Tsunami
Ezio Neyra
Apenas he llegado y el chancho ya ha sido servido. Graciela lo ha colocado sobre la mesa. Humea. He tomado asiento en una de las plazas laterales. Hora y media atrás el bus me había dejado en el centro de la ciudad. Cuando todavía faltaban algunos kilómetros, y yo ya estaba bien despierto porque el cielo, aunque gris, brillaba con insistencia, era posible observar una densísima neblina que prácticamente lo cubría todo. También garuaba. Las pequeñas gotas planeaban hasta ir a chocar contra la espesa bruma y se quedaban allí, y el incansable ventarrón generaba que la tierra a los márgenes de la ruta se elevara y se uniera a la lluvia y a la niebla, produciendo un constante sonido grave en el ambiente. Parecía que todo hubiera estado en movimiento, que no era una zona nublada sino una batidora que recogía de por aquí y por allá y que luego batía, trituraba y licuaba cuanto encontrara a su paso. Todo, menos el bus que me llevaba. Que con fuerza se adentraba y rompía los grandes cúmulos de neblina. Que luego también avanzaría sorteando las curvas hasta llegar a su destino.
Cuántas veces había recorrido esa misma ruta. El violento mar a un lado, los grandes cerros de arena al otro, el sol bien en lo alto. Cuando de niño íbamos en el auto de papá, a esas alturas del viaje yo comenzaba a impacientarme, me movía un poco en mi asiento y le pedía que manejara más rápido. Luego volteábamos a la derecha, justo cuando los arrozales concluían, y por fi n comenzábamos a divisar la ciudad. En aquél tiempo las casas se mostraban coloridas y a sus puertas siempre había familias enteras que conversando o bebiendo dejaban que los días murieran. Los niños jugaban en las calles, saltando de un lado a otro, y cuando pasábamos con el auto se lo quedaban mirando y sonreían para luego volver sus ojos al juego. Había ferias abarrotadas de gente que llegaba de todos lados y corriendo iba hasta el taca-taca y gol por aquí, gol por allá. Incluso diría que hasta el color del cielo era distinto. Es como si después del maremoto se hubiera vuelto grisáceo, sucio. Como si la tierra y el barro se hubiesen escapado de las enormes olas echándose a volar y yendo a parar al cielo. Si antes era de un denso celeste, ahora tiene un color pálido, enfermo, podrido. Y más que nunca parece la continuación de la pista terrosa, llena de piedras y ya sin vegetación porque también a ésta se la llevaron las olas. Si no fuera porque de vez en cuando aparece una lagartija o un perro, no sería difícil imaginarse caminando dentro de uno de esos cristales que guardan escenas navideñas, pero sin colores, sin vida, sin ninguna alegría.
También hay casas. Pero la mayoría está por los suelos. Las que no lo están, aunque hayan perdido sus techos o sus ventanas, conservan al menos la fachada. Sus marcos, a los que ahora sólo está encajado el vacío, han sido cubiertos por enormes adobes que esconden lo evidente y que niegan el ingreso al terreno, aunque adentro no quede más que escombros. El resto de casas, en cambio, ha perdido todas las paredes y ahora sólo son espacios abiertos, y cuando se está en el interior de alguna de ellas es difícil imaginar cuál era la distribución de las habitaciones antes del maremoto. Quedan estructuras, concreto, hierro, cables, basura, caminos de tierra. Hay paredes que como sólo se han roto parcialmente, dejan ver adobes y ladrillos descascarados, descoloridos, que más parecen los elementos con los que se hubiera construido castillos de arena. Y al igual que ésta, las ruinas son deformes y no siguen ningún patrón. Algunos destrozos parecen panópticos cónicos y otros se asemejan a partidas de dominó. Al mirar en cualquier dirección se obtiene una perspectiva amplísima, de gran diversidad, y a lo lejos se ve el mar que ruge como una bestia rabiosa, y las paredes se acumulan una tras otra, y lo mismo pasa con el hierro y con todo el desmonte, y parece que no hubiera mejor escenario para la desolación.
Quizá por ello no sorprende ver a tan poca gente en las calles. Caminan lentamente y están abrigados. Parecen desconfi ados cuando los huesudos perros se les acercan y olfatean sus bultos. Andan en grupos y rara vez se les ve conversar. Por lo general tienen los huesos flacos pero cargan barrigas grandes como si se hubiesen bebido el océano. Se detienen junto a las parvas de piedras, y conversan y observan de reojo. Ellos mismos parecen desperdicios del mar cuando, como yo, caminan por la avenida central, en donde calles y casas todavía se mantienen de pie, con sus fachadas pulcramente pintadas y las aceras firmes. Quizá lo que el maremoto haya hecho fuera reducir la ciudad, pensé, porque los márgenes, ahora que el centro había sido reconstruido, parecen parte de otro territorio y no del mismo en cuya plaza de armas se alza, imponiéndose a la bruma, la antena parabólica de la municipalidad.
Era temprano, aún no eran las siete, y decidí esperar una hora decente para llegar a casa de mi abuelo. Dos o tres puestos ambulantes llegaban. Me senté en la banca que da a la fuente. Las pocas personas que a esa hora recorrían la plaza me miraban con ojos extraños. Luego de pasar a mi lado, un hombre se detuvo y volteó a verme para luego seguir su camino. Parecía tener algo urgente que decirme pero la duda le ganó y lo mantuvo en silencio. Otras personas también tuvieron una actitud similar: el hombre y el niño que caminaban agarrados de la mano, el joven cura que iba apurado, o la señora que cargaba una bolsa con pan. De todos, los que más llamaron mi atención fue la pareja del abuelo y la nieta. Próxima a mi banca, la niña tuvo sus ojos encima de mí todo el tiempo. Los abría y cerraba como si tratara de pellizcarse para despertar. Cuando me sobrepasaron, ella trataba de darle vuelta a su cuello para seguir observándome y se detenía y suavemente le jalaba el pantalón al anciano. Estuvieron así unos metros más hasta que él también se detuvo. La niña pareció contenta: sus pies ahora se agarraban con firmeza al suelo. Le dijo algo al oído y el anciano también volvió su mirada. Volvieron a hablarse y se dieron media vuelta. Nuevamente pasaron a mi lado, los grandes ojos de la niña sobre los míos, y ocuparon una banca al otro lado de la pileta. Ella vestía un uniforme escolar gris; él, un abrigo verde y pantalones azules. Se sentaron uno al lado del otro y sonrieron. La niña era graciosa. Su pelo ensortijado llegaba hasta la punta de su nariz y luego su pequeña mano lo movía hacia sus orejas. Acomodaba sus colas y levantaba los hombros un poquito, como si estuviera haciendo una travesura. Sacó un cuaderno y unos lapiceros de su bolso. Apoyó el cuaderno sobre la banca y empezó a dibujar. Entonces era tierno ver cómo el pelo le caía sobre la cara todo el tiempo. Le cubría los ojos, le picaba las mejillas, no le permitía dibujar. Al abuelo se le ocurrió empezar a soplarle la cara, dejándola al descubierto, pero esto tampoco parecía funcionar.
La niña empezó a dejar las sonrisas de lado y a observarme nuevamente. Si yo movía una mano para rascarme la oreja, ella detenía sus ojos. Si cambiaba de posición mis piernas, lo mismo. Al poco rato, al abuelo pareció ocurrírsele una solución porque pasó satisfecho su mano por la cabeza de su nieta. Se acomodó bien pegado al respaldar y sentó a la niña sobre sus piernas. Ella agarró el cuaderno, lo apoyó en su regazo y se puso a dibujar una vez más. Bien apoyada su espalda al pecho del abuelo, éste le sostenía todo el pelo con ambas manos, como si hubiera querido peinarlo. Se lo jalaba suavemente, lo entornillaba y lo dejaba caer sobre sus hombros. El viejo comenzaba luego a mover de arriba abajo sus piernas, únicamente despegando los talones del suelo. Le acariciaba las mejillas y la nieta seguía dibujando. Luego le cogía el pelo y desde las raíces lo levantaba hasta descubrir su cuello. Entonces el viejo acercaba despacio su nariz y, cerrando los ojos, movía su cabeza de un lado al otro de la piel de la niña. Después se acercaba también a sus hombros. Soltaba el pelo de la nieta y colocaba sus dos manos por delante, un poco debajo de su cuello. La empujaba suavemente hacia atrás mientras el viejo parecía pleno de alegría cuando puso una de sus manos sobre las piernas de la pequeña, levantándole la falda para sentir su piel. Ella sonreía y siguió sonriendo cuando el abuelo le dijo algo al oído y luego volvió sus manos al pelo y una vez más a sus piernas.
En ese momento empecé a tener ganas de irme de allí pero no lograba pararme de la banca. La plaza seguía con pocas personas. Sólo uno de los negocios, la tienda de abarrotes próxima al restaurante de comida italiana, había abierto. Un empleado, bajito él, colocaba los periódicos sobre unas tablas en la acera. Más allá, un barrendero empezaba a sacar los primeros lustres a la plaza. La biblioteca de la municipalidad también empezaba a recibir personas. Dos o tres ya habían ingresado, y la antena parabólica parecía aun más imponente sobre el cielo que poco a poco se mostraba más claro. Todavía enfrente, vi cómo el abuelo le había hecho unas trenzas a su nieta. Estaba más graciosa que antes. Toda ella era sonrisas que chorreaban constantemente de su cara. El viejo también seguía luminoso, en lo suyo. Ahora la niña estaba sentada en el banco. Jugaban con las manos. Uno le entregaba la derecha y el otro a cambio le daba la izquierda. Y se reían a carcajadas y la risa de la niña inundaba la plaza y de la pileta parecía que saldría luz. Cuando uno de ellos se equivocaba, que no sabía que debía entregar la mano derecha pero arriba, el viejo la agarraba por la cintura y la apretaba despacito. Le hacía cosquillas y ella movía los hombros con fuerza, tratando de zafarse. La agarraba luego y la echaba sobre su regazo y le soltaba una trenza y luego la otra. Acercaba su nariz a la cara de la nieta, y luego la alejaba. Volvía a decirle cosas al oído. En breve, le acariciaba las pantorrillas y las canillas, mansamente.
Por la plaza ya transitaban más personas. Ya había quienes leían los titulares de los diarios. Más gente ocupaba otros bancos. Frente a la municipalidad, que ya había abierto sus puertas, una decena de campesinos esperaba en una cola para ingresar. Ruidosos carros también circunvalaban el perímetro, dirigiéndose luego a sus destinos. Otros se detenían y sus conductores bajaban, se saludaban y se largaban a conversar. A esas alturas, el abuelo y la nieta ya estaban bien sentados en la banca. Compuestos ambos, la niña guardaba los cuadernos y los lapiceros en su mochila. Al rato se pararon, la niña me observó otra vez, y continuaron su camino. También yo agarré mis bultos y caminé.
Llegué a casa de mi abuelo atravesando el bulevar, que carga solamente con esculturas en honor de gallos y camarones. Graciela abrió la puerta y me saludó con afecto.
“Cuánto tiempo sin verlo por aquí, joven. Pase, pase, venga por aquí.”
Atravesamos la sala y me llevó hasta un dormitorio.
“Los señores aún duermen”, me dijo, “pero acomode sus cosas que ya deben despertar.”
Abrí mi maleta, me cambié de polo, luego fui al baño a lavarme un poco. Al rato estuve en la cocina y me senté a la mesa. Los pedazos de chancho humeaban y Graciela seguía trayendo comida: panes, mantequilla, mermelada, salame, leche, café.
– Ezio Neyra nació en Lima en 1980. Ha publicado las novelas Habrá que hacer algo mientras tanto y Todas mis muertes. Actualmente sigue estudios de posgrado en Brown University. El presente fragmento pertenece a su más reciente novela, Tsunami, de próxima aparición.
Posted: April 19, 2012 at 5:24 pm