Fiction
El rapto del fuego

El rapto del fuego

Alberto Mussa

Traducción de Christina Stephano de Queiroz 

La noche era la del 6 de febrero de 1602. El lugar, la punta del Cururumbabo, capitanía del Porto Seguro, en la zona de una antigua villa completamente devastada por los indios. La escena estaba compuesta por dos hombres, de los cuales sólo uno venía armado con dos pistolas de dos disparos y montado sobre un burro ya muy cargado con alforjas. El otro hombre podría caminar en aquellas junglas, aunque se quedara ciego.

Secuaz: – Este es el camino de la tapera. Los esclavos contratados están allá.

         El hombre armado, conocido antes como Neco Dias, dispensaba la advertencia. Había planeado aquello hacía casi veinte años. En la tapera, además de munición y armas, dos hombres esperaban. Habían sido convocados por el que venía caminando, quien podría ser ciego. Ambos tenían rasgos indistintos y serían fácilmente confundidos si no fuera por el hecho de que uno era diestro, y el otro, zurdo.

         El hombre una vez llamado Neco Dias ayudó a descargar el burro, examinó el pequeño arsenal compuesto por viejos arcabuces holandeses y – como había empezado a llover – mandó servir una cuia  de cachaza para todos los presentes.

En el tiempo que estuvieron en la tapera, ocurrieron algunos incidentes, que hubieran permitido a observadores externos evaluar la verdadera extensión del drama que enfrentaba el personaje principal (Neco Dias).

         Neco Dias: – ¿Cuántos tenemos, en el ingenio azucarero?

         Secuaz 2: – Mis dos primos.

         Neco Dias: – Es poco. ¿No te mandé ofrecer dinero?

         Secuaz 2: – Es arriesgado. A la bugrada  le gusta el paulista.

El efecto de esta última declaración sobre el antiguo Neco Dias fue brutal. Y, quizás, haya influenciado la reacción violenta que provocó el segundo incidente, cuando él se levantó y fue a remover las alforjas.

         Neco Dias: – El precio de ustedes.

Y tiró unas monedas en el suelo, como quien ofrece maíz a los gallos. Uno de los secuaces (creo que el diestro) agradeció:

Secuaz 2: – Dios te proteja, don Neco.

En el mismo instante, Neco Dias puso su pistola de dos tiros en el rostro del secuaz, que hubiera muerto si no fuera la intervención del hombre que hasta podría ser ciego.

– Garantizo que él no hablará otra vez. Y miró duramente a   al compañero.

         El tercer incidente empezó cuando trataban del asalto.

         Secuaz: – ¿Qué pasará exactamente en la casa-grande ?

         Neco Dias: – Voy a obligar al paulista a recibir el pago de la deuda.

         Secuaz: – ¿Y vas a dejarlo vivo, después de todo?

         Neco Dias: – ¿Qué significa todo?

   No tuvieron valor para contestar. Y, como ya era hora de invadir el ingenio, repartieron las armas.

         Por el camino, enfrentarían muchos peligros. La región estaba llena de serpientes y una onza había sido vista por allí. También podrían ser sorprendidos por los hombres del paulista, en caso de alguien hubiera traicionado. Neco Dias – lo que no era improbable. Además, el diestro o el zurdo – que seguramente notaron el peso de los metales en las alforjas que llevaba el burro – podrían optar por la solución más obvia.

Pero aquel que quizás volvería a ser llamado Neco Dias parecía no haber hecho una evaluación concreta del problema. Y fue él quien provocó el último incidente, cuando abandonaban la tapera.

Neco Dias: – Y doña María Eugenia, ¿cómo está?

Secuaces: – Bien, señor – vacilaron.

Neco Dias: – Voy a llevarla para los Cariris. A ella y a la niña. 

Uno de los hombres tosió. Los urutaus  no dejaban de piar.

ANTES

         En el tiempo que se llamaba Neco Dias, consiguió aquellas parcelas con el prestigio y la dote de María Eugenia, desposada en la capilla del Monasterio de São Bento, en Rio de Janeiro. Neco Dias insistió al comienzo con el negocio de los corrales, pero los pastos de la capitanía estaban infectados con cierta hierba que mataba el ganado.

         Neco Dias, como todos los ganaderos que lo antecedieron y lo advirtieron, perdió la manada. Después, con mucho esfuerzo, montó un ingenio de azúcar. Y así fue como conoció al paulista.

El paulista era un hombre alto, barbudo y sucio, nacido por la región de Piratininga  y vivía metido en el sertón capturando a los negros de esos territorios. Neco Dias recibió los esclavos que trabajarían en su ingenio del paulista y quedó de pagarlos después, con las ganancias de la venta de azúcar.

         Pero el Neco Dias era ingenuo. Su ingenio fue prácticamente destruido por una horda de indios feroces. Su familia escapó de una matanza cruel; pero los esclavos se fugaron de las senzalas .

         El paulista condescendió, en la ocasión, ampliando el plazo inicialmente acordado. Pero hizo firmar un contrato al deudor, en el cuál se comprometía a entregar todo lo que le perteneciera, en el caso de no honrar la deuda. Y fue allí que el primitivo Neco Dias quedó atrapado. Ante el temor de no cumplir el compromiso, tomó préstamos, invirtió en negros de Angola robados de Bahía y despertó en la madrugada del 6 de febrero de 1582, entre el cantar del gallo y los estampidos de los mosquetes, delante de una banda encabezada por el ávido paulista. Arrinconado, empuñando una pistola simple de dos tiros por detrás de la mesa del comedor,  el hombre que dejaría de ser Neco Dias vió los caños de las espingardas descansando en las ventanas del salón de la casa-grande.

DESPUÉS

         Fue fácil entrar. Pasaron por la pocilga y por el establo. Uno de los primos del que venía caminando hizo desaparecer los perros. Cuando llegaron a la cacimba, él ya estaba allá. El diálogo fue rápido. Quedaron en bajar hasta la casa-grande por el camino que terminaba adelante. El otro primo permanecería afuera, vigilando la tienda donde los caboclos dormían, con orden de dar la alarma si notara algún movimiento raro. El que venía caminando despertaría el paulista, llamándolo bajo la ventana de la habitación. Cuando éste viniese a abrir la puerta del salón, encontraría otros tres hombres, además de aquel que fuera Neco Dias. Pero este último no estaba muy convencido del éxito de plan. Podría haber disparos desde la tienda, que hiciesen daños en personas en la casa-grande, especialmente si estuviesen en las habitaciones.

ANTES

Neco Dias: – ¿En cuál de las habitaciones está María Eugenia y la niña?

El que venía caminando y podría hasta ser ciego escupió muy despacio antes de contestar: – Duermen las tres en la misma habitación, señor.

El hombre que pronto sería Neco Dias tensionó la cara en una mueca: – Repita eso.

                  Secuaz: – Es un capricho del paulista, señor. En la habitación grande duermen él, la india que trajo del sertón, doña María Eugenia y la niña, que ya es bien grande.

Nadie dijo nada más. Instantes después, era el paulista quién abría asustado una de las puertas del salón y encaraba al hombre que desde hace veinte años ya no era Neco Dias.

ANTES

Neco Dias nunca se olvidará de la escena en el salón: el paulista escarbando los muebles, moviendo las canastas, revisando los baúles; y él, impotente, indefenso, infamado, en la mira de los bandidos.

                  Paulista: – Llamen a María Eugenia. Quiero que ella sea testigo de las cuentas que vengo a cerrar con don Neco Dias.

         Tardó en venir, orgullosa, tomada de las manos con la niña. El paulista se estiró en un gran sillón de  madera: –  Don Neco Dias, caduca hoy, ahora, en ese instante, la deuda contraída conmigo. Me desperté con muchas ganas de contar dinero.

                  María Eugenia: – Mi marido necesita plazo. Somos gente de bien. Ordene que esa negrada baje las armas.

         El paulista acordó y se levantó de repente: – Bajo las armas; pero no doy plazo. Mi trato con don Neco Dias es simples: me quedo con la casa, los muebles, las gallinas, las cabras, los cerdos, los perros, la tienda, la senzala, el monjolo  , todas las armas, las municiones y todo lo que queda en el polvorín, el carro, las sillas de montar, las mulas, los esclavos, los caballos, la caña plantada y la cosechada, y lo que más hay en los límites de esta sesmaria  .

Neco Dias se calló. La niña miraba, asustadita.

Fue doña María Eugenia quien dijo: – Pues bien. Ordenaré nuestras cosas y nos iremos, aunque sea caminando. Pero tendrá que haber juzgados en Portugal.

El paulista rió una risa gruesa: – El único que tiene cosas acá soy yo. La doña debe saber leer (dijo, sacando un papel). Me quedo con “todo lo que hay del deudor”.

Hasta los hombres de la banda, gente avezada en el trato de indios bravos, parecían constreñidos. Doña María Eugenia, erecta como un palo, leyó. Estaba escrito aquello, más o menos. Pero no era un documento legalmente válido. No contaba con firmas. Abajo, en cada rincón, había solamente dos manchas.

María Eugenia: – Esa sangre es tuya, Neco?

La respuesta no era necesaria. El paulista dio largos pasos alrededor de la mesa, batiendo fuerte los tacones en el suelo.

–     Ya es tiempo de apoderarme de lo que es mío. Neco Dias, la pistola.

         Neco Dias, que desperdició todas las oportunidades de disparar cuando los hombres bajaron los arcabuces, puso el arma sobre la mesa.

–     Ahora, la ropa del cuerpo.

Neco Dias expresó un boceto de reacción, pero quedó en eso. Doña María Eugenia tapo el rostro de la niña.

–  No te atrevas a ordenar tal maldad a las mujeres – dijo, depositando la última pieza, también sobre la mesa del comedor.

El paulista rió una risa aún más gruesa.

–  No será necesario. Ellas se quedan. Todo lo que hay del deudor. Una es tu hija; otra, tu mujer.    

Neco Dias no fue capaz de romper el silencio. Doña María Eugenia presentaba una expresión indefinible. Fue el paulista quien dijo:

–  Puedes irte, don Neco Dias.

Y él fue, desnudo, caminando, con miedo de mirar hacia atrás y transformarse en una estatua de sal. El paulista puso la cara en la ventana:

–  Y se alguien llamarte Neco Dias, no contestes. Tu nombre ahora también es mío.

         El hombre que acababa de dejar de ser Neco Dias resbaló en unas piedras sueltas por el camino. El paulista había salido hasta el patio.

–  ¡Oye, caboclo! Mandad la mucama a traer una olla de agua fresca. Voy a bañar doña María Eugenia.

DESPUES

El hombre que estaba a punto de volver a ser Neco Dias ordenó que el paulista se recostara en el sillón de madera, aquel de hace veinte años, puesto en el mismo sitio. Con un gesto de desprecio, le tiro la alforja en los pies. Las fisionomías casi no se distinguían en la claridad tenue de solo dos velas de sebo.

–  Pesa tu mismo cuantas onzas de oro hay. Mi deuda está paga.

El paulista no parecía conmocionado por la proximidad del metal.

–  Ese rescate nunca fue parte del trato. No tengo que devolver nada. No tengo el compromiso de aceptar tu dinero. Tu no pasas ahora de un ladrón. No trato con gente así.

         El hombre que se apresuraba en ser de nuevo Neco Dias pareció que contestaría; pero, inconscientemente, dio con los ojos en un pasillo que llevaba a las habitaciones, donde debían estar guardadas las mujeres.

–  ¿Y doña María Eugenia? ¿Y la niña?

El paulista alivió la cara cruel, por poco no sonriendo.

–  Bien; todas las tres.

–     Acepte el pago. Permito que salgas a caballo, con tus armas, acompañado de tus secuaces y de la india.

Tenía casi una mirada de súplica. El otro, sin embargo, era impasible.

–  Andad pronto con eso. Quiero mi mujer y mi hija de vuelta. Ya.

Dijo y suspendió la alforja, chocándola  en los muslos del paulista. Pero este ni siquiera lo miró, fingiendo preocupación con la correa gastada de la alpargata.

–  Acepte el pago mientras estoy dispuesto a platicar. Podría solucionar eso todo con pólvora.

El tono amenazador no produjo efecto.

–  Pues haga eso. Pero no te sorprendas con el comportamiento de ellas, cuando pases por aquella puerta.

Una nube de malos presentimientos oscureció la cara del hombre que sería Neco Dias. Acercándose, nervioso, dijo para no ser escuchado por los demás, poniendo el tubo de la espingarda en la frente del paulista.

–  ¿Qué hiciste con ellas, infeliz?

El paulista mostro la más gruesa de sus risas.

–  Nada que un hombre no haga.

Aquel que necesitaba ser urgentemente Neco Dias  se retiró, perturbado. Una idea súbita y terriblese le ocurrió

–  ¿Las hiciste parir, miserable?         

El otro se recostó en el sillón, mirando bien de frente esta vez.

–  Por donde me gusta, no hay como.

A partir de ese momento, la historia del hombre que volviera para ser Neco Dias se confunde con la leyenda.

         Antes que hubiese cualquier especie de alarma, dos disparos que vinieron del fondo del pasillo explotaron en el salón y al menos uno de ellos hirió mortalmente a aquel que hasta podría ser ciego.

         Sorprendido, el que pensaba que sería Neco Dias no pudo evitar un golpe violento del paulista, dado con la alforja, tampoco impedir que él se fugara, doblado sobre sí mismo, por el pasillo.

         El zurdo – el único que se quedó en el salón – dijo que lo había herido en la pierna, pero no pudo enfrentar los disparos letales del pasillo, que pasaban sobre la cabeza del paulista.

         Mientras tanto, el diestro y uno de los primos contorneaban la casa-grande, intentando sorprender el foco de resistencia por la espalda. Pero fueron contenidos por la caboclada que disparaba desde la tienda.

         El otro primo del que vino caminando y podría hasta ser ciego dijo más tarde que no dió la señal de alarma porque creyó haber percibido apenas la sombra de doña María Eugenia ir y venir por los fondos de la casa-grande, no existiendo necesidad de sospechar de una dama a quien el marido viniera rescatar de la ignominia.

         El zurdo juraba, en contra el descrédito de todos, haber visto el espectro de tres mujeres arrastrando un hombre cojo hacia la selva.

         Las tierras del ingenio, devueltas desde entonces, acabaron reintegradas al inmenso patrimonio de los sucesores del duque de Aveiro, pues el hombre llamado Neco Dias atendió a los pedidos que le cobraban los diezmos.

         El paulista y las tres mujeres pasaron a vivir como indios nómadas, centro de una horda que creció, con la captura de otras hembras.

            Como agredieron a los colonos, robando armas y mantenimientos, fueron duramente combatidos. Aun así, dicen que el paulista solo murió de viejo. Y no dejó descendientes.

 


Posted: August 20, 2013 at 10:30 pm