COLUMN/COLUMNA

EL SILENCIO

Gisela Kozak

Se despiden en el aeropuerto Simón Bolívar, en Maiquetía, con un abrazo sin beso apasionado pues no se estila semejante cariño entre mujeres en los predios de la revolución, ni siquiera si se trata de una de las tantas separaciones que entristecen los días de millones y millones que suspiran de soledad cada mañana y cada noche. Se separan la uña de la carne, escribirá Marie en su Facebook en español antiguo, luego de googlear en busca de la frase exacta de uno de esos libros que ya no se quieren estudiar en las universidades. Marie, profesora de literatura y escritora, se despide sin lágrimas de Clarissa, del mundo de los negocios y la tecnología, quien parte para la Ciudad de México en un viaje sin retorno. Curiosos nombres el de estas dos criollas, pero la madre de una era afecta a un santo francés y la de la otra combinó con acierto su nombre y el de la madrina de bautismo. Marie y Clarissa, unidas por las Movida Acústica Urbana, Aldemaro Romero, Óscar D’León, María Rivas, Lila Downs, el bolero, el rock, Wagner, Brahms y Beethoven. Unidas por la música feliz de una época infeliz, belleza en medio de la tragedia el amor de estas mujeres que no parecían hechas la una para la otra, según decires de amistades incapaces de entrever el resplandor de dos vidas unidas como las notas de una canción perfecta. Hay amores que son como una voz afinadísima que canta piezas de extrema dificultad; hay amores como el de Marie y Clarissa, tan afectas a la comida criolla a pesar de sus nombres, tan afectas a sus predios que tienen que abandonar.

Clarissa tiene los ojos levemente llorosos pero su natural discreto no exhibe lo que siente; Marie, una escandalosa, está muy seria y tranquila, aunque en su cuerpo siente un cambio radical, un silencio de la sangre quieta más una emoción agridulce que se asentará en ella hasta quién sabe cuándo. No hay fecha de reencuentro precisa, pues imposible hacer planes en un mundo patas arriba llamado Venezuela. Se dicen adiós con un abrazo apretado, intenso, no demasiado largo y Marie la ve irse por la puerta de aduana sin voltear. Semanas antes, Clarissa se despidió de su madre en la sección del aeropuerto para vuelos nacionales, del mismo modo sereno de tristeza sostenida, sin aspavientos. Marie lloró por aquella separación entre madre e hija que quién sabe cuánto tiempo duraría. Lloró en nombre de Clarissa, sabiendo que en poco tiempo más se marcharía a México, tomándose la ya clásica foto con la Cromointerferencia de color aditivo, de Carlos Cruz Diez, de fondo. Triste destino el de una obra de arte ser escenario del dolor de tanta gente.

De vuelta a Caracas en el carro de Coromoto, la amiga que la acompañó al aeropuerto, Marie comenta que en su infancia la habían llevado a la terminal internacional para conocer las nuevas y modernísimas instalaciones. Era la época en que los hombres usaban corbata para viajar en avión y las mujeres lucían ropa elegante y peinados en orden, nada de los jeans y zapatos deportivos con los que ella y Clarissa habían viajado juntas a Perú, Francia o República Dominicana. Las personas adultas decían que las instalaciones eran las más modernas de América Latina y aplaudieron al aterrizar el Concorde, con su aire de ave que inclinaba el pico, un modelo ya descontinuado pero que fue alarde mayor de una época que se creía invencible. El aire de abandono del Aeropuerto Simón Bolívar, notable bajo el sol fabuloso de una mañana de febrero, subrayó la melancolía de la despedida. Coromoto igualmente partiría un tiempo después a México, otra más de la larga lista de gente que buscaría su destino en otro lugar. También ella recuerda los esplendores del aeropuerto, tan contrastantes con los baños sin agua, la falta de mantenimiento y el calor espantoso de las zonas sin ventilación ni aire acondicionado; tan distintos a las casas de construcción artesanal que siguen impertérritas en las montañas cercanas al aeropuerto.

Al abrir la puerta del apartamento en Sebucán, la imagen del Ávila, la cordillera tótem de Caracas, resulta desagradable. Marie ya había comenzado a irse del país desde que decidió hacerlo meses atrás y todo le resultaba cada vez más exasperante. El día pasa entre llamadas telefónicas y la espera de la llegada de Clarissa a la Ciudad de México. En cuanto tuvo cerca una conexión de Wifi, le escribe vía WhatsApp a Marie, quien suspira de alivio y se duerme con Sasha y Pepe, dos gatos que se quedan en Caracas también hasta nuevo aviso. La partida de Marie depende de terminar sus asuntos en la universidad, de las opciones laborales de Clarissa y de imponderables; sin decirlo ambas comparten el temor de que cualquier decisión proveniente de la revolución las deje separadas por quién sabe cuánto tiempo. Marie participa constantemente en protestas con saldos muy violentos pero no lo comenta con Clarissa, que desde luego se lo imagina por lo que hace constantes advertencias al respecto, las cuales Marie acata más no cumple. Multiplicándose en diversos trabajos para poder sobrevivir, la escritora reconocida y catedrática con doctorado había vuelto a su juventud precaria, lo cual la estimula para seguir acudiendo a las protestas. Solo escucha noticias en la casa, la calle, el carro. Hasta un grupo de WhatsApp comparte con las amistades con quienes acude a las protestas.

Mientras, las despedidas se acumulan. Sasha está desde hace tiempo muy enferma y huele mal; Marie le limpia los dientes como puede pero tiene sida felino y no hay medicinas para su enfermedad porque tampoco hay medicinas para las personas. Aunque Clarissa y Marie habían acordado llevarse a Sasha y Pepe, ambas sabían que ella no iba a viajar pero hablaban antes de su muerte como si formara parte de los planes. Pepe, desde su fallecimiento, es mucho menos juguetón. Él y Marie duermen juntos, suavemente desdichados, en la cama matrimonial. Clarissa llora varias veces en la Ciudad de México.

La magnitud de las protestas lleva a la suspensión de clases en todo el país. Clarissa está inquieta pues aunque ya trabaja en la Ciudad de México todavía no puede fijar fecha de marcha para Marie y Marie muere de inquietud por los retrasos inexplicables de la burocracia universitaria. Más combustible para sus inquietudes protestonas. El olor de las bombas lacrimógenas y la visión de los tanques antimotines son parte de la vida cotidiana de Marie, quien sonríe amargamente ante el aroma que desprende su ropa después de ir a las manifestaciones. Jóvenes pintados con escudos artesanales suelen correr entre la gente para ponerse a la vanguardia de estas. La cercanía del peligro resulta estimulante, qué duda cabe. La alegría extrema de aquellas disposiciones guerreras sorprende a Marie tanto como a sus amistades, hombres y mujeres, dispuestos a seguir con la vida suspendida para luchar contra un enemigo invencible. Una tarde en un bar astroso de Chacao –que parece una taberna de película no por su aspecto sino por su atmósfera, plena de carcajadas y conversaciones animadas de gente afiliada a la protesta–, Marie comenta la maravilla de aquel ambiente, a pesar de que habían tenido que correr a toda velocidad ante la embestida de los tanques antimotines y de los disparos, cuya proporción de perdigones respecto a la de balas nunca se sabía. Cuando el dictador aparece en la pantalla de la televisión del bar, con un canal de noticias sintonizado, hay un rugido colectivo, seguido de una carcajada de burla cuando un hombre se levanta y le menta la madre a la imagen. Se trata de gente sudada, quemada por el sol, que huele a humo y que bien conoce el saldo de muerte, lesiones, tortura y detenciones.

Ni por un instante Marie y Clarissa se olvidan la una de la otra, ambas lidiando con las dificultades de quien migra y quien se queda; ambas, uña y carne, palabras de un antiguo libro. Clarissa, buscándose la vida con dos maletas y una laptop, tratando de hacer un lugar para Marie; Marie metida en líos por el país que ya le toca dejar. Diariamente hablan, sin saber cuándo terminaría aquel limbo del amor mutuo, sin saber si iban a fracasar en aquel proyecto de vida apenas en ciernes. Clarissa está cansada y tensa pues hace malabarismos para construirse una vida, circunstancias de quien no solo migra sino huye. No tiene paz ni sosiego pensando en Marie en Caracas; no sale apenas, esperando a su novia para volver a encontrarse con la Ciudad de México, lugar que les encanta. Lloraba a veces de soledad y de miedo, pensando que el fracaso era una opción tan real como el éxito y que entre ambos median los matices de quienes han perdido todo menos la voluntad de no someterse. Juguetea con la perrita de su hermano, en cuya casa mora, mientras las lágrimas andan de su cuenta; recuerda a Sasha, su gata por catorce años, más que a su lindo apartamento pero menos que a Marie.

Otro día de marcha una nube negra se abate sobre Marie y su grupo como una maldición; Marie reparte antiácido entre sus acompañantes y entre desconocidos, conseguido a duras penas porque el gobierno evita que llegue a las farmacias el producto dado el uso defensivo que le dan los manifestantes. Mucha cara sin arrugas es untada de antiácido por Marie, que se conduele de la juventud que lanza sus pulmones al ruedo con una desaprensión que, por cierto, ella comparte. Se da cuenta de que apenas respira y le duele un pie. Los rugidos de los disparos y el arremolinamiento de gente que grita que hay heridos hacen que Marie piense en Clarissa de inmediato y tome una decisión. Trepa la baranda que separa la autopista del cerro que termina en el río y luego resbala mientras ve de soslayo que la Guardia Nacional apunta en la dirección de quienes tratan de escapar de este modo.

–Qué bueno que te vas; desde que se fue Clarissa no oyes música en el carro ni en la casa. Déjame poner una musiquita ahora que estás mejor –le dice su sobrina, quien se había quedado en el departamento para cuidarla.

El resbalón no había sido grave y pudo atravesar la cloaca con su amigo Ricardo, cuidándose de no tragar agua y preocupada por el resto del grupo, que tomó otra vía de salida, sin sentir todavía los dolores de los siguientes días. Fue un lapso de tiempo interminable a pesar de la corta distancia recorrida. La diarrea infecciosa que contrajo se ha curado con antibióticos conseguidos a duras penas y el cuerpo aporreado por la caída se recupera con la reserva de diclofenaco que se procuró Marie en algún momento de prudencia. Se ha quedado pensando en lo dicho por su sobrina; repara en que la ausencia de música durante meses expresa el silencio de su sangre quieta. Los trámites de la universidad están listos y puede marcharse antes de lo previsto; Clarissa compra el pasaje de avión y Marie pasa el tiempo que le queda en Caracas de adiós en adiós.

Su sangre despierta cuando ve la cara entre emocionada y preocupada de Clarissa, impaciente ante la tardanza en migración por los trámites de aduana para la entrada de Pepe, la mascota sobreviviente. Con la sangre en plena circulación y entre horas de música, tequila y vino, Marie se casa con Clarissa en una boda muy íntima en la que el secretario del juzgado llora cuando leen sus votos matrimoniales; se come un banquete mexicano que incluye una pierna al pastor, se oye música, se baila un joropo; y Coromoto se emborracha en nombre de las novias, que bien se merecen de su parte una buena resaca aliviada con caldo tlalpeño al día siguiente.

 

*Imagen de Adam Lee

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: March 22, 2021 at 8:14 pm

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