Flashback
Julio Cortázar: Viaje al centro de la tierra

Julio Cortázar: Viaje al centro de la tierra

Manuel Pereira

En septiembre de 1979 yo recorría el triángulo minero de Nicaragua (Siuna, Rosita, Bonanza) haciendo un reportaje sobre los buscadores de oro en los ríos. Allí coincidí con Julio Cortázar y su joven esposa, la fotógrafa canadiense Carol Dunlop. De pronto los tres entramos en una jaula para bajar a una mina de oro. Con nuestros cascos rojos provistos de linternas, descendíamos en el elevador del pozo cuando Julio exclamó entre sentencioso y jocoso: “ha comenzado el Viaje al centro de la Tierra.” Eso nos llevó a nuestro tema favorito: Julio Verne.

Nuestra amistad siempre estuvo misteriosamente ligada a ese otro Julio francés. A los ocho años yo me había robado una novela de Julio Verne en la librería “La Moderna Poesía”. Salí corriendo, me atraparon en una esquina, me llevaron a la estación de policía, me soltaron por ser menor de edad. Mi madre –abochornada por esa travesura infantil–, me castigó comprándome poco a poco las obras de Verne que yo devoraba. Mi fascinación con ese autor llegó al punto de autodedicarme sus novelas, como si el Padre de la Ciencia Ficción fuera mi amigo y me autografiara sus novelas desde el Más Allá.

Doce años más tarde, en 1968, yo era un recluta del Servicio Militar Obligatorio (SMO) que cortaba caña quemada en la provincia de Camagüey. Detrás de mi barraca siempre había un jeep militar con un equipo de telecomunicaciones y una larga antena. El recluta que lo operaba, tras enviar sus mensajes cifrados, buscaba con el potente aparato emisoras extranjeras para oír a escondidas las canciones de los Beatles. Cuando yo regresaba del cañaveral, me metía en el vehículo para oír al grupo musical prohibido en la isla. Pronto advertí que el radio-operador leía un libro muy grueso, de tapas negras, titulado Rayuela. Cuando él terminó de leerlo, me lo prestó aclarándome que no era suyo sino de un teniente que estaba de permiso en La Habana.

El albergue donde yo dormía tenía unas treinta literas para otros tantos soldados transformados cada madrugada en cortadores de caña. A las ocho de la noche apagaban las luces y apenas tenía tiempo para leer la abultada novela de Cortázar. Entonces se me ocurrió cazar cocuyos en los matorrales para meterlos dentro de un frasco de cristal de compota rusa cuya tapa previamente yo había perforado con la punta de una bayoneta para que los insectos pudieran respirar. Veinte coleópteros saltando dentro del pomo bastaban para iluminar tenuemente la página que estuviera leyendo después de apagados los bombillos del dormitorio.

Con la luz verdosa emitida por los insectos, yo leía las aventuras de Horacio Oliveira y la Maga en aquel lejano París que, desde el agreste Camagüey, se me antojaba una ciudad inalcanzable. Gracias a la magnífica prosa de Cortázar yo me olvidaba de que estaba sancionado a tres o cuatro meses más de servicio cortando caña quemada. Incluso olvidaba que –de tanto manejar el machete–, sufría una tendinitis en la muñeca derecha y que, aun con el antebrazo enyesado, me obligaban a recoger caña chamuscada, a oscuras, con el surco iluminado por los busca chivos de un jeep.

Así, gracias a Rayuela, cada noche yo dejaba de ser un soldado tiznado para recuperar mi individualidad, volvía a sentirme una persona, no un simple número perdido en la muchedumbre de los cuarteles. Si mi primer relámpago literario había sido Julio Verne, el segundo fue la novela de aquel otro Julio argentino.

El teniente de marras regresó al campamento cañero y tuve que devolverle su libro, pero contento pues ya yo me lo había leído con la luz fosforescente de los cocuyos de Camagüey. 

En mayo de 1969, ya reincorporado a la vida civil, compré la edición de Rayuela recién publicada por Casa de las Américas. Y, por supuesto, siguiendo mi infantil costumbre, años más tarde me la auto-dediqué con esta frase: “Al joven novelista Manuel Pereira”.

Lo de “joven novelista” se debía a que yo había terminado mi primera novela (El Comandante Veneno) que permanecía inédita, censurada por “pornográfica”, según declaró un oficial militar en el suplemento El Caimán Barbudo y yo sin derecho a réplica. Mi novela era el premio del “Concurso 26 de julio”, pero el jurado prefirió  declarar desierto el premio antes que otorgármelo.

Mi primera novela permaneció silenciada durante unos tres años. Después de muchos problemas con los censores que me daban largas mientras trataban de dorarme la píldora, finalmente el 24 de diciembre de 1977 fue publicada tal como yo la había escrito, pues me negué a quitarle ni un solo párrafo, ni una sola oración. 

Así salía a la luz El Comandante Veneno y dio la casualidad que la presentación delante de más de 300 personas llenando la calle Obispo tuvo lugar exactamente en la misma librería donde yo me había robado un libro de Julio Verne más de veinte años atrás.

En enero de 1978 Julio Cortázar visitó La Habana y asistió a la Casa de las Américas durante un encuentro con jóvenes escritores. Ya había leído mi novela y se sentó a mi lado mientras yo disertaba sobre el Barroco Latinoamericano. En junio de ese mismo año, El Nacional, de Caracas, publicó una larga reseña elogiosa de Julio Cortázar sobre mi primera obra.

El día que nos conocimos, en la Casa de las Américas, a últimos de enero de 1978. ©Manuel Pereira

A partir de ahí nos hicimos amigos y cuando le conté la anécdota de Rayuela y los cocuyos camagüeyanos fue como si nos conociéramos de toda la vida. Un año después visitó mi buhardilla en un solar de la Habana Vieja, mi cuarto era tan  pequeño que desde la mesita de mármol donde yo le había servido una tacita de café, él veía todo en derredor. De pronto, pidió mi ejemplar de Rayuela para dedicármelo. Espantado, yo trataba de tapar ese libro situándome delante de la estantería. Le mentí aduciendo que, por falta de espacio, su novela estaba en casa de mi madre y le ofrecí Los premios para que me lo autografiara, pero él ya había visto el ejemplar de Rayuela en un anaquel, fácil de distinguir por su grueso lomo amarillo de 650 páginas. A regañadientes, le alargué el libro y, por supuesto, enseguida descubrió la falsa dedicatoria en la portadilla: “Al joven novelista”. Levantó una ceja: “¿y cuándo yo te dediqué este libro?”. Entonces le conté todo, bastante avergonzado: mi manía infantil de imitar firmas, mi obsesión con Julio Verne, el robo que cometí a los 8 años… Él me miraba de hito en hito, y supuse que estaba disgustado, pero entonces buscó la página anterior y allí escribió estas palabras: “Esta dedicatoria invalida la de la página siguiente, salvo que mantiene la amistad y le agrega el gran afecto de Julio”.

Ese libro doblemente dedicado –que además se puede leer de dos maneras– me ha acompañado como un talismán durante el destierro. Por haberme robado los libros de dos Julios, y por falsificar sus autógrafos, Cortázar empezó a llamarme: “ladrón de Julios”.

En 1978 pasé fugazmente por París y Julio fue mi cicerone en esa ciudad que yo había vislumbrado diez años atrás, en una oscura barraca de reclutas macheteros, gracias a mi improvisada lámpara de insectos fosforescentes. Él me enseñó, por ejemplo, a usar el metro, y enseguida comprendí que ese laberinto subterráneo tenía mucho que ver con la disposición de capítulos elegibles de Rayuela, pues las casi infinitas conexiones entre las muchas estaciones estaban poéticamente sublimadas en su novela.

A finales de 1982 volví a pasar por París y Carol Dunlop estaba muy grave. Me encontré con Julio en un bistró del bulevar Saint-Germain. Ya no exhibía la sonrisa con los dientes separados que le daban un aire de niño travieso. “Creo que voy a morir de amor”, dijo. Recuerdo vagamente algunas palabras que dejó caer: “leucemia”, “trasplante de médula”.

Año 1983: tras la muerte de su joven esposa, me paseaba con Julio entre la Plaza de Armas y el Castillo de la Fuerza, allá en La Habana Vieja. Estaba sombrío, se lamentaba conmigo porque el gobierno cubano no le había dado no sé qué medalla. Me sorprendió que un escritor que ya tenía la inmortalidad garantizada desde Bestiario se preocupara tanto por una pieza de metal bruñido. Tal vez en la isla todavía no le perdonaban que hubiera firmado la carta pública a Fidel Castro publicada en Le Monde el 9 de abril de 1971 durante el caso Padilla. Él se quejaba y comparaba: “En Nicaragua me han conferido la Orden Rubén Darío, y aquí, nada”, me confesó a la sombra de ceibas y palmeras. Entonces recordé que años atrás Lezama Lima me había dicho: “Cortázar es un ingenuo en política”.

Dos años después de la muerte de Carol, Julio enfermó coincidiendo con mi nombramiento como agregado cultural de la Delegación Cubana ante la Unesco. Nada más saber que estaba ingresado, acudí al Hospital Saint-Lazare. Me abrió la puerta de su cuarto una señora afligida a quien yo no conocía: su primera esposa, la brillante traductora argentina Aurora Bernárdez. Ella me dijo que Julio no quería comer, ni siquiera espaguetis. Asomándome un poco, lo vi acostado en la penumbra, con su barba de náufrago, durmiendo cuan largo era. Rememoré una boutade que me dijo Lezama: “Julio padece una envidiable enfermedad llamada ‘efebicia’, que lo mantiene joven a cambio de que sus huesos crecen desmesuradamente.”

Poco después Julio fallecía y fui a su apartamento en el número 4 de la calle Martel donde lo velaban. Eso me asombró, pues en Cuba no se hacen velorios en los hogares. Me alejé del sarcófago situado en el dormitorio para escudriñar los lomos alineados en anaqueles a lo largo del pasillo. Luego eché un vistazo a las carátulas de sus discos de jazz: Thelonious Monk, Charlie Parker, Louis Armstrong, Duke Ellington, Dizzy Gillespie…, toda esa improvisación musical que domina no sólo la estructura jazzeada de Rayuela, sino también el lenguaje, como se advierte en el “glíglico” del capítulo 68. El apartamento empezó a llenarse de gente y entonces sentí algo raro, como si estuviera en una casa tomada. Ni corto ni perezoso, hice mutis por el foro.

Luego fui al cementerio de Montparnasse, donde me encontré con Ugné Karvelis, la segunda mujer de Julio, la que lo politizó. Lituana, culta y rubia, agraciada a pesar de la edad, le gustaba dar a entender que era la Maga. Como de costumbre, fumaba uno tras otro sus Gauloises. Enfrente, y a cierta distancia, distinguí a Bernárdez, ya convertida en la albacea de Cortázar.

En el sepelio, cementerio de Montparnasse,12 de febrero de 1984. © Manuel Pereira

De pronto, sentí una crispación en el aire y experimenté vergüenza ajena cuando alguien a mi espalda exclamó débilmente: “¡Unidos, compañeros!” El acento sonaba argentino o uruguayo. Poco faltaba para que los que me rodeaban alzaran los puños cantando La Internacional o sacaran banderitas rojas para agitarlas. Intentar convertir en acto político algo tan grave como la muerte de un espíritu superior es algo impropio de Cronopios. Un fragmento estelar de la cultura universal estaba siendo enterrado y algunos allí querían corear consignas y aferrarse por los brazos como jugadores de rugby.

Dos ideologías enfrentadas circundaban a las dos viudas. Dos bandos en disputa rodeaban el féretro. Para que no me confundieran con ningún bando, me alejé discretamente entre las tumbas. Escuché varios clics a mis espaldas: sin darme cuenta, algún fotógrafo anónimo me retrataba mientras cavaban al lado de la tumba de mi amiga Carol Dunlop. En rigor, yo no estaba en ningún grupo, yo no era más que el  “Ladrón de Julios”.

Lo que por entonces yo no sabía es que la relación entre Julio y Aurora comenzó a deteriorarse tras un viaje a Cuba en 1963. A él le encantó lo que vio en la isla mientras que a ella no. En 1967, de nuevo en La Habana, él conoció a Karvelis, quien se convirtió en su compañera sentimental y su agente en Gallimard.

Esas dos mujeres poderosas marcaron la vida y la obra de Julio Cortázar. Su primera etapa literaria –cuando conoció a Aurora– fue antiperonista, incluso se ha dicho que Casa Tomada es una metáfora de la invasión de los peronistas que lo expulsan de su casa, o sea, Argentina. Sin embargo, cuando él conoció a Karvelis en Cuba, sus libros y sus actividades públicas se inclinaron paulatinamente hacia el llamado “socialismo latinoamericano”.

Un viento frío soplaba contra el sol del mediodía. La lucha de clases estaba a  punto de estallar entre los sepulcros. Corría el año de Orwell (1984), pero la Guerra Fría no llegó a instalarse en el camposanto porque, súbitamente, se alzaron desde sus tumbas las sombras de Baudelaire, de Huysmans, de Beckett, de Tristan Tzara, de Poincaré, de Ionesco y de César Vallejo. Ceñudos, con los brazos cruzados sobre el pecho, esos prolongados espectros impusieron a todos silencio, tolerancia y respeto. Por suerte, no se pronunciaron tediosos panegíricos, solamente se depositaron algunas ofrendas florales. Colocaron el ataúd junto a la tumba de Carol Dunlop, su último amor. Ahora que descansaban juntos, los autonautas podrían reanudar su viaje atemporal en la cosmopista subterránea.

Ugné se me acercó cojeando, como de costumbre tenía un pie enyesado, pues solía caerse por su dependencia del alcohol. Con su voz ronca de fumadora me pidió que la llevara a tomarse un whisky. Colgada de mi brazo, salimos del cementerio. Ella iba saltando a la pata coja, como si jugara en una invisible “rayuela” dibujada con tiza en el suelo.

Entré en un café con la Maga. Observando su pie escayolado, recordé mi brazo enyesado allá en los cañaverales de Camagüey. Dos viejos amores sobrevivían a Julio, dos dedicatorias contenía mi ejemplar de Rayuela, yo me había robado dos Julios… Todo eso me daba vueltas en la cabeza mientras ella suspiraba agobiada: “Soy un milagro ambulante”. Entonces empezó a contarme la historia de su abuelo con un gran abrigo blanco que la llevó a cazar un lobo blanco en los bosques nevados de Lituania. Oyéndola a medias, yo seguía pensando en los dos que ahora mismo bajaban buscando relámpagos de oro en los abismos de la tierra. En alguna ocasión Julio me había comentado que, según el alquimista Michael Maier, el oro es resultado de las rotaciones del sol alrededor de nuestro planeta. Ugné seguía contándome sobre su abuelo buscando al lobo blanco mientras yo seguía retrocediendo mentalmente cinco años atrás, a la mina de oro nicaragüense donde los tres descendimos al pozo, hacia el oro hilado por el sol, y entonces  Julio dijo entre tinieblas: “ha comenzado el Viaje al centro de la Tierra.”

 

Hijo de emigrantes gallegos, Manuel Pereira Quin­teiro nació en La Habana en 1948. De joven estu­dió artes plásticas, pero desde 1969 se dedicó a la literatura gracias al que fuera su maestro, José Lezama Lima. En esa época comenzó a escribir reportajes, licenciándose en Periodismo en 1978. Entre ese año y 1984 fue jefe de redacción de la revista de cine cubano. Posteriormente fue agrega­do cultural en la sede de la Unesco, en París, has­ta que fue cesado en 1988. Aparte de novelista, Pereira es ensayista, traductor, crítico de arte y guionista cinematográfico. Desde 1991 reside en España, donde se han publicado dos novelas su­yas: El Comandante Veneno (1979) y El Ruso (1982), ambas con excelente acogida crítica. Su obra de ficción ha sido editada en Alemania, Bra­sil, Italia, Holanda y Checoslovaquia. Sus ensayos están recopilados en el volumen titulado La quinta nave de los locos. Su Twitter es @manuelpereiraq

 

 

 

 

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Posted: March 8, 2021 at 10:33 pm

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