afirmar que el PRI –que ahora predica desde la oposición dándose baños de pureza– es un nuevo partido, distinto en forma y fondo al PRI que gobernaba hace apenas unos años. Y es incongruente no sólo por lo que antes comenté –su evidente empeño en separar la moral de la política– sino por el más recien- te y cínico intento por parte de casi toda nuestra clase política y algunos “distinguidos” ciudadanos de honor (dudoso), de observar la legalidad o apelar a ésta con absoluta discreción y según convenga.
El asunto de la seguridad en las calles, tanto como el de la reforma política o energética, el problema magisterial, la guerra contra el narcotráfico, o el caos social e institucional que hoy se vive en el país, son asuntos tan públicos y políticos, como público y político resulta que alguien se pase un alto. Tratar de enviar el mensaje de que estos asuntos no tienen nada que ver con una contienda partidista o un despliegue de caprichos personales es hacernos que la virgen nos habla; es desviar la opinión pública (ya de por sí ignorante e ingenua) de una serie de asuntos sumamente delicados que merecen acciones comprometidas, así como debates (contiendas) partidistas inteligentes, que resulten en acciones responsables, serias y eficientes.
Sobra decir que en mi opinión, nuestros partidos y políticos siguen dejando mucho qué desear cuando se trata de discutir los verdaderos problemas que aquejan al país de una manera abierta, transparente y democráticamente responsable. Los constantes desplantes y arrebatos de nuestra “clase política” son apenas una pequeña muestra de la triste y por triste, patética inmadurez política del mexicano en general. Pero lo peor no es eso. Lo peor –me parece– es que las grandes deficiencias que caracterizan a las confrontaciones políticas que a diario se registran en el país (léase, a nivel de la mentada “clase política”), en muchos casos no se dan así por mera ignorancia, inmadurez o desconocimiento, sino por mera conveniencia. En otras palabras, creo que la mayoría de los jalones, empujones, atropellos, mezquindades, marrullerías y demás dimes y diretes de los que los ciudadanos decentes y de bien hemos sido testigos durante los últimos años, no son producto de una conciencia crítica que tenga como objetivo final el construir una opción válida y sustentada para la solución o erradicación de algún asunto en específico, sino más bien se trata de un premeditado compromiso caciquil o partidista, que responde servil y trágicamente, a los intereses específicos de grupos dominantes o “líderes” en turno, de características mesiánicas o no.
Comprometer nuestra integridad ética e individual a cambio de una efímera posición social o económica tiene repercusiones mucho más graves y serias de las que nosotros mismos queremos o nos gustaría reconocer, no sólo a nivel individual, sino también a nivel de nuestras familias y de la sociedad en general. Venderle nuestra alma al diablo por dinero y poder es vendérsela muy barato. La grandeza del verdadero político no sólo radica en su honesta convicción de lucha por el bien común, sino en la integridad íntima y consciente de los valores más sublimes de nuestra condición humana. A veces no se puede cambiar el mundo, pero sí se puede ser un hombre justo, valiente y honesto con capacidad de afectarlo.
Por el bien de México, ojalá que la convicción política de diputados, senadores, líderes partidistas, miembros de futuros gabinetes y demás burócratas constitucionales, pero sobre todo, ojalá que la convicción política de sus ciudadanos comience a parecerse más a la de Walesa, Mandela, Gandhi o King, que a la de cientos y cientos de innombrables políticos y ciudadanos mexicanos que lo mismo son incómodos que corruptos, cínicos que rateros. Después de todo, como dijo Sócrates y como luego lo confirmaron Gandhi, Walesa, Mandela o King, “padecer injusticia es mucho mejor que provocarla”. En este sentido, todos somos México.
Posted: April 22, 2012 at 4:58 pm