Muñoz Cano y la mecánica literaria
Paul Medrano
Al leer La tarde de los espejos rotos (Praxis/Secultura, 2015) de Óscar Ricardo Muñoz Cano, será inevitable sentir furia, tristeza y dolor. Porque además de una prosa finamente cribada (la brevedad es prueba de esa labor), esta novela breve ambientada en tiempos de la Revolución, posee una enorme carga simbólica que nos lleva de inmediato a los tiempos aciagos que corren por el sur de México: la pobreza y marginación de los desprotegidos; el duelo de las familias carcomidas por el narco y la desdicha de quienes padecen la tortura de tener un desaparecido.
En el primer capítulo, Muñoz Cano, avecindado en Guerrero desde hace años, nos lleva al calvario de una madre al enterarse que los soldados mataron a su hijo. La inercia ideológica nos llevará de inmediato a Aguas Blancas, a El Charco, a Ayotzinapa. El autor sabe de esta posibilidad, por ello, no se conforma con un doloroso pasaje sobre la vida y la muerte; sobre el dolor de una madre por su hijo; sino que nos devela el inicio de un ingenioso engranaje narrativo, cuya elaboración no es fruto de la casualidad.
En Platoon (1986), Oliver Stone dirige un filme encaminado a mostrar otra faceta de la guerra de Vietnam, con base en su experiencia como soldado. Stone explora la mente del soldado que es carne de cañón, del que va a la guerra incluso contra su voluntad, pero debe sujetarse a un sistema militar ajeno al raciocinio (Stone sentencia: “el infierno es la imposibilidad de la razón”). Uno de los protagonistas de la película es Elias (Willem Dafoe), un sargento preocupado por sus compañeros de tropa, intrépido en combate, pero rebelde con las formas y reglas militares. Esta actitud beligerante (que sus compañeros admiran, respetan y veneran), lo llevará a una prematura muerte a manos de su jefe inmediato, que al final será vengada por el protagonista del filme.
Al igual que Elias, Muñoz Cano no es un recluta en la milicia literaria. Es un sargento fraguado en combate. No tiene muchas condecoraciones para ser reconocido por sus colegas, pero no las necesita: sus obras son las pruebas más nobles de sus batallas contra la página en blanco. Es beligerante con el formalismo culturero, lo cual le ha ganado el respeto de más de uno y el repudio de varios. Es intrépido con sus señalamientos tanto en redes sociales, como en la labor periodística que realiza en la sección cultural de El Sur. Sin embargo, a diferencia del personaje de Stone, Muñoz Cano no tendrá una muerte prematura: sé que corre todos los días varios kilómetros y, además, escribe y escribe como un profesional: ha publicado Sólo los alcatraces son felices (2005) y Nada más apacible que el fin (Ficticia, 2013).
Para el segundo capítulo de La tarde de los espejos rotos, la novela emprende el viaje al pasado. Muñoz Cano echó mano de la historia y del cronista porteño Arturo Zúñiga, para retratar el panorama revolucionario en Guerrero y específicamente de Acapulco (un rasgo poco común entre los escritores contemporáneos, más preocupados por el futuro que por el pasado).
Esta segunda parte del libro, llamado Gastón, es fundamental para que la novela no se desbarranque hacia el panfleto. Comienza con el monólogo de un hombre muerto a manos de Doña Lupe (la madre de Fidel) y Toñita (la querida de Fidel). Aquí Muñoz Cano nos muestra parte de un segundo engrane que da movimiento al primero y deja en claro que esta no es otra tonta novelita revolucionaria. Demuestra el trabajo de relojero suizo y un ejemplar oficio literario.
Ya en el tercer capítulo Muñoz Cano nos devela a plenitud su maquinaria narrativa. Es ingeniería literaria. Todas las piezas de la primera parte, dan movimiento a las siguientes. Todos los engranes están conectados al principal que gira y gira en torno del mismo hecho: la muerte de Fidel. De aquí se desprenden las piezas, de distinto tamaño, hasta llegar al minúsculo engrane en las últimas líneas que, a su vez, hacen girar el primero y, al mismo tiempo, toda la maquinaria. Un trabajo realmente notable. Hasta parecería que Muñoz Cano es ingeniero mecánico.
Aunque en sus agradecimientos, el autor menciona a Juan Rulfo y Julián Herbert como sus principales influencias, esta novela deja ver algo más que afinidad hacia el jalisciense (de quien toma prestada una frase lapidaria desde la que desarrolla su trama). También hay mucha cercanía con Alejandro Baricco (por el modo de enlazar historias), con Yuri Herrera (por la contundencia de la brevedad) o incluso con Frank Miller (por el gusto de volver épico un hecho trágico).
Irónico hasta las cachas y de personalidad polémica, lo cual lo mantiene excluido de la farándula literaria, sirva este texto para mostrar a uno de los narradores más lúcidos del sur de México.
Paul Medrano es autor de Deudas de fuego (Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, 2013) y colaborador de Literal. Su Twitter es @balapodrida
Posted: July 1, 2015 at 7:27 am