Otras versiones del fin
Alberto Chimal
Una etapa muy importante en la carrera de las celebridades contemporáneas es convertirse en meme y el crítico y teórico estadounidense Fredric Jameson (1934) parece haber llegado a ella. Cuando menos ya hay una frase que se le atribuye que, difundida fuera de todo contexto, suena muy bien aunque, para ser totalmente precisos, él nunca dijo:
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.”
Una búsqueda de la frase en internet da muchísimos resultados, en especial porque forma parte de un pasaje muy conocido (y de la publicidad alrededor) de la obra de otro teórico famoso. El inglés Mark Fisher (1969-2017) la cita en su libro Realismo capitalista, de 2009, como algo dicho literalmente por Jameson. A Fisher le sirve para formular la idea de que el capitalismo actual ha conseguido una hazaña de control social que hubiera asombrado a Orwell. Mediante diversas estrategias de manipulación que se hacen pasar como defectos de un orden social esencialmente benigno, como la precarización del trabajo, las sociedades neoliberales crean, dice Fisher, nada menos que una especie de “barrera invisible” que restringe el pensamiento y la acción política de tal manera que –al menos para muchas personas– parece realmente imposible pensar en alternativas al sistema dominante. De este ánimo o situación contemporánea provendría la preferencia por paliativos o reformas parciales “dentro del sistema” para “atender” numerosos problemas, incluyendo la desigualdad, los padecimientos mentales o las catástrofes ambientales, cuando no el ignorar o el exacerbar alegremente esos mismos problemas, como se ve casi diariamente en la acción de muchos poderes fácticos tradicionalmente entendidos como tales, así como bastantes de los nuevos.
Cuando la frase se repite en línea, sin embargo, puede no incluir la referencia al libro, ni a sus postulados, ni a nadie de los implicados en su difusión. Puede ser simplemente una expresión más de esa emoción contemporánea para la que el castellano no tiene aún una palabra, y que es la aceptación cínica y resignada de una situación indeseable que, al proclamarse públicamente (sobre todo en algún espacio virtual), no deja de ser un lamento pero puede disfrazarse de postura cool, despreocupada, o bien arrogante. Aunque podría entenderse como un aforismo ingenioso y oscuro a la vez, está emparentada más bien con el postureo de superioridad moral (virtue signalling) y los memes de situaciones patéticas. Otra manifestación de la impotencia cotidiana que define, o más bien acota, la existencia de millones de personas en las sociedades del siglo XXI.
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¿Por qué es así? La idea del “fin del mundo”, por supuesto, tiene una historia larga en las culturas occidentales. El malestar que ayuda a definir en la actualidad, y que proviene de algunas imágenes muy diluidas del Apocalipsis e incontables historias escritas o audiovisuales hechas a partir de 1945, tiene su origen en el temor de una guerra nuclear, que podría acabar con la especie humana y sigue siendo una posibilidad incluso hoy, dado que aún existen armas nucleares en cantidad suficiente para destruir grandes áreas pobladas de todos los continentes y envenenar irreparablemente al planeta entero. Actualmente, desde luego, la guerra nuclear no es un tema de moda y otras catástrofes –epidemias, invasiones de un otro deshumanizado– han ocupado su lugar; de igual forma, se ha abierto paso como modo dominante en la cultura popular la ficción post apocalíptica, en la que la especie humana es diezmada, la civilización dañada o destruida, pero aún es posible la supervivencia. De cualquier manera, la característica esencial del fin-del-mundo sigue siendo que se trata de la imagen poderosa de una extinción total, absoluta, un evento tan enorme que está más allá de cualquier voluntad humana…, y que representa una especie de liberación, ansiada y temida a la vez, para enormes poblaciones explotadas y reprimidas pero no del todo conscientes de su propia sumisión. (Tú, que me lees en este sitio, eres casi con seguridad parte de ellas. Como escribí en alguna otra ocasión, basta con preguntarse cómo llegaste hasta aquí: qué red te trajo y qué clase de lamentaciones te encuentras o publicas en ella.)
Ante la desesperanza y el descontento como constantes de la vida, la desaparición súbita y brutal de la civilización o la muerte definitiva de la especie, se presentan como una fantasía de escape fácil de comprender, un consuelo imaginable. Eso sí, una extinción violenta y masiva como remedio contra los agobios del capitalismo es al mismo tiempo insuficiente y exagerada. Por un lado, ni en la peor de sus versiones sería realmente el fin-del-mundo, sino cuando mucho el fin de la vida en la Tierra: no somos la totalidad ni la causa de la existencia del universo.
Y por el otro, aquella es una ilusión que además de “eximirnos” de responsabilidad al eliminar en apariencia toda posibilidad de elección, también es de una crueldad monstruosa, solipsista. Como Andreas Lubitz –el joven alemán que se suicidó en 2015 haciendo estrellarse el avión comercial que pilotaba y matando, al mismo tiempo, al resto de la tripulación y a 144 pasajeros–, lo que estamos imaginando en nuestros apocalipsis personales es llevarnos con nosotros al menos a unos cuantos miles de millones: cometemos genocidio en la imaginación únicamente para sentirnos un poco menos mal.
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Pero la cuestión se vuelve aún más interesante cuando se recuerda –como dice el primer párrafo de este artículo– que Jameson, en realidad, no dijo lo que Fisher (junto con Slavoj Žižek y otros) le atribuye. Un bloguero de habla inglesa e interés por la filosofía y la política, que firma(ba) como Qlipoth y cuyo nombre real y procedencia no he podido encontrar, aclaró la cuestión en una nota de hace casi diez años. En realidad, Fisher retoma, malinterpretándolo, un artículo de Jameson de 2003, “Future City” (Ciudad futura), publicado en la New Left Review; el artículo contiene la frase pero no como una declaración o una hipótesis de Jameson sino como referencia de algo dicho por otra persona, que el autor invoca para rebatirlo.
He aquí el texto, que traduzco de su fuente; en él Jameson se refiere a descripciones del ánimo apocalíptico, bello y terrible a la vez, que percibe en la arquitectura de principios de siglo y rechaza que puedan calificarse como cyberpunk:
Pero el cyberpunk no es realmente apocalíptico, y creo que [para describir esa arquitectura] una coordenada mejor es la de [J. G.] Ballard, el Ballard de los múltiples fines-del-mundo, menos su melancolía byroniana y sus ricos pesimismo orquestal y Weltschmerz [sensación de que el mundo “real” nunca podrá equipararse al mundo ideal o deseado].
Porque es el fin del mundo lo que está en cuestión; y éste podría ser emocionante si el apocalipsis fuera la única forma de imaginar la desaparición de ese mundo […] Es el viejo mundo el que merece la bilis y la sátira; este [mundo nuevo representado en la arquitectura] es únicamente su propia borradura, y su deslizamiento hacia lo que [Philip K.] Dick llamó kipple o gubble [basura que se acumula sola, incesantemente]; lo que [Ursula K.] LeGuin describió como edificios “derritiéndose […] húmedos y temblorosos, como gelatina dejada al sol […]”. Alguien dijo una vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Ahora podemos revisar [esa frase] y atestiguar el intento de imaginar el capitalismo por medio de imaginar el fin del mundo.
No se sabe con absoluta certeza quién será ese alguien a quien Jameson menciona, pero Qlipoth sospecha que es H. Bruce Franklin, crítico y activista, autor de un ensayo de 1979, “What are We to Make of Ballard’s Apocalypse?” (¿Cómo entender el apocalipsis de Ballard?). Y en ese texto, Franklin no hace ninguna generalización respecto del fin-del-mundo como tema ni lo compara con un hipotético fin-del-capitalismo. Por el contrario, su blanco son las muchas narraciones de tema o ambiente apocalíptico de Ballard que para Franklin tienen invariablemente como punto débil el hecho de que no pueden ir más allá de la perspectiva privilegiada del escritor como burgués, blanco, hombre y británico:
Por debajo de la elaborada estructura verbal de [su] ficción tardía hay algunas ideas bastante simples, y de hecho simplistas, acerca de la realidad social. […] Vestida con un traje elegante está la vieja y gastada idea de que la naturaleza humana es básicamente brutal y estúpida, que la gente es inherentemente perversa, cruel y destructiva, y que por eso el mundo moderno se está yendo al infierno. Rascacielos […] es virtualmente una parodia de esta noción. Semejante visión, creo, es meramente una proyección del punto de vista de clase del propio Ballard, una miopía tan desorientadora como el punto de vista nacional y racial de [sus] novelas tempranas e íntimamente relacionada con esa perspectiva estrecha.
Si se recuerda que casi todos los protagonistas de Ballard llegan a ser máscaras más o menos obvias de su creador, o por lo menos comparten efectivamente su posición social y económica, la observación de Franklin se convierte, de hecho, en un cuestionamiento muy afilado y que va mucho más lejos. Si se relee Rascacielos, Crash o La isla de cemento pensando en ella, resulta que toda la imaginería postapocalíptica hecha en el primer mundo durante los últimos cuarenta años, y que está prefigurada en esas narraciones, tiene la misma limitación, la misma ceguera:
La clase trabajadora de la propia sociedad de Ballard rara vez aparece en su campo de visión, y cuando lo hacen parecen Morlocks. De hecho, cuando Ballard imagina una sociedad “donde”, nos dice, “viviría feliz”, es el mundo de [su libro] Vermillion Sands, un extraño campo de juegos hedonista y guardería para artistas infantiles que parecen Eloi incipientes, aislados y protegidos de los terrores de la ciudad y totalmente libres de la intrusión de cualquier trabajador excepto choferes, camaristas, mayordomos y secretarios personales. Los trabajadores del resto del mundo ya no se nos presentan como los salvajes supersticiosos, traicioneros y aterradores de El mundo sumergido o El mundo de cristal; simplemente han desaparecido por completo.
Así, el mundo imaginado de Ballard es reducido a las dimensiones de aquella isla creada por autopistas entrelazadas, sobre la que individuos en sus artículos de lujo privados corren hacia su destrucción, o aquel complejo de apartamentos en el que las clases acomodadas y profesionales se degradan hasta llegar a una guerra tribal y anárquica entre ellas. Y así Ballard, exacta, en realidad magníficamente, proyecta la estructura social condenada en la que él existe. ¿Qué podría crear Ballard si fuera capaz de visualizar el fin del capitalismo no como el fin, sino como el comienzo de un mundo humano?
El meme de “Es más fácil imaginar…” sería, pues, es una mala lectura hecha por Fisher de la mala lectura hecha por Jameson. Ambos simplificarían un texto ajeno y lo despojarían en el proceso de buena parte de su contenido crítico.
Esto no invalida las ideas de Fisher respecto de las sociedades capitalistas, ni tampoco la relación que se da entre sus miembros y las ideas apocalípticas. Pero permite agregar un matiz: las imágenes comunes del fin-del-mundo, y de lo que (en su caso) pasa después, también están limitadas, constreñidas por una perspectiva reducida. Todas vienen de la misma parte del norte global. Basta ver de qué están hechas las insignias de las tribus en guerra de la serie de Mad Max –qué partes de qué automóviles– o cómo la sociedad de The Walking Dead termina pareciéndose, tanto en el cómic como en la televisión, a una versión sanitizada y complaciente del Viejo Oeste –el sueño húmedo de la ultraderecha racista estadounidense– para entender lo difícil que resulta encontrar otras versiones del fin: lo mucho que se nos ha ceñido a una sola, simplemente a fuerza de repetición incesante en los medios de alcance global.
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Más aún.
¿Realmente es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo?
A continuación puede verse una página de 1989 –10 años después de Franklin, pero 14 antes de Jameson, 20 antes de Fisher– en la que se narra, de forma veloz y definitiva, el fin del capitalismo. Está tomada del número 16 de Miracleman, un cómic de superhéroes escrito por Alan Moore y dibujado por John Totleben:
Moore es inglés, hombre y blanco, pero también es un autor cuyo origen está en la clase obrera. El final que imagina de los intercambios mediante el dinero no se da, como en muchas obras más convencionales, a pesar del concepto usual del valor de cambio, sino haciéndolo de lado por completo: eliminando un paradigma al reducirlo a una ficción.
¿Cuánto más podrían decir sobre el asunto personas más alejadas todavía del norte global, del sector de la humanidad que suele tener la primacía al hablar de finales y catástrofes? Hasta el momento, esas otras posibilidades de la imaginación han tenido poco espacio, y no siempre por falta de oportunidades en los medios de comunicación de alcance planetario. Por ejemplo, en América Latina, como en otros lugares del sur global, tenemos nuestra propia limitación: el rechazo de las representaciones imaginativas, de la especulación acerca de nuestra propia evolución y nuestro propio futuro, por considerarlas frívolas o (de modo más insidioso) por creer que es mejor reafirmar el statu quo que proponer alternativas para modificarlo.
A la hora de repetir la frase de Jameson más Fisher menos Franklin, deberíamos preguntarnos de qué otra forma plantear la cuestión: si realmente creemos que el fin del capitalismo sería el fin del mundo, por ejemplo, o si semejante “fin de todo” realmente debería ser “de todos”. Tal vez expresar esas dudas, e imaginar a partir de ellas, se está volviendo urgente.
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: November 4, 2019 at 9:33 pm