Fiction
Plaza de las alegrías
COLUMN/COLUMNA

Plaza de las alegrías

Rose Mary Salum

A Pita y Estela

Iba de prisa y sus senos, mallugados por tantas manos anónimas, ahora oscilaban de arriba abajo golpeando su pecho. La casa donde trabajaba no estaba tan lejos del lugar del accidente. Si era feliz o no, jamás se lo había preguntado, no cabía dentro de su imaginario. Se quejaba a diario por la falta de un ventilador, por lo caro que estaba todo, porque su cuarto era rentado y no propio, porque no tenía un auto, porque Marusita siempre se llevaba los condones de su cajón, pero afirmar que era infeliz tampoco podía aseverarse. Ella vivía y se acabó. Sin dobleces, atenida tan solo a sus impulsos.

Siguió corriendo por la banqueta y supo que estaba cerca cuando vio aquel tumulto de gente rodeando a un cuerpo atropellado. Empujó a los curiosos para abrirse camino y asegurarse de que Marusita estaba bien, apurar las cosas para salir de dudas, para que le dejara de latir con tanta violencia el corazón. Llegó hasta donde estaba el cuerpo tendido, escurriendo sangre y empapado en sudor. Yacía en el piso profanado de cristales rotos y gasolina. Quiso limpiarlo, retroceder los engranajes del día para no verlo así, no descubrir quién era la persona que ahora yacía enfangada en el pavimento media muerta, quizá ya muerta.

Entonces recordó a la bruja y su sentencia: algo malo se avecina. ¿Quién iba a pensar en esto? esa gente siempre dice lo mismo, dizque predice y nada sucede. Aquél martes cuando se reunieron como cada semana a tomar sus copas, la adivinadora le dijo nerviosa, es la muerte ¿la ves? y vendrá pronto mira, aquí se ve en las cartas. ¡Ay hija! reza para que se alejen los malos espíritus y ponle una veladora al santo patrono de todos los cielos. Bebieron las dos hasta la madrugada, hasta que sus voces se opacaron por los efectos del licor, hasta la salida del sol.

Un hombre vestido de policía le gritó que  se detuviera. La ambulancia estaba casi encima de ellos, lo supo por el escándalo de la sirena, por eso no la dejaban acercarse, pero ella debía hacerlo, estar allí, confirmar que la persona accidentada no era su Marusita, su niña adorada, su compañera de pobreza, de carencias y de prostitución. Ella era su consuelo, siempre lo fue desde aquel día triste y gris cuando Marusita apenas tenía quince años y llegó a donde ella a pedirle dinero. Tenía la tez sucia y el pelo rojizo, pero no fue eso lo que le despertó un sentimiento de atracción sino su idea de ir al norte, de cruzar el río y olvidar la pobreza, buscar la aventura, ganar dinero y vivir como la gente, por primera vez en su vida. Al menos así decían, que allá sí había dinero, solo había que tener cuidado con la cruzada, lo demás era pan comido.

Comenzó una amistad dispareja, nada coincidía más que la ilusión de ambas por buscar nuevas tierras. Se encontraban a veces en la calle, en la plaza de armas, cuando Ramona salía a comprar algo de comida y Marusita a pedir limosna. Dicen que está bien duro, que mucha gente se muere, me lo dijo Cayetano, hoy fue a verme y mientras se desvestía me lo contó. Dice que cuando él se fue, primero tuvo que cruzar el desierto, que le llaman el camino del diablo, que el calor era espantoso, dice que te vuelve loco. A unas personas les afectó tanto que primero se empezaron a encuerar, luego ya nomás avanzaban sin dirección. Al final caían muertas. Yo no le creo, no creo que sea tan difícil, acá hace un calor endiablado y nadie se muere. Ese pinche Cayetano exagera, me cae que es pura mentira, si no ¿cómo le hizo él pa´ no morirse?

Ramona le pidió a gritos al policía que le dijera si la mujer que estaba tirada en el piso era su Marusita. Gritaba como si estuviera endemoniada, poseída por un dolor maligno que ella misma no entendía, hasta que comenzó a sentir que ya no era dueña de sí, que su vida era un gemido, una dolencia permanente, un desear fabricado, constante, eterno, siempre insatisfecho. Deseaba y no saber si esa persona allí tendida era su niña, su compañera de viaje hacia la opulencia. Había mucha gente y sentía más bien que se alejaba, que llegar hacia el cuerpo iba a ser imposible, tan imposible como lograr sus sueños. Aún recordaba sus reuniones en la banca de hierro forjado de la plaza de armas. Allí se sentaba a esperarla y mientras, veía pasar al boleador de zapatos, al globero y a la vendedora de las alegrías. Así fueron maquinando su partida. Cada vez se veían más seguido y hablaban; todo siempre en secreto, en voz baja, como confabulando contra el destino. Tendrás que trabajar tú también Marusita, a pura limosna no juntaremos ni el mínimo. Vente a talachar conmigo, estás fresca y eso les gusta a los hombres. Podrías cobrar más que yo y así nos iríamos más rápido. Dicen que allá los dulces son más ricos y que los globos tienen más colores. ¿Te lo puedes imaginar?

Llegó el día. El camión era viejo y estaba perforado por la corrosión, había que subir con cuidado para no cortarse los dedos. Todos iban en silencio, quien sabe si por la modorra o por el temor. Se oía la radio entrecortada por la interferencia: Te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo, yo sé que mi cariño te hace falta, porque quieras o no yo soy tu dueño…

Pasada la media noche, entre susurros, se empezó a oír un ¿pa´ dónde vas? Fue entonces cuando Ramona reconoció a su vecino. Apenas se hablaban. Lo observó mientras el vaivén del camión mecía su cabeza como dando una negativa eterna. Marusita venía dormida, entonces Ramona se pasó al asiento vacío y se acercó a él. La música había cesado, tan solo persistía el ruido del motor. Por qué se va usté, dijo ella. Pos ya sabe, pa´qué pregunta, ¿y usté? Por lo mismo, susurró ella. Al cabo de un rato él se volvió hacia Ramona y le dijo, mire usté, ni se le ocurra irse por el río, es muy peligroso. No se preocupe, yo y Marusita sabemos nadar. ¿Es su hija? No, es mi amiga. No importa, no se vaya por el río, dicen que hay muchas patrullas, con muchos aparatos que agarran a la gente aunque sea de noche. Es mejor darle pa´l desierto. Y entonces ¿pa´ dónde jalamos? no me haga dudar oiga, porque además dicen que por el desierto la gente se muere. Mire, por allá no hay patrullas, ni un alma pa´que me entienda, mejor allá usté decida. Los dos volvieron a arrullarse por el ritmo del motor, por sus pensamientos, por el recelo, por el temor a lo desconocido. Después de una larga espera el camión se detuvo; ellos y tres personas más bajaron.

El frío era intenso, nadie hablaba, quizá el saber que se acercaba el momento de cruzar la frontera generaba una especie de ansiedad. Llegó el otro camión y lo abordaron. El camino era oscuro, aún era de noche y el vaivén volvió a adormilarlos. Los minutos se cubrieron de sombra y en esta ocasión ni la luz de las estrellas iluminó la carretera. El tiempo transcurrió entre sueños, en una dimensión donde el día y la noche ya no se distinguen, como en un estado intermedio en donde la realidad y los deseos se confunden. A la distancia, una luz esclarecía, quizá el día ya se originaba. Pasaron algunas horas más hasta que el sol intenso de la mañana caló las venas y el vaho de los cuerpos dormidos se extendió por el espacio. El camión comenzó a disminuir la velocidad y todos sacudieron sus cabezas para espantar el sueño y averiguar en dónde estaban. Después de muchos kilómetros recorridos, el camión llegó a un pueblo. Marusita y Ramona se miraron a los ojos, jamás pensaron que en verdad algún día lo lograrían. Una vez que descendieron, caminaron pueblo adentro para buscar qué comer. Una especie de excitación y de alegría las animaba. Llegaron a una fondita, a uno de esos lugares donde venden comida corrida, era barato y eso las motivó a entrar. En el fondo se oía una canción: Dios dice que la gloria está en el Cielo, que es de los mortales el consuelo al morir, Bendito Dios porque al tenerte yo en vida, no necesito ir al cielo tisú… Comieron de prisa. Tenían más de 24 horas con el estómago vacío y todo les pareció apetitoso. Estaban felices de poder estar allí, era como estar  de paseo, un largo y placentero paseo. El sol seguía brillando a pesar de estar cerca la tarde. Decidieron pasar al mercado de enfrente antes de reiniciar su camino. Allí en medio de la gente el optimismo reinaba. Un marchante les ofreció algo de tomar. Si van pa´l norte van a necesitar mucha agua, allá todo está muy seco y se van a morir de sed. Ellas se miraron sorprendidas ¿cómo se había enterado de sus planes? Todo seguía desarrollándose en un ambiente festivo, incluso el coyote que más tarde se les acercó parecía feliz. Al fondo se escuchaba una tonada: Es la historia de un amor, Como no hay otro igual, Que me hizo comprender, Todo el bien, todo el mal, que le dio luz a mi vida, apagándola después… Les preguntó si iban para el norte y ellas asintieron; les ordenó que lo siguieran. Las llevaron a un taller mecánico. El sol se empezaba a ocultar, pero el calor aún latía incisivo sobre las sienes. Los perros se protegían bajo la sombra de los coches. Al entrar sintieron un ambiente frío, como el de una hielera. La música estaba en todo su apogeo: Solamente una vez amé en la vida, Solamente una vez y nada más… Pasaron entonces a una oficina no menos sucia pero sí menos ruidosa. El coyote volteó para ver si alguien los seguía y cerró la puerta. Ustedes van pa´l norte ¿verdá? Ellas asintieron. Son tres mil quinientos dólares por persona y las dejamos ya casi pa´ llegar; aun así tienen que seguir caminando unas dos horas más, pa´l norte, siempre pa´l norte; le entran horita mismo o desalojan. El hombre hablaba con prepotencia, con voz déspota. Ramona sintió todo el peso de la situación como un trancazo en el estómago. Marusita la miró para que decidiera, porque ella se había quedado muda. Es que no traemos tanto, alcanzó a decir Ramona, nunca pensamos que, Cuánto traen, escupió el coyote. Cinco mil seiscientos, eso es todo. Dámelos ahorita mismo y apenas los estaba sacando cuando el otro hombre se los arrebató y se lo entregó al jefe. Éste contó el dinero cuidadosamente, sus ojos corrosivos, ni siquiera parpadeaban. Cuando acabó les dijo, se van en el coche aquél, no las van a poder dejar donde quedamos, así que mejor se apuran para que no las agarre el calor. Al coche blanco ahorita mismo. Ramona quiso decirle que siempre no, que mejor se regresaban a su pueblo, a la plaza de las alegrías y de los globeros pero el hombre que las sacó del mercado, las sacó también de la oficina y les indicó con un gesto de la cabeza que subieran a una camioneta destartalada. Allí, amontonados, estaban seis hombres y un joven como de 17 años. La parte superior del respaldo de los asientos estaba roída y mostraba hoyos por los que salían resortes de metal oxidado. El calor era infame y el resplandor cegaba los ojos. No las hicieron esperar demasiado, apenas subieron ellas en la parte delantera, un hombre cuyo estómago protuberante y brilloso se asomaba por su camisa desabotonada y sucia, arrancó el vehículo. Abra las ventanas, dijo uno de los señores, aquí atrás nos estamos ahogando. Pos jálale con cuidado o chínguense, dijo el gordo indiferente. Marusita venía sentada en una orilla, aún su cuerpo no podía aguantar la quemazón; después de un rato, se resignó al calor y se recargó en el respaldo. Entonces todos miraron a la ventana, otra vez callados como si el silencio fuera lo olla en donde se cocina el arrepentimiento. Iban apretados, hombro a hombro, en un intento por convocar valentía para continuar por un camino impreciso.

El día había concluido y la arena del camino quemaba los pulmones. Los baches complicaban el trayecto, la camioneta avanzaba lerda hasta que se detuvo. Habían llegado al desierto. El gordo se bajó y abrió la puerta. Bajen, ya llegamos. Marusita y Ramona obedecieron de inmediato, pero los hombres no. Uno de ellos comenzó a quejarse. Eso no había sido lo convenido, argumentó, les prometieron dejarlos al otro lado de la frontera. ¿Qué esperaban por la mierda que pagaron? se burló el chofer, ¿que los dejara en un hotel de lujo? Comenzó una discusión que por acalorada, espantó a Ramona y Marusita. El gordo, al verse cercado por la rabia de los hombres sacó una pistola, mientras gritaba encolerizado, ¡aquí se bajan y aquí se quedan hijos de la chingada! Y en ese mismo instante disparó un tiro al aire. El próximo va pa’ ustedes, ¿quién se anima? Subió a la camioneta, encendió el motor y se alejó del lugar sin detenerse siquiera a mirarlos.

Ramona y Marusita comenzaron a avanzar desierto adentro, estaban alteradas por lo recién sucedido, intoxicadas por su misma adrenalina y eso aceleraba su marcha. El calor era apabullante pero ellas continuaron caminando sin rumbo, alejándose de todos y de todo, el miedo era el motor de sus cuerpos y ya no había espacio para quejas. Pasaron algunas horas, el principio del recorrido se les fue en hablar del incidente con el gordo, pero después fueron absorbiendo el silencio del ambiente. La noche fue dejándose caer sobre el desierto, con una pesadez lenta. Soplaba un viento ardiente arrastrando cúmulos de arena en su trayecto. La penumbra comenzaba a sembrar pavor dentro de ellas. Marusita se recostó en el suelo, estaba exhausta. Temblorosa buscó abrir la botella de agua pero Ramona la detuvo. Aguántate, todavía nos falta mucho y nos tiene que rendir. Ya debemos estar cerca, dijo, llevamos muchas horas caminando, ya se hizo de noche y dentro de poco se deben ver las luces a lo lejos. Ignorando la sugerencia de Ramona, tomó agua hasta saciarse y se recostó sobre una piedra. Estaban las dos empapadas en sudor. A pesar de entrada la oscuridad, el calor continuaba muy fuerte, daba la impresión de que la arena se evaporaba del piso. El suelo les quemaba el cuerpo y se jalaban la ropa para no tocarlo con la piel desnuda. Durmieron vencidas por el cansancio. Pasaron muchas horas y mientras tanto, la luna hacía su recorrido astral sobre la noche. Amaneció y las mujeres seguían dormidas, pero no por mucho tiempo porque Ramona comenzó a sentir que algo se desplazaba por su cuerpo limoso, como un hielo ardiente. Era una culebra de aspecto repulsivo. Ramona abrió los ojos y el pánico le provocó un piquete de adrenalina. Su corazón trató de escapar por los huecos  de las costillas y de un salto se incorporó alejándose de las piedras. Marusita se alteró por los gritos de su amiga y lloró aún sin comprender lo que sucedía. Escuchó la explicación de Ramona quien con voz trémula le relató lo sucedido. Marusita no la dejó terminar y con las manos arenosas, la tomó de la mano y la jaló hacia ella, para abrazarla, para pedirle que partieran. Continuaron la caminata, torpe, monótona, desconsolada. Esta vez iban tomadas de la mano, la cercanía les daba un sentimiento de seguridad. El sol seguía su ascenso por el cielo limpio de nubes, los rayos se enterraban en sus nucas, las rocas sueltas reflejaban la canícula. Al final del horizonte la luz simulaba la existencia de un charco informe, se veía como un lago blanco. Marusita se entusiasmó y Ramona corrió solo para encontrarse con más arena seca. Sudaban copiosamente y el sol aumentaba su temperaturas. Cada vez su caminar era más lastimoso, más torpe y cuando una se atrasaba, la otra le ponía la mano en la espalda para motivarla a continuar. Tomaron las últimas gotas de agua, pero ya nada aliviaba sus bocas acartonadas, sus lenguas partidas. Sus ojeras estaban cubiertas de polvo fino. Su piel estaba lacerada. El pelo se separaba por cordones gruesos que chorreaban sudor. Así prosiguieron, paso a paso, cada vez más lánguidos. Marusita se desplomó en la arena y ésta se le pegó al cuerpo cubriéndola con una capa muy gruesa. Ramona se hincó cerca de ella acercó y trató de levantarla, pero ella seguía rendida. Así estuvieron mucho tiempo, sus jadeos ya eran suaves, su piel más oscura. Ramona quiso llorar, le dolían las articulaciones y sentía la espalda con brasas ardientes, pero no pudo brotar ni una lágrima de sus ojos. Se quedó dormida.

Tuvo un sueño inquietante: unas palomas se reclinaban sobre su  pecho  y lo  picaban hasta dejarle  la carne viva. Al tratar de sacudirse la arena, se lastimaba aún más. Lloraba, lloraba mucho por el dolor del arrepentimiento, lloraba como si las hambrunas de su pueblo triste se hubieran confabulado en su persona, lloraba por haber salido y por Marusita caída. Quiso despertar, pero le faltaba fuerza para abrir los ojos. Comenzó a ver las autopistas de su pueblo y a Marusita atravesando la calle. Ella se iba desvistiendo, se iba quitando prenda por prenda. Tengo calor, le decía, mientras iba dejando su ropa por todo el pavimento iluminado. Un coche venía a toda velocidad pero ella no se percataba de eso, entonces se sobresaltó y trató de abrir los ojos en vano. Vio muchos hombres, figuras masculinas que rodeaban a Marusita sigilosos, mujeres con las manos en la boca y cabezas inclinadas. Cada vez las personas se apretaban más al rededor del cuerpo de su amada, de su amada Marusita, la luz de su vida, la vida de su vida. Dejó de verla. Un temor empuñaba su corazón. Debía asegurarse de que estaba bien, entonces corrió con prisa y su cabeza se contraía y se expandía como una paloma herida. Quería abrirse camino, asegurarse que ella estaba bien. Se tropezó contra unas ramas secas y desde el suelo, arrastrándose, continuó mirando la escena. Las figuras femeninas ahora también se desvestían por el calor, sus prendas estaban mojadas. Ella se incorporaba y seguía corriendo por las montañas de arena y supo que estaba cerca cuando vio el tumulto de gente a unos pasos de ella. Empujaba a los curiosos desnudos para abrirse camino y asegurarse de que Marusita estaba bien, apurar las cosas para salir de dudas, para que le dejara de latir con tanta violencia el corazón. Llegar hasta donde estaba el cuerpo tirado, relamerle el polvo y la tristeza, retroceder los engranajes del día para no verlo así, no descubrir que la persona que ahora yacía desnuda y enfangada era la persona amada, la cómplice de sus sueños, el único ser querido que le había hecho eco a sus quimeras, a su deseo de abandonar el oficio y la pobreza. No quería descubrir que estaba media muerta, o quizá ya muerta. Marusita, Marusita despierta, abre los ojos, no te mueras, mira que yo te amo, no te vayas, no me dejes sola, Marusita. Las sirenas subieron su volumen. La luz del coche parpadeaba agresiva, rompiendo la unanimidad ocre del desierto. La patrulla fronteriza se acercaba a los cuerpos desnudos de las mujeres caídas. Dos hombres descendieron del auto y se acercaron a ellas, en su camino iban pisando las prendas aún húmedas. Allí yacían dos cuerpos desfallecidos, tomados de la mano, casi fríos por la presencia de la muerte. El radio tocaba una canción triste: Dicen que por las noches nomás se le iba en puro llorar. Dicen que no dormía nomás se le iba en puro tomar. Juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto. Como sufrió por ella que hasta en su muerte la fue llamando. Cucurru cu cú cantaba…

 

Rose Mary Salum es la fundadora y directora de Literal, Latin American Voices. Es la autora de El agua que mece el silencio (Vaso Roto 2015) y Delta de las arenas, cuentos árabes, cuentos judíos (Literal Publishing 2013) entre otros títulos.Su twitter @rosemarysalum

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Posted: April 4, 2012 at 3:35 am

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