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Fisiología del mal: el cáncer Como tener una víbora en casa

Fisiología del mal: el cáncer Como tener una víbora en casa

Ruy Pérez Tamayo

Cuando yo era estudiante de medicina (hace unos 50 años), en el público prevalecía la idea de que el diagnóstico de cáncer era igual a muerte. Esta idea no se había desarrollado en forma gratuita, sino que había surgido de la observación frecuente del pésimo pronóstico de la mayoría de los sujetos diagnosticados como afectados por algún tipo de cáncer, que por otro lado, se explotaba en esa forma en los medios de información y en la literatura romántica de esos tiempos. El carácter del círculo vicioso de la relación cáncer = muerte se pasaba por alto, a pesar de que nuestros profesores nos enseñaban entonces que uno de los signos clásicos del cáncer era el adelgazamiento extremo y el tinte pajizo de la piel (llamados “caquexia cancerosa”), que ciertamente se presentaban en los estadios terminales de la enfermedad. Pero los muchos otros casos de cáncer que no habían llegado a esos extremos tan avanzados del padecimiento no mostraban ni pérdida de peso ni tinte pajizo de la piel; no se diagnosticaban como tales y por lo tanto no contribuían a moderar la idea de cáncer = muerte.

A lo largo de los años he sido testigo de los extraordinarios avances en el diagnóstico, en el tratamiento y en el pronóstico de muchos tipos distintos de cánceres, lo que me ha convencido de la enorme falsedad que encierra la igualdad cáncer = muerte, pero al mismo tiempo he observado que la mencionada igualdad no ha perdido ni un ápice de su aceptación y de su influencia en el público en general ni en los medios de comunicación.

En el seno de casi cualquier familia, cuando se dice “…el abuelo tiene cáncer…” la reacción es de una tragedia inevitable y a corto plazo, cuando lo que puede ser es que el abuelo vaya a ver al médico, éste le extirpe (con anestesia local) su pequeño cáncer de la piel, y el abuelo regrese a casa por su propio pie y comiéndose un helado de vainilla, completamente curado. O bien, si no es un cáncer de la piel sino uno de próstata (que también es común en los abuelos), lo más probable es que con una operación muy sencilla el abuelo quede curado y no vuelva a tener molestias de su cáncer en el resto de su existencia.

Los tratamientos para muchos tumores han avanzado en forma espléndida, al grado de que cánceres que hace 50 años mataban a cerca del 90% de los pacientes diagnosticados, actualmente tienen 90% de curaciones. Este es el caso de ciertos tipos de leucemia en los niños y algunas variedades de linfomas, algunos tumores testiculares y una de las neoplasias más agresivas de la mujer, conocida con el escalofriante nombre de coriocarcinoma. En todos estos casos los avances en el diagnóstico precoz y en el tratamiento (casi siempre quimioterapia) han cambiado radicalmente el pronóstico, que antes era sombrío y justificaba la igualdad cáncer = muerte, pero ahora es excelente y la descalifica por completo. Todavía quedan algunos cánceres, por fortuna cada vez menos, para los que los tratamientos no han logrado mejorar en forma tan dramática el pronóstico, pero la visión general del campo de la oncología en los últimos 30 años apoya una actitud positiva y optimista.

Hace algunos años me tocó ver en consulta a una joven pareja de clase media elevada (él, ingeniero civil; ella, diseñadora profesional) que deseaba otra opinión sobre un cáncer que le habían diagnosticado al marido en un ganglio linfático que le había crecido en el cuello y se lo habían extirpado. La pareja estaba muy preocupada, entre otras cosas, porque su médico les había aconsejado que se abstuvieran de iniciar tratamiento mientras el paciente no mostrara síntomas, en vista de que esa variedad de cáncer era de evolución muy lenta y podía vivir una vida normal durante varios o hasta muchos años.

Examiné las láminas histológicas del ganglio extirpado y estuve de acuerdo con el diagnóstico de mi colega, así como con su recomendación de que no se diera ningún tratamiento y simplemente se vigilara al paciente con visitas periódicas a su médico. Pero ella ya estaba preparada para mi sugerencia, y me dijo: “pero doctor, ustedes siempre están diciendo que en caso de cáncer lo mejor es hacer el diagnóstico lo más temprano que sea posible, porque entonces los tratamientos tienen los mejores resultados. En el caso de mi esposo, eso es precisamente lo que ha ocurrido: el diagnóstico se ha hecho cuando el tumor apenas empieza, todavía no da síntomas; ahora es cuando sería más oportuno atacarlo con todas las armas que posee la medicina para este tipo de tumores, porque ahora estamos en el momento para alcanzar una curación completa…”

De nada sirvieron mis argumentos, esgrimiendo la historia natural y las características peculiares de esa variedad de tumor (era un linfoma folicular de linfocitos pequeños), así como mi advertencia de que las generalidades que sostenemos los médicos como válidas siempre están plagadas de excepciones y de salvedades, y de que debemos manejar al paciente en particular y no seguir algoritmos sin tomar en cuenta sus características peculiares. En su angustia, hubo un momento en que la señora me dijo: “doctor, es que usted nos condena a vivir como si tuviéramos una víbora escondida en la casa. Sabemos que está ahí, en alguna parte, y que el día menos esperado va a saltar y a mordernos, y entonces quizá ya sea muy tarde para protegernos. ¿Por qué, si ya sabemos que la víbora existe, si ya hasta conocemos su nombre, por qué no la atacamos nosotros primero, ahora que todavía no nos ha hecho daño? ¿Por qué tenemos que esperar hasta que nos muerda? Doctor, póngase usted en nuestro lugar…”

Era obvio que ni mi colega ni yo la habíamos convencido con nuestros argumentos de que el tratamiento en esa etapa de la enfermedad no tenía sentido porque no había nada que tratar, y que ella y su esposo iban a seguir viendo médicos hasta que encontraran a uno que accediera a darle tratamiento. Entonces le dije: “Señora, todos nosotros, los pacientes y los médicos, los enfermos y los sanos, vivimos con una víbora escondida en la casa, que finalmente un día salta, nos muerde y nos mata. Usted y su esposo son afortunados porque ya conocen el nombre de una de esas víboras, pero le aseguro que esa no es de peligro, por lo menos no ahora. No sienta que el diagnóstico de la enfermedad de su esposo los coloca a ustedes en una situación muy distinta a aquella en la que estamos todos los demás seres vivos. Le aseguro que ustedes están en muy numerosa compañía”. No los volví a ver. Espero que se encuentren bien y que se hayan acostumbrado a vivir en compañía de su víbora conocida, que en el fondo no era realmente de peligro.

La mitología del cáncer es inmensa y se alimenta con toda clase de anécdotas, de consejas y de chismes. La morbosidad natural del ser humano contribuye también a ella, así como la tendencia al drama (o más bien, al melodrama) que tenemos muchos de nosotros. Ello ha determinado que, a pesar de los muchos adelantos en el diagnóstico, y especialmente en el tratamiento, de los cánceres en los últimos 30 años, la igualdad cáncer = muerte se siga considerando como inevitable por buena parte del público en general y por los medios de comunicación. Pero si bien en otros tiempos tal igualdad era defendible, ahora ya no es así: los avances en la medicina la han cancelado y hoy el diagnóstico de cáncer en general no es ni más ni menos grave que el de otras enfermedades que afectan al ser humano.


Posted: April 12, 2012 at 8:45 pm

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