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La democracia a prueba

La democracia a prueba

Joshua Kurlantzick

 Traducción al español por David Medina Portillo

Durante décadas los teóricos de la política han considerado que el crecimiento de la clase media es la clave para una democratización exitosa. Sin embargo, en los últimos diez años las clases medias del mundo en desarrollo han comenzado a desafiar esta afirmación. Entre sus nuevas amenazas y en cuanto democracias jóvenes –de Tailandia, Rusia y Ucrania a Venezuela, Honduras y Filipinas– dichos países enfrentan hoy una severa desconfianza. Las causas de este recelo son varias, desde los líderes electos que desafían al Estado de Derecho a la mala distribución de la riqueza y la corrupción excesiva. En este sentido y según han demostrado los recientes acontecimientos de Tailandia, si la clase media y los más pobres permanecen divididos acerca de los derechos democráticos, el sistema político en sí mismo podría desmoronarse. Tales retrocesos en materia de democracia desencadenarán conflictos perjudiciales, precisamente, entre las clases medias y los más pobres.

El difunto politólogo Samuel Huntington fue uno de muchos académicos que vincularon clase social y democracia. Sostenía que el crecimiento económico de los países en desarrollo multiplica a una clase media que, en la medida en que ésta prospera y accede a una mejor educación, exige mayores derechos sociales, políticos y económicos –en gran parte para proteger lo ganado. Por otro lado, también es cierto que dichos regímenes se vuelven más dependientes de sus empresarios dada la necesidad de impulsar el desarrollo económico, lo que –llegado el caso– obligará a los líderes autoritarios a escuchar sus demandas. Por supuesto, tal influencia vulnera el sistema político, con los derechos políticos y de propiedad consiguientes.

La historia parecía defender esta teoría, verificable en el sur de Europa tras la segunda guerra mundial y, después, extendiéndose al este de Asia a principios de 1990. Con la economía de las naciones desarrolladas las clases medias crecieron y la población urbana, ya educada a este respecto, comenzó a exigir sus derechos. Después de 1990 el número de democracias se disparó: Europa central y oriental, gran parte de África junto con la mayoría de las naciones del este de Asia. Para el año 2005 y por primera vez en la historia, más de la mitad de la población del mundo vivía dentro de una democracia. Todo esto sucedió porque la clase media salió a las calles para derrocar a sus autócratas, como en las manifestaciones contra el gobierno militar tailandés en el “mayo negro” de 1992. En otros casos, como en Taiwán y Chile, el crecimiento económico y la presión de la clase media dio lugar a un cambio político gradual y, finalmente, tras una larga dictadura, a la democracia.

La presencia del inglés en la vía pública de la frontera mexicana –la Av. Revolución de los turistas como lingua franca–, la anarquitectura popular –casas hechas con desechos norteamericanos, desde láminas hasta llantas usadas–, las maquiladoras –las naves industriales como Space Invaders que reconstruían el territorio–, el cruce diario de miles de personas entre Tijuana y San Diego, California –y el cruce ilegal, ya consolidado, en esta su sede más mítica–, el arte fronterizo –la escena artística de Tijuana protagonizada, en buena medida, por el festival binacional de obras para sitio específico InSite, además del surgimiento de una vibrante escena de arte fronterizo encabezado por artistas que usaban lo urbano, para-situacionista, reciclaje y una actitud do it yourself– y movimientos como el de la literatura fronteriza (post-mexicana) y Nortec –que fusionaba sonido de música norteña popular y electrónica– parecían justificar que Tijuana y/o la frontera mexicana fuesen definidas como una zona autónoma, a room of its own.

Hasta este punto todo marcha bien. Y lo mismo parece ser cierto en Filipinas, donde se aprobó una Constitución liberal al concluir la revolución de 1986. “Había muchas esperanzas de que al irse [el dictador Ferdinand] Marcos éste sería un país diferente”, me dijo Harry Roque, activista de derechos humanos de Filipinas. “Fue el punto más alto”. Después, como con cualquier revolución, la realidad se impuso.

El ejemplo de Tailandia

Abril es el mes más caluroso del año en Tailandia y, por lo general, todo se paraliza. Con temperaturas de más de 38 ºC, muchos residentes salen de la ciudad de Bangkok, después todo el país se cierra durante una semana por el Año Nuevo tailandés. Pero el pasado mes de abril decenas de miles de manifestantes vestidos de rojo descendieron sobre la ciudad, venidos principalmente de la zona rural del norte y noreste. Al considerar como una amenaza a la democracia los intentos de la elite urbana y militar por controlar la política tailandesa, exigieron nuevas elecciones y la dimisión del Primer Ministro Abhisit Vejjajiva. Los “camisas rojas” cerraron el distrito central de negocios, creando una especie de campamento armado. Los enfrentamientos violentos con las fuerzas de seguridad provocaron numerosas muertes y heridos.

Este tipo de violencia es cada vez más común en un país considerado, alguna vez, como uno de los más estables en el sureste de Asia. Las difi cultades actuales se iniciaron en 2006, cuando una ola de protestas encabezada por abogados, médicos y pequeños empresarios, barrió las calles de Bangkok. Las manifestaciones de miles de residentes urbanos de clase media exigían la salida del entonces primer ministro, Thaksin Shinawatra, un líder populista y carismático respaldado por la población rural pobre. Después de varios meses, algunas de las manifestaciones se mostraron abiertamente en favor de un golpe de Estado para “salvar” la democracia de Tailandia. Y el movimiento consiguió su deseo: en septiembre de 2006 las fuerzas armadas se hicieron cargo del gobierno.

Al parecer, tales conflictos tienen su origen en las incertidumbres de la globalización. Golpeados por la crisis fi nanciera asiática de 1997, el estado de ánimo nacional de Tailandia cambió bruscamente con las reformas de la década de 1990. Los tailandeses de clase media se concentraron más en ganar y acumular dinero en lugar de un cambio político. Lo mismo ocurrió en Filipinas donde –tras años de inestabilidad política caracterizados por luchas internas sin fi n– vi a muchos fi lipinos desconectarse de la política. Asimismo, en la Rusia de Boris Yeltsin y la posguerra fría, la inestabilidad económica disparó las posturas en favor del cambio político. Sin embargo, cuando Yeltsin salió de la escena muchos rusos esperaban desentenderse del todo de la política. “El principal interés parece ser la consolidación de su riqueza material y social”, opina Dmitri Trenin, experto en política rusa de la Carnegie Endowment for International Peace de Moscú.

Las raíces de la desilusión

La desilusión de la clase media parece estarse extendiendo. Al realizar una encuesta en 18 naciones del África subsahariana, el organismo de investigación Afrobarometer encontró que en 2007 sólo el 45 por ciento de los encuestados estaban satisfechos con la democracia, frente a cerca del 60 por ciento de 2001. Por su parte y según la ONG internacional Freedom House, en 2009 y por cuarto año consecutivo la libertad mundial bajó. Dicho organismo señala que este descenso fue el período más largo e ininterrumpido en la reducción de la democracia en casi 40 años. En este contexto, ¿por qué la teoría de la democratización de la clase media parece ser fallida?

La primera explicación es que los líderes democráticos de primera generación se han convertido con demasiada frecuencia en autócratas elegidos. Llegan a entender la democracia como un proceso en el que la victoria electoral sólo provee un mandato para liquidar la oposición; lo que, a su vez, alimenta la rabia y la frustración de la clase media. Quizás el ejemplo más destacado es Vladimir Putin, quien sobre la base de sus altos índices de aprobación como presidente de Rusia en la década de 2000, despojó a los gobernadores regionales de toda influencia, desolló al Parlamento nacional y promovió la esterilización de los medios de comunicación influyentes. Aunque su sucesor, Dmitri Medvedev, se ha pronunciado después en favor de una mayor libertad, la mayoría de los analistas políticos rusos creen que su compromiso con la democracia no es más sincero que el de Putin. Peor aún, Medvedev controló una reforma constitucional que permitirá a Putin recuperar la presidencia en 2012.

En Venezuela Hugo Chávez parece estar desplegando tácticas similares al utilizar el poder para consolidar a sus aliados y socavar la vigilancia de su presidencia –por ejemplo, mediante la revocación de las licencias para la red nacional de televisión privada y las de decenas de emisoras de radio. En diciembre pasado, encarceló a una juez después de que ella emitió un fallo que le disgustó. Destruyó la compañía nacional de petróleo, alguna vez efectiva, llenándola de partidarios suyos, al tiempo que penalizó la crítica que ofrezca información “falsa” que dañe “los intereses del Estado”.

En Tailandia, la “guerra contra las drogas” del ex primer ministro Thaksin pudo haber sido una cubierta para eliminar la oposición: miles de personas, desde opositores políticos a los trafi cantes de drogas reales, fueron asesinados. Thaksin también recurrió a demandas legales y amenazas para intimidar a los legisladores de la oposición o para silenciar a la prensa. Del mismo modo y desde que regresó al poder en 2007, el resurgimiento de Daniel Ortega en Nicaragua ha utilizado leyes cuestionables para bloquear la oposición.

Las instituciones débiles

Quizá habría sido posible frenar a estos autócratas elegidos si no existiera un segundo problema: las instituciones democráticas débiles. En Rusia casi todos los grupos de oposición sucumbieron ante Putin. En otoño de 2008 la Unión de Fuerzas por el Derecho, el último partido político realmente independiente de Rusia, se fusionó con otros grupos pro-Kremlin. Los opositores que quedaron, como el campeón de ajedrez Gary Kaspárov convertido en político, reciben muy poco apoyo popular. En Camboya, un país marcado por su incapacidad para crear instituciones duraderas que apuntalen su frágil democracia, el primer ministro Hun Sen desató una campaña de intimidación que incluyó el asesinato de opositores políticos. Estas democracias débiles también generan un problema menos violento pero igualmente dañino: la corrupción. Durante una época de gobiernos autoritarios, la corrupción suele ser predecible: el régimen de desvíos drena una parte del dinero a pesar de los controles estrictos. A menudo, las jóvenes democracias ven desaparecen los antiguos canales de corrupción sólo para ser sustituidos por un sistema más complejo en el que muchos y diversos actores –jefes políticos locales, burócratas– meten mano. Estos manejos desacreditan rápidamente a la democracia ante los ojos de los ciudadanos alguna vez esperanzados.

Los intereses creados

La crisis fi nanciera mundial ha llevado a muchas de las naciones en desarrollo a preguntarse si el capitalismo ha fracasado y cuánto de ese fracaso se debe a la democracia misma. Aunque existe una fuerza de presión anti-democrática mayor opuesta a la consolidación de las clases medias, las que tendrían mucho que perder con una “emancipación” de esta naturaleza. Durante 2008 en Bolivia, manifestantes de la clase media lanzaron una campaña contra el presidente Evo Morales, un antiguo líder populista de extracción comunal. Arribaron, principalmente, de la parte más rica del país –la región medio oriental– donde los líderes empresariales se mostraban preocupados por los planes de Morales de nacionalizar la riqueza mineral y el petróleo, así como expulsar a las empresas extranjeras y aumentar los impuestos con el propósito de impulsar el bienestar social. Los manifestantes provocaron un caos mayor que el de Evo Morales cuando, en agosto de 2008, cerró las principales carreteras y enfrentó a la policía.

Esto forma parte de un patrón contradictorio toda vez que, vueltos en contra los dirigentes elegidos, los manifestantes de clase media utilizaron medios no democráticos para derrocar al presidente y, a su vez, intentaron crear una modalidad elitista de democracia en la que obtendrían la mayor parte del poder. Sin duda este ha sido también el caso de Tailandia, mientras que en Filipinas las elites urbanas de Manila se han vuelto casi adictas a las manifestaciones. En 2001 salieron a las calles para derrocar a Joseph Estrada, un ex actor que llegó al poder gracias a su carisma entre la clase baja (presuntamente, antes de utilizar su cargo para hacerse de grandes sumas de dinero con los juegos de azar ilegales). Los manifestantes se volvieron a reunir más tarde en un intento fallido para derrocar a Gloria Macapagal- Arroyo, acusada de subvertir la democracia y tolerar la corrupción masiva.

El espectacular golpe de Estado en 2009 en Honduras vivió una historia similar. En lo que pareció un referéndum fraudulento, el presidente Manuel Zelaya presionó en favor de un cambio de la Constitución con el propósito de permanecer más tiempo en el cargo. Promulgó también una política económica populista, incluyendo el alza del salario mínimo, lo que enfureció a muchos dueños de negocios. De modo que a medida que el día del referéndum se acercaba, los opositores de clase media y sus aliados en el Congreso de Honduras iniciaron las protestas. En junio de 2009, el ejército entró en escena, obligando a Zelaya al exilio. En la contienda posterior y respaldado por la clase media, el Partido Nacional conservador ganó las elecciones.

La gran división

Sin duda, las clases medias no se han vuelto del todo contra la democracia. En Irán la población urbana ha conducido las protestas frente al régimen cada vez más dictatorial de Mahmoud Ahmadinejad. En Birmania, un país que sufre una de las peores violaciones de los derechos humanos en el mundo bajo la junta militar, los estudiantes de clase media han realizado un impulso continuo dela democracia. Sin embargo, también es cierta una pauta distinta de la desilusión entre las democracias más consolidadas –la India y Chile, por ejemplo–, donde la clase media se ha vuelto cínica respecto de la política. Aquí la democracia ha hundido sus raíces a tal profundidad que son casi imposibles de cortar. Pero la desilusión se refleja a menudo en la baja participación electoral en Chile (donde el voto es obligatorio), en cuya elección presidencial de diciembre 2009 millones de personas ni siquiera se registraron para votar, a pesar de las posibles multas. En Ucrania la clase media ha crecido desilusionada con la corrupción y las fallas de sus políticos.

Una vez que la clase media se desvía hay pocas opciones. En el pasado, como en el Chile de Pinochet, los hombres fuertes podían limitar de manera creíble la democracia a cambio de crecimiento económico. Pero tal componenda ya no funciona en estos días. Y aunque los militares aún pueden hacerse con el poder, normalmente se muestran incapaces de gobernar. En el pasado, los generales podían designar a algunos tecnócratas capaces. Sin embargo, hoy en día la mayoría de las economías en desarrollo están vinculadas a mercados mundiales, los que requieren una gestión más avanzada con la finalidad de mantener la confianza de los inversionistas extranjeros. La vuelta al “autoritarismo blando” –un primer ministro elegido por las elites, por ejemplo– también sería problemática. Los ciudadanos con cierta experiencia democrática son mucho menos propensos a aceptar normas oligárquicas. Por su parte, los pobres conforman cada vez más grupos de protesta para frenar a los manifestantes de clase media. Tales enfrentamientos pueden conducir a una división permanente. Alguna vez la clase media y los pobres trabajaron juntos por la democracia, pero una desintegración democrática los colocaría cara a cara.

Estas tendencias anti-democráticas recientes no sólo ponen en peligro la reforma política en todo el mundo. También pueden confundir a los grupos de promoción de la democracia en Occidente. Muchos de estos grupos ahora albergan dudas en el sentido de que si la construcción de una clase media fomenta la propagación global de la libertad. “Vea usted a todos esos liberales tailandeses que condenan los abusos de derechos humanos en un lugar como Birmania para, luego, apoyar un golpe de Estado [2006]”, dice un activista norteamericano. “¿Cómo pueden hacer las dos cosas?”

Si Occidente quiere revertir esta caída reciente necesita de una nueva estrategia. Por un lado, debe poner fin a su apoyo tácito a golpes de Estado que sólo profundizan las brechas sociales y sientan un precedente para derrocar a gobiernos elegidos legítimamente. Washington parece estar entendiendo este mensaje. Durante el golpe de 2002 en Venezuela, la Casa Blanca toleró tácitamente el golpe de Estado; después del golpe de 2009 en Honduras, el Presidente Obama se expresó firmemente en contra del golpe militar. De igual modo y aunque, en efecto, los EE.UU. toleraron el golpe de Estado de 2006 en Tailandia, esta vez altos funcionarios estadounidenses han tenido el cuidado de reunirse no sólo con la elite de Bangkok, sino también con los manifestantes de camisa roja. Mientras, la administración de Obama le ha dicho soterradamente al gobierno tailandés que no admitirá otra intervención militar.

Los grupos pro-democracia, tanto de dentro como fuera de las naciones en desarrollo, deben abandonar también el supuesto de que la simple construcción de una clase media garantiza la democratización. En su lugar, deben concentrarse en fortalecer aquel tipo de clase media solidaria con las clases más pobres, quienes también tienen poder político.

Y los líderes electos en gran medida por los pobres tendrán que reconocer que deben respetar el Estado de Derecho o enfrentar el riesgo de escindir a la clase media y a las elites que controlan los negocios, a los militares y a otros segmentos críticos de la sociedad. En algunos países, este proceso ya ha comenzado. En Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva fue elegido en 2002 debido en parte a su popularidad entre los pobres. No obstante, rápidamente modificó sus opiniones populistas de izquierda para ganarse a la clase media del país y tuvo tanto éxito en el crecimiento de la economía como con el establecimiento de programas eficaces de lucha contra la pobreza.

La definición occidental de la democratización debe ir más allá de la celebración de elecciones periódicas y libres para incluir derechos e instituciones liberales. En su libro Wars, Guns, and Votes (2009), Paul Collier señala que en las naciones más pobres de África las “elecciones de democracia paritaria” pueden provocar un terrible conflicto étnico ya que, si no van acompañadas por ningún otro tipo de instituciones democráticas, fácilmente se convierten en un escenario más para los conflictos tribales. El problema se evidencia claramente también fuera de África, donde los recién elegidos autócratas no dudan en pisotear los derechos de las minorías después de aventajar en una encuesta.

En su lugar, las naciones en desarrollo podrían considerar las posibilidades de la representación proporcional, con la que pueden proteger los derechos de las minorías y fortalecer las coaliciones que agrupen a los pobres y las clases medias. Asimismo, los organismos de ayuda deben invertir en la promoción del constitucionalismo –el desarrollo de instituciones que crean y consolidan el Estado de Derecho– y, de igual modo, promover y dar seguimiento a tales elecciones. Los países extranjeros podría promover también el constitucionalismo mediante el financiamiento destinado a la formación de la profesión legal y mediante la distribución de los fondos de ayuda para instruir no sólo a funcionarios y políticos sino, también, para financiar a los activistas de la sociedad civil y a cuantos podrían estar implicados en la elaboración de constituciones más progresistas o, más tarde, en la defensa de los valores constitucionales.

Si en las democracias consolidadas junto con las naciones en desarrollo no se hacen esas inversiones respecto de la clase media, el resultado será deplorable para todos. Tailandia enfrenta hoy una división profunda entre la clase media y las elites y, por otro lado, lucha también con las demandas de los más pobres. Cuando en otoño el país celebre nuevas elecciones, es posible que gane el partido favorable a estos puesto que constituyen la mayoría de la población. Sin embargo, es poco probable que la clase media y las elites cedan el poder sin oponer resistencia, lo que podría provocar una nueva ola de violencia para dar lugar a otro golpe de Estado. “El país se encuentra paralizado por el miedo”, me dijo un alto funcionario tailandés. “Ahora, cualquier opción es mala…” Desafortunadamente y desde Camboya hasta Venezuela, muchas naciones en desarrollo se encuentran en un aprieto similar.


Posted: April 22, 2012 at 5:14 pm

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