Mexican Chicago, una crónica…
Francisco Hinojosa
Este es un fragmento de la reedición de Mexican Chicago, una crónica que se reedita este año en Guanajuato bajo el sello editorial CREA.
Llegamos al Jumping Bean (1439 W. 18th St.) por la mañana. En cuanto nos presentamos ante Eleazar como enviados del fotógrafo Heriberto Rodríguez, supo que algo le llevaríamos de su parte. Nos preguntó por él y su esposa Georgina –ambos muy cercanos a un numeroso grupo de amigos que suelen reunirse en el café–, y cumplió con las formalidades del caso: ¿dónde se están quedando?, ¿qué los trae por acá?, etcétera. Nos puso luego en la barra sendos express y tomó el gran sobre que le llevábamos como improvisados carteros y lo dejó a un lado para conocer su contenido en otro momento. Sin embargo, no estábamos dispuestos a que así sucediera. Como ya sabíamos cuál era el contenido del sobre, nos preparamos para observar las reacciones del destinatario con el sano fin de relatarlas en esta crónica: el regalo, visto de esa manera, también nos incluía como destinatarios.
Heriberto Rodríguez –fotógrafo de la agencia Reuter, que lo mismo cubre con su cámara un partido de las Chivas contra los Potros, una posible declaración de los parientes de algún presunto occiso con narcoactividades empresariales o una entrevista con el subcomandante Marcos– viajó a Chicago en alguna ocasión para alejarse un poco del fotoperiodismo y cultivar otra faceta de su profesión: el retrato urbano. Un azar, convertido en imán, lo llevó al Jumping Bean en los primeros meses de 1994. (Como sucede con Roma, me escribió en un e-mail, “en Chicago todos los caminos te llevan al Jumping Bean”.)
La gente con la que fue al recién inaugurado lugar tuvo que cumplir otros compromisos y lo dejó solo con Eleazar. La plática, los cafés y la evidente empatía los condujo a hablar de lo que se comentaba en ese momento en México, en Chicago y en muchos otros lados del mundo: la rebelión zapatista en Chiapas. Heriberto le contó acerca del testimonio gráfico que tenía en su haber sobre el movimiento y Eleazar le dijo que en su café, a unos cuantos días de haberse inaugurado y a otros tantos del levantamiento zapatista, ya se habían dado conferencias sobre el tema, además de haberse ofrecido como centro de acopio y ayuda a ese universo que el muy moderno siglo veinte empezaba a descubrir en su umbral: la pobreza extrema en las que viven muchos indígenas mexicanos.
Eleazar no se aguantó: si la idea con la que nació su negocio tenía que ver, a la vez, con sus raíces mexicanas y con la herencia que los dueños anteriores del local le habían legado, así fuera involuntariamente, entonces había que exhibir en sus paredes las fotografías de Heriberto.
La neogótica construcción en la que el Jumping Bean ocupa su primer piso fue edificada durante los primeros años del siglo en el barrio de Pilsen. Esa zona, puerto de llegada para muchos inmigrantes, y por ello conocida como “el corazón de Chicago”, era en ese entonces predominantemente checa y polaca. El primer negocio que se estableció en el inmueble, hacia 1903, fue un estudio de fotografía comercial. Su dueño, Francis Nemecek, retrató y exhibió en sus paredes los rostros de las familias checas que se asentaron en esa zona.
Con la llegada masiva de mexicanos a Chicago, en los años cincuentas y sesentas, de a poco en poquito el barrio de Pilsen comenzó a llenarse de taquerías, expendios ambulantes de elotes y molinos de nixtamal. En las calles se oía hablar ya más español que checo, y la música de mariachi llegó para quedarse. Los antiguos residentes de la zona tuvieron que aceptar la invasión, se desplazaron a otros rumbos de la ciudad y le vendieron sus casas y sus calles a la nueva y vigorosa inmigración.
La planta del edificio que actualmente ocupa el Jumping Bean, y que antes fuera el Nemecek Studio, fue adquirida en esa época (1959) por el peluquero Nick Velázquez, que lo mismo cortaba el cabello, daba cátedra a los clientes asiduos sobre historia de México o exhibía sus verdaderos tesoros: las fotografias que pendían, en los muros del local, de Pancho Villa y Emiliano Zapata, así como algunas imágenes de Casasola (Crónica ilustrada de la Revolución Mexicana), casi todas ellas recortadas de revistas. En un refrigerador viejo guardaba también diversos libros, como Las memorias de Pancho Villa de Martín Luis Guzmán, no todos ellos elogiosos de la figura del caudillo. El lugar era muy visitado por la comunidad del barrio: quizás más como galería y biblioteca improvisada que como Barber-Shop.
La peluquería de Nick Velázquez se acabó un día, a principios de los noventas, tal vez por cansancio profesional, por agotamiento existencial, por salud o por hastío. El changarro cerró y su dueño le confió el espacio a su hija.
Los dos pisos superiores fueron arrendados como vivienda por Pete Rodríguez –pintor de brocha gorda, analista político, fotógrafo aficionado, mecenas y coleccionista de arte. Hoy en sus muros ya casi no cabe nada. Están llenos de los óleos, las acuarelas y los acrílicos que sus amigos le confían en calidad de préstamo y de otros que él ha adquirido con sus propios recursos, además de fotografías, altares, objetos varios, carteles, volantes, sticks, retratos, reproducciones, escritos, panfletos, recortes de periódicos y revistas y la silla en la que Nick Velázquez cortaba el cabello. Conviven en esas paredes los ídolos y los amigos, los mitos y la historia personal, México y Chicago, las ideas y las creencias: Selena, Sugar Blue, Muddy Waters, Hendrix, Marley, Bruce Lee, Lola Beltrán, Lenon, Villa, Van Gogh, Morrison, Zapata, Harold Washington, Elvis, Chuy García, Rudy Lozano, Janis Joplin. Y muchos dibujos y grabados de los artistas locales, a quienes saca de apuros económicos al comprarles su obra. El museo privado de Pete, con la intuitiva museografía que le da orden, es un lugar único (y desconocido) de Chicago.
Luego de varios años de que el sitio dejado por Nick Velázquez, el primer piso del edificio, estuviera desocupado, Eleazar –decidido a ser empresario y empujado por su hermano Guillermo– se echó en hombros el compromiso de hacer un negocio rentable, con el apoyo de un socio a quien conocía de toda la vida, y que al cabo del tiempo reculó. Contaba además con la solidaridad de quienes solían hacer allí su tertulia: Pete, Jeff y Javier, entre otros, que usaban a su antojo el espacio semi-abandonado por el dueño.
(Paréntesis llamado “¡Ah, qué chiquito es el mundo!”: mi relación con Chicago, antes de que estos viajes se transformaran en crónicas, tenía mucho que ver con mis tíos Raúl y Berta, que inmigraron al medio oeste en pos de mejores condiciones de vida académica, y con mis primos Berta, Raúl, María y Jorge, todos aireados y curtidos desde niños por los vientos chicaguenses. Tantas cosas sabía por ellos de Chicago que esta crónica bien podría haber sido un álbum de familia o una caja de recuerdos. Ya más adelante habrá tiempo de hablar sobre las deudas que tengo con cada uno de ellos. Escribo un adelanto: mi primo Raúl, según me han contado sus padres y hermanos, ya que él es ahora un hombre altamente ocupado que apenas tiene tiempo de responder a los correos que le envío, hace algunos años estuvo tentado a comprar el edificio del actual Jumping Bean con la intención de convertirlo, precisamente, en un café.)
Antes de hacerse empresario, Eleazar trabajó siete años como mensajero para la cadena de tiendas Bloomingdale. Con sus ahorros, el consejo oportuno de su hermano, el apoyo económico (traducido en sociedad) de un amigo de infancia y la amistad de quienes ofrecieron su trabajo gratuito para que el local tuviera la infraestructura adecuada, el Jumping Bean abrió sus puertas al barrio los primeros días de 1994.
Al principio no todo fue un trozo de piña que cae con gracia acreobática sobre el taco al pastor. Algunos habitantes de Pilsen le reclamaron a Eleazar que su negocio no tuviera que ver con las carnitas, la birria o el mole, y ponían por ello en duda su ascendencia mexicana y su derecho a pertenecer al barrio. Además, el café (el express y sus variantes) no era una bebida que se acostumbrara consumir entre los residentes del lugar.
Sin embargo, firme en su idea, se preparó a fondo para poner en marcha lo que tenía en mente: probó muchas combinaciones de café hasta encontrar la que impondría el sello de la casa (y que se guarda para sí como secreto de Estado), aprendió a comprar los ingredientes de mejor calidad para sus ensaladas y sándwiches, armó una carta atractiva y le impuso al espacio su toque personal. El resultado, luego de algunos tropiezos –como el que su socio le renunciara–, y algunos logros –como el que su hermana Silvia le entrara al relevo–, es ahora perceptible: las posibilidades de expansión, tres años después de haberse iniciado el negocio, están en la puerta. Me cuenta Heriberto que su encuentro con Eleazar “sucedió inmediatamente después de una aparición de la virgen de Guadalupe en medio del lago Michigan. El joven Juan Diego, a quien todos conocían como el “Johnnie”, grabó en su sayal las figuras de unos tenis nike, unos walkman con todo y headphones, y se lanzó a difundir que el Café Jumping Bean tenía que ser el centro de reunión de todos los que tuvieran una idea que desarrollar”.
Francisco Hinojosa es poeta, narrador y editor. Es autor y antologador de más de cincuenta libros y columnista de Literal. Su twitter es @panchohinojosah
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Posted: November 14, 2023 at 10:01 pm