Essay
Entre un megáfono y el silencio

Entre un megáfono y el silencio

Efraín Villanueva

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En este inusual verano lluvioso, las nubes abren un tragaluz temporal que aprovechamos para almorzar al aire libre. Sabeth (mi esposa), dos de sus amigas y el novio de una de ellas se apresuran a refugiarse en la parte de la mesa bajo la sombra. X, estadounidense, esposo de una de ellas, anuncia, con vigor, que le encanta el sol y se apropia de una de las bancas desprotegidas. Una tercera amiga y yo compartimos una banca divida entre el sol y la sombra; me propone tomar turnos para reducir la exposición al sol. En broma, rechazo su sugerencia.

–Tú no necesitas tanta sombra como yo –propone.

–¡Eso es racista! –“grita” Sabeth, en broma. Yo asiento. Otros sonríen.

–No fue eso lo que quise decir… –se excusa confundida, apenada.

–No lo dijiste –continúo el chiste–, pero sabemos lo que estabas pensando. Que mi piel oscura me hace inmune a los dañinos rayos ultravioletas.

–Bueno… es decir, te demoras menos en quemarte, ¿no? –responde curiosa.

–No sé, no soy médico. Pero aun si fuese así, tú ya estás usando bloqueador, ¿no? –concluyo con una sonrisa.

Me mira con ojos reflexivos, se disculpa. Carcajeo y manoteo al aire indicándole que no es necesario. Quiero recordarle el humor negro que Sabeth y yo compartimos, pero X me interrumpe:

–No ha pasado nada. Puedes hacer chistes racistas, todo el mundo debería poder hacerlos.

Todas las miradas se enfocan en X.

–No todo chiste racista es racista –sentencia con voz decisiva que acalla por un par de segundos para que sus palabras habiten el aire a nuestro alrededor. Continúa:

–Decir que los japoneses son buenos en matemáticas es un buen chiste racista, por ejemplo.

Sonrío mientras pienso en mi réplica. En cuanto abro la boca X me interrumpe:

–Veo que te he puesto a pensar. Te he convencido, ¿cierto?

¿Cómo puede creer que me está convenciendo si se ha limitado a mencionar un ejemplo, no un argumento? Si no me hubiese interrumpido, le habría ofrecido mi opinión: que la simbiosis entre la libertad de expresión y el humor, y los límites de ambos, es un tema sobre el que me he informado y me entusiasma la posibilidad de intercambiar ideas. Intento de nuevo: le digo que alabar a los japoneses por sus habilidades matemáticas es tomar un estereotipo… me interrumpe:

–No todo chiste racista es racista –insiste con vehemencia.

Si no me hubiese interrumpido, le habría ofrecido mi opinión: que lo suyo es una mera observación (¿o dónde está la gracia de su “chiste”?) de un estereotipo. Que una generalización, un prejuicio, ciertamente puede ser molesta, problemática y ofensiva –para un japonés que, por ejemplo, no cumpla con las expectativas que otros tienen de él. Que los prejuicios, como lo señala Robin DiAngelo en White Fragility, son humanos e inevitables y que es cómo actuamos como individuos o sociedad, a partir de estos prejuicios, lo que define si estamos cometiendo un acto discriminatorio o racista. Que más allá de reclamar la posibilidad de burlarnos de otros grupos (especialmente de aquellos de los que poco o nada sabemos), siento que el verdadero valor del tema está en la oportunidad de reflexionar sobre los daños que los prejuicios tienen en la vida real si los repetimos como loros. Creyendo que de esta forma no me interrumpirá, levanto mi mano cual estudiante deseoso de participar en clase. X imita mi gesto y me otorga un permiso diferente:

–Tú, por ejemplo, podrías hacer chistes sobre nazis y la Segunda Guerra Mundial.

En los ojos torcidos de la esposa de X interpreto un “ya empezó”. Esta, y la postura incómoda de Sabeth, son la única respuesta de los alemanes en la mesa. Miro de reojo al novio de una de las amigas de Sabeth: es judío y en el pasado hemos compartido experiencias y opiniones sobre racismo y antisemitismo; permanece callado. Anticipo que estoy solo en mi intento y me desalienta que X solo esté interesado en ofrecer un monólogo. Siempre he asumido que no sé cómo funciona el mundo y me mueve la curiosidad por examinarlo e intentar entenderlo, pero también reconocer cómo otros lo entienden. Eso, un diálogo, es lo que me gustaría en este instante.

En un intento de empezar una conversación adulta y permitirme un espacio dentro de ella, le respondo lo primero que se me viene a la mente: que yo sí podría hacer chistes sobre nazis, pero no delante (señalo a los alemanes) de ellos [una deferencia que la mitad de los amigos de Sabeth no ha tenido conmigo en el pasado]. Sin embargo, un chiste sobre… me interrumpe.

–Delante de ellos o de quien sea –asevera.

Me gustaría saber qué pensaría de esta afirmación el abuelo de Sabeth. Un veterano de la guerra que, a sus 98 años, no entiende el incremento de popularidad del AfD (el partido de ultraderecha alemán): “¿es qué ya olvidaron lo que pasó?”, repite con frecuencia.

Si no me hubiese interrumpido, le habría ofrecido mi opinión: que los límites del humor negro deberían ser flexibles, sin perder de vista que no todas las situaciones ofrecen las mismas posibilidades, que la audiencia y el contexto no son fácilmente desestimables –read the room, como dicen en el idioma de X. Le habría preguntado cómo se sentiría si un panegírico en honor a las víctimas del ataque a las Torres Gemelas incluyera un chiste que se burlara de ellas o de la tragedia. Como nadie más habla y yo me pierdo en las ideas que no me ha permitido compartirle, X continúa:

–Nos quieren poner en cajas donde solo podamos hablar de lo que sabemos –reclama. Su voz es angustia, por una amenaza que considera real, y esperanza, pues su monólogo prueba que su enemigo, quienquiera que sea, no ha logrado su objetivo.

Me pregunto por qué piensa que merece el privilegio de opinar sin conocimiento. Si no reconoce la importancia de las opiniones informadas como base del entendimiento entre miembros de una sociedad. Si asume cada pensamiento suyo como del más alto valor y por ello es su obligación divulgar su palabra. Si es consciente del daño que la desinformación de la era digital ha causado en términos sociales, económicos, políticos. No alcanzo a expresar mis dudas.

–¿Y quiénes son “ellos”, los que no te permiten decir lo que piensas? –Sabeth, severa.

Por primera vez, X trastabilla. Empiezo a intuir que mis argumentos no le importan, ¿o les teme?, y por eso me interrumpe. Pero sentirse cuestionado definitivamente lo descoloca. Quizás porque no lo esperaba de parte de Sabeth. Quizás porque nunca nadie se ha atrevido a cuestionarlo. Tengo la impresión de que sí tiene una respuesta concreta, pero no se atreve a revelarla:

–¡Pues nosotros! –dice mientras nos señala a todos, pero no a sí mismo. Se despatarra y reclina en su asiento y abre sus brazos, largos y atléticos, en un gesto triunfal.

Lo que veo en la mesa, porque los conozco desde hace años, es un grupo de progresistas–a X y a su esposa los conocí hace apenas una hora. Aprovecho que X descansa en su gloria y sugiero que la comedia, como arte, requiere ir más allá de asumir que todo lo que nos hace reír es chistoso para los demás. Que demanda preparación, conocimiento o experiencia en el tema en cuestión. Que yo, por ejemplo, considero que tengo elementos suficientes, no universales, para hacer chistes sobre la vida estadounidense porque viví en su país. Pero… me interrumpe:

–¡Dios te bendiga!

Esta nueva innecesaria interrupción me demuestra cuánto me agota el vaivén de sus observaciones y su coerción a mi derecho a la expresión. Si no estuviese exhausto, le habría ofrecido mi opinión: que el humor, como arte que reflexiona sobre la sociedad, no debería sufrir restricciones temáticas. Pero abordar un tema sensible implica no caer en el facilismo y la ignorancia de crear a partir de lugares comunes. Sobre todo, creo que, aunque un chiste no está obligado a ofrecer una denuncia social, su objeto de burla no debería ser un miembro de un grupo vulnerado. Si valida o normaliza el racismo no le veo la gracia.

Retorno a uno de los estribillos iniciales de X, que yo sí que hago chistes sobre nazis. Pero porque es un tema del que me he informado desde mis tiempos en la universidad a través de libros, pero también he dialogado con alemanes de diferentes generaciones y he sufrido experiencias con neonazis. Si no estuviese agotado, y supiera que no me interrumpirá, le ofrecería un anónimo chiste que no es directamente sobre nazis, pero tiene que ver con el Holocausto perpetrado por ellos. Se lo contó Ricky Gervais a Jerry Seinfeld en un episodio de Comedians in Cars Getting Coffee:

Un sobreviviente del Holocausto muere de vejez, llega al Paraíso y le cuenta a Dios un chiste sobre el Holocausto. Dios le responde: “[ese tipo de chistes] no tienen gracia”. El sobreviviente del Holocausto responde: “Bueno, tendrías que haber estado allí”.

Quien sea que haya inventado el chiste, tiene conocimiento de lo que ocurrió durante la Segunda Guerra y aunque habla del Holocausto, no se burla de sus víctimas. Como lo explica Gervais, el chiste señala que “Dios no estuvo presente en el holocausto y si alguien cree que sí estuvo, entonces Dios no hizo nada al respecto”. Seinfeld, fascinado, responde: “es una novela dentro de un chiste”. Por su carácter didáctico, me convenzo de que este chiste es mi forma de llegarle a X, de, finalmente, iniciar una conversación. Abro la boca… me interrumpe:

–Que sí, que sí, que sí puedes, cualquiera debería poder contar chistes racistas –su obstinación me lleva a preguntarme si es esta la versión racial de una machoexplicación.

Me asusta, pero no me sorprende, cuánto ha escalado la “argumentación” de X. Pasó de “no todo chiste es racista” a exigir libertad para hacer chistes racistas. Por la forma en la que X ha liderado esta no-conversación lo que sigue es un frustrante tráfico de síes suyos y noes míos, como chicos de fraternidad compitiendo a ver quién orina más lejos. X no está interesado en las opiniones ajenas, al menos no en las mías. No busca un debate, ni un diálogo, solo expresar su verdad. X [hombre blanco, de unos cuarenta años, un hombre adulto en toda regla, como él mismo se definió unos minutos antes, pues está “casado” y tiene “dos hijos y una hipoteca”] quiere educarme [persona de color, hombre adulto de la misma edad, pero sin hijos ni hipoteca] sobre el racismo.

Quiero darle el beneficio de la duda, asumir que X es un hombre de convicciones fuertes y por eso insiste con vehemencia en ellas, que él también está frustrado porque yo insisto en hablar cuando debería limitarme a asentir y concordar con él. Pero rechazo esta posibilidad. Conozco a varias personas de opiniones fuertes, yo soy una de ellas, pero nunca me había encontrado con alguien que quisiera imponer su opinión a los demás y negarse a escuchar las del otro.

Lo que reconozco en el tono y el volumen de la voz de X es al personaje de George Saunders en El megáfono descerebrado. X es el hombre que llega a la fiesta con un megáfono y, sin ser el más inteligente, articulado o experimentado, es escuchado por todos pues es imposible ignorar su ruido. Su megáfono calla y domina a las demás voces, y en algún momento muchos de los asistentes a la fiesta terminarán empatizando con sus ideas. X interrumpe mis pensamientos:

–Así como tú puedes burlarte de mí catalogándome de redneck –un término estadounidense denigrante para referirse a comunidades rurales pobres y sin sofisticación

Irónicamente, la vestimenta de X reproduce el estilo que muchos consideran característico de un estadounidense de clase media alta: mocasines, pantalón de algodón caqui, un polo blanco protegido por un chaleco sin mangas y gafas de sol que cuelgan de su frente. El atuendo perfecto para jugar golf, para ir a la iglesia o para, como es el caso que nos reúne hoy, asistir a un matrimonio.

X reconoce redneck como un insulto que puede observar desde una distancia clínica, segura, que no lo afecta y que nunca nadie dirigiría hacia él; por eso se atreve a ofrecerlo. Pero es claro que también es consciente del poder ofensivo de este agravio y, así lo veo, considera correcto burlarse de los pobres sin educación por ser pobres ineducados. No hay racismo, pero sí hay crueldad (mucha), hay clasismo, aporofobia, repulsión hacia los pobres. X está exigiendo el privilegio de practicar humor alrededor de personas racializadas y nacionalidades, pero también pobres y analfabetas. ¿Cuáles serían sus límites, si es que los tiene? ¿Desea escudarse en la libertad de expresión para burlarse de mujeres, discapacitados, miembros de la comunidad LGBTI?

Regreso a mi idea de que la audiencia y el conocimiento o la experiencia del ejecutor del chiste sobre el tema son factores claves. También tengo claro que las implicaciones de una mujer blanca millonaria burlándose de un indígena pobre son diferentes si el chiste viniese en la dirección opuesta. La primera pertenece, después de todo, a un grupo en condición de superioridad cuyos privilegios son producto de la existencia del segundo grupo vulnerado. Pero ¿qué ocurre si la burla ocurre entre grupos marginalizados? ¿Es posible aplicar reglas generales o depende, como me inclino a pensar, del contexto? No tengo las respuestas, pero sí certeza de que no las encontraremos aferrándonos a declaraciones irrefutables, como lo hace X, sin permitir un diálogo. Compartiría mis dudas con él por la satisfacción de gozar de una conversación argumentada. Pero no logro plantear mis inquietudes, pues X finaliza su oración inconclusa con un ataque de dron a mi rostro:

–…yo puedo hacer chistes de tu país infestado de cocaína.

El racismo y la ignorancia de su insulto golpean mi pecho. Mi corazón se detiene para tomar impulso y cabalgar. Quisiera decirle la mayoría de los colombianos nada tenemos que ver con el narcotráfico, que no vivimos gracias a él, sino que sobrevivimos a pesar de él. Quisiera hablarle de las consecuencias sociales y económicas de la guerra contra las drogas que su país inició en los 1970s y que ha dejado, combinada con el conflicto interno de Colombia que empezó en los 1960s, al menos 450.000 muertes, 121.000 víctimas de desaparición forzada, 50.000 secuestrados, 16.000 menores de edad reclutados, 756.000 desplazados. Quiero explicarle la hipocresía de sus palabras pues, aun si nunca ha probado la cocaína, su país es uno de los de mayor consumo de esta droga. Quisiera recordarle que su país insiste en desperdiciar billones de dólares en armamento y entrenamiento para combatir al narcotráfico, pero se rehúsa a entender que, mientras la demanda de cocaína continúe un crecimiento acelerado en el norte global y la mejora de las condiciones de pobreza en países como Colombia no sean significativas, el mercado de esta droga ilícita continuará. En términos capitalistas: mientras alguien quiera comprar, alguien estará dispuesto a vender. Me aterra la facilidad con la que X es capaz de desmarcarse del problema del narcotráfico.

¿Esto es lo que X había deseado todo este tiempo? ¿Hacer comentarios (no chistes) racistas? X saltó del estereotipo a la ofensa, ignorando que este prejuicio contra los colombianos tiene consecuencias discriminatorias y racistas en la vida real. Somos más propensos a ser inspeccionados “aleatoriamente” en los aeropuertos, a ser temidos y definidos como criminales hasta que se compruebe lo contrario. Es también un comentario ignorante, pues X no ve más allá del estereotipo y encajona (lo que él no quiere que “ellos” hagan con él) a 50 millones de personas.

Quiero imaginar que, si X tuviera un mínimo de conciencia sobre su involucramiento (y el de su país) en la guerra contra las drogas, habría creado un chiste real. Uno en el que, por ejemplo, un consumidor social de cocaína se queja de la mala calidad del producto sin percatarse de que en un televisor frente a él CNN anuncia más muertes por narcotráfico en Colombia. De hecho, burlarse de Colombia ni siquiera requiere mencionar drogas. A continuación, un ejemplo que los colombianos creamos sobre nosotros mismos. Cuando Dios terminó de crear Colombia se maravilló con la perfección de su trabajo: un territorio bañado por dos océanos, con selvas llenas de vida, montañas altísimas de nieve perpetúa, desiertos agrestes, imponentes altiplanos y extensos y fértiles valles. Dios se dijo a sí mismo que ninguna de sus creaciones debería ser tan perfecta así que dio vida a los colombianos.

Pero nada digo, aun si supiera que no me interrumpiría. Estoy cansado de educar a blancos que desconocen el significado del racismo. O que entienden su definición, pero que, porque nunca ha sido un problema determinante en sus vidas, lo ven como una carga de otros. Que olvidan que ser blanco es una ventaja todavía inamovible de lo alto de la pirámide social y que los oprimidos existen porque existen opresores. Que, aunque insistan en que no es así, ven con condescendencia todo aquello que esté por debajo de la línea del Ecuador. Las fuerzas solo me alcanzan para preguntarle qué le hace pensar que tiene derecho a decir todo lo que quiera y le pido que se detenga.

–¿Por qué? –me pregunta con un tono calculado, tan conciliador como desafiante.

Quiero contestarle que no tengo ánimos para explicarle el racismo de su comentario. Que aún si los tuviera, es claro que no está dispuesto a escuchar con respeto mis opiniones. Que su comportamiento de los últimos ¿sesenta segundos? demuestra que no tiene la capacidad de entablar una conversación real. Le insisto en que se detenga. No se lo digo, pero su megáfono se alimenta de mi energía y no estoy dispuesto a desperdiciar un segundo más de mi vida con él. Sus porqués son cada vez más ruidosos, como si el significado de “detente” fuese otro que X desconociera. Quiero decirle que no tengo que justificarme, que no tiene derecho a demandar una respuesta de mi parte. En cambio, decido abdicar, lo que sea con tal de parar mi dolor:

–No me interesa continuar este intercambio –mi inglés trastabilla justo en este momento, pero hablo con firmeza–. Necesitas dejar de hablar.

X calla. Se reclina en su asiento, como refugiándose en él. Más silencio antes de contestar:

–OK. Si te ofendí, lo siento –finaliza con una disculpa que no lo es.

Intento contener el temblor que es mi cuerpo con bruxismo moderado, pues el megáfono de X me ha sacudido hasta el agotamiento. Ha anulado mi voz, me ha invisibilizado. Lo peor es saber que esta no será la última vez que me enfrente a una situación similar y, ciertamente, no ha sido la primera. Recién llegado a Alemania, una compañera de oficina de Sabeth me obsequió un afiche de Narcos, la serie de Netflix [por supuesto, qué colombiano no desea decorar su habitación con Pablo Escobar, el terrorista más grande de la historia de nuestro país] –cómo habría reaccionado ella si yo le regalase un afiche de Der Untergang, la película sobre la caída de Hitler. En una fiesta de fin de año, una amiga de Sabeth me reclamó, como si yo fuese directamente responsable de ello, por el exceso de cocaína que “ustedes traen a Europa” [un pensamiento que no tuvo cuando la probó en la universidad]. Otra amiga de Sabeth vio una foto de mi primer cumpleaños y preguntó si una bolsa blanca en mis manos era cocaína [no tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que hay más niños alemanes jugando con ideales de extrema derecha que niños en Colombia jugando con droga]. Un familiar de Sabeth bromeó con la posibilidad de que mi primo que vive en Ámsterdam fuese parte de una red de distribución de drogas. Todos ellos alemanes, cargan con un estigma mayor que el de los colombianos y siempre parecen estar ansiosos de aclarar la distinción entre ser alemán y ser nazi; una deferencia que, claramente, no están dispuestos a otorgarnos a los colombianos. Y estos son solo algunos de los ejemplos relacionados con el narcotráfico y en mi presencia (en varias ocasiones Sabeth ha sido recipiente de comentarios ofensivos por tener un esposo colombiano). La lista de “chistes” racistas se alargaría si incluyera el machismo, el subdesarrollo y el color de mi piel. ¿Es esta la señal definitiva que Sabeth y yo hemos esperado por varios años para abandonar Alemania? Me recuerdo que no hay región en el mundo libre de racismo, que incluso en Colombia me tropecé con otros X, de arrogancia alimentada por la ignorancia.

Sabeth permanece con una cara de póker increíble, se excusa para ir al baño, me pregunta si quiero acompañarla. Intenta darnos un espacio privado para los dos, pero no quiero darle la oportunidad a X de dar su versión de lo que acaba de ocurrir sin mi presencia. Sabeth se aleja. Yo concentro mi atención en un punto indefinido de la mesa, relajo la tensión de mis puños y mi cuello, aunque el palpitar de mis sienes es incontrolable. Nadie habla. Intuyo que el silencio de los amigos de Sabeth nace de la incomodidad de quien no desea verse involucrado en una discusión agitada. ¿O acaso piensan que mi reacción fue exagerada y solo deseaban que el momento pasara rápido para almacenarlo como una memoria incómoda? ¿O callaron porque, después de todo, no fueron ellos quienes hicieron el chiste racista y nada de lo que ocurrió es su culpa? [¿O fue mi culpa porque X entendió la broma a la amiga de Sabeth como una invitación a actuar como lo hizo?] Me niego a creer que callaron porque están del lado de X y no se atrevieron a decirme “no pasa nada, no te alteres, no te lo tomes tan a pecho”. Lo que es cierto es que en su silencio palpo cobardía y falta de solidaridad. Un silencio cómplice con las ideas de X porque la inacción es uno de los factores que permite que el racismo y otras formas de opresión se perpetúen. Se han revelado como personas de discursos de justicia social en privado, que se esfuerzan por mostrar que no son racistas, pero carecen de iniciativa de acciones antirracistas reales. Me siento culpable por haber callado. Es claro que, aunque el apoyo de aliados es necesario, ellos no siempre acudirán a nuestra ayuda y si los vulnerados no nos defendemos nadie lo hará por nosotros.

Me duele saber que tendré que compartir el resto de la noche con este grupo, y con X, en la boda de la que todos somos invitados. En que veré a X, desde la distancia, dialogando y riendo con otros invitados que desconocen la faceta que yo vi de él. No me extrañaría que contara el incidente, que lo catalogara de incómodo para él y mi reacción de inesperada, pues ha conocido a muchos colombianos (me lo dijo antes de nuestra no-conversación, ¡también que tomó tres años de español!) y yo soy el primero que carece de sentido de humor. Escucho los ecos de otras tantas disculpas discriminatorias: “no soy racista/homofóbico, tengo amigos de color/homosexuales”.

De a poco, el silencio de la mesa es ocupado por intercambios tímidos, banales. Decido que no dejaré que X me dañe el día y empiezo una conversación discreta con la amiga de Sabeth (a la que, en broma, acusamos de ser racista) sobre un pódcast del que me gustaría escuchar su opinión como periodista. X se inmiscuye, me hace una pregunta. Lo miro fijamente. Me devasta su falta de autorreflexión y autoconciencia al creer que un minuto de distancia basta para olvidarnos de lo que acaba de ocurrir entre nosotros. Respiro profundo y decido ser mejor persona de lo que él es y le respondo, anticipando lo que precisamente ocurre: X se apropia de la conversación y me excluye de ella. Expresa sus ideas con convicción, lo veo hacerle preguntas a la amiga de Sabeth, lo veo esperar su turno para hablar mientras la escucha.

Permanezco en mi asiento, pero me alejo del momento. Las palabras de los acompañantes de la mesa me llegan amortiguadas, pues aprovechando que su megáfono está finalmente apagado, me refugio en el silencio, compañía solitaria, mientras espero el regreso de Sabeth.

-Foto de Sushil Nash en Unsplash

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: August 24, 2023 at 9:31 pm

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