Una elección involuntaria
Alejandro Badillo
¿Se puede adoptar a un gato o lo que sucede es que él te adopta a ti? La condición salvaje del gato, su independencia, sus regateos, apuntan a una elección del felino que, con el tiempo, se reafirma. Cierto, le abres la puerta de tu casa, le compras comida, sin embargo él no se entrega inmediatamente, tiene que pasar un tiempo de adaptación, de conjuntar costumbres y personalidades. En el gato hay mucho de sutileza y poco de obvio. Por esta razón no hay nada más artificial que acudir a la tienda de mascotas a observar gatos tras un cristal, sacar la billetera, contar el dinero y escoger uno como si fuera un nuevo electrodoméstico o un mueble. Un gato no está hecho para venderse sino para encontrarse por azar. Se adueña de tu territorio deambulando sobre las baldosas, durmiendo en un sillón, mirando por la ventana la inmovilidad de la tarde. Si el perro parece un niño con su ansiedad, sus ladridos sin control, sus saltos, el gato es un adulto que nos mira desde su escepticismo, su misantropía, su silencio. Esta característica lo convierte en objeto de odios y temores. El hombre, haciendo gala de su soberbia, ha creído durante muchos siglos que su destino es dominar a las bestias, explotarlas. El gato se resiste a este destino, incluso, aprovecha la fascinación que despierta para sacar ventaja y manipularnos a su antojo.
El gato, además de su transcurrir escurridizo, parece un animal hecho de silencio. La historia, en algunos casos, reafirma el imaginario popular que considera a los gatos como seres diabólicos, compañeros de brujas, que traicionan o que sirven como anzuelos para hechizar a los incautos. El historiador francés Jules Michelet lo pone como compañero de la mujer en su tránsito de sacerdotisa a bruja. Robert Darnton en su libro La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa habla de cofradías de sirvientes o artesanos que utilizaban a los gatos como chivos expiatorios: los personificaban como su fueran sus patrones y, en una inútil venganza, los sacrificaban metiéndolos en un saco al que le prendían fuego. Sin embargo, no todas las culturas han vilipendiado a los felinos, James George Frazer en su estudio clásico La rama dorada refiere que en muchas partes de Java para provocar la lluvia se bañan dos gatos, macho y hembra; a veces, para reforzar el rito, son llevados en procesión y con música. No está de más recordar la fascinación que despertaron en los egipcios al grado de embalsamarlos, costumbre reservada para los seres divinos.
Alguna vez le preguntaron al escritor estadunidense Ernest Hemingway por qué tenía tantos gatos. “Un gato te lleva a otro”, respondió. En su casa en Florida vagabundean los descendientes de sus gatos. Los turistas los distinguen por una mutación genética en las patas delanteras que cuentan con un dedo de más. Muchos escritores han adoptado gatos en la vida real y, también, los han convertido en protagonistas de sus historias. ¿Por qué esta relación? Aventuro una hipótesis: la literatura se construye poco a poco, como un gato que acecha a su presa. No se puede atrapar una buena historia sin antes asediarla, bosquejar sus primeros incidentes. También, como en el arte, hay un elemento lúdico que puede asociarse a las cabriolas de uno de ellos. Podemos imaginar al creador del ensayo moderno, Michel de Montaigne, contemplar el juego de su gata y, después, redactar estas líneas para L’apologie de Raymond Sebond: “cuando juego con mi gata, quién sabe si ella no me toma por su pasatiempo tanto como yo lo hago con ella”.
La literatura también da voz a los gatos en obras singulares como Opiniones del gato Murr de E.T.A. Hoffmann y Soy un gato de Natsume Sōseki; en ambas historias estos animales cuentan con ironía su relación con los humanos y descubren, inmisericordes, nuestros defectos. Incluso un monje tibetano, Lobsang Rampa, fue intérprete de su gata Fifí bigotes grises para que escribiera un libro. En otras obras que publicó hace varias décadas cuenta que en el Tíbet hay gatos siameses, fieros custodios de los templos sagrados que matan a los ladrones que intentan saquearlos. Héctor A. Murena es, quizás, autor de uno de los mejores cuentos sobre estos animales. En “El gato” aborda el exilio de un hombre en un pequeño cuarto de alquiler. En su nuevo hogar descubre un felino y comparte con él espacio y tiempo. Transcurren los días y el hombre se aleja cada vez más del mundo al grado de no salir a la calle. Además, su percepción cambia, se vuelve más receptivo a los olores, a los sonidos. Pasa días enteros echado en la cama, acompañado por el gato. Un día van a la pensión a buscarlo, tocan la puerta y el hombre, en lugar de hablar, emite un largo y perezoso maullido. La transformación se ha llevado a cabo.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: September 20, 2018 at 8:52 pm