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La salud como un acto político
COLUMN/COLUMNA

La salud como un acto político

Miriam Mabel Martinez

El 11 de marzo la Secretaría de Salud anunció la existencia de 12 casos de Covid-19 en México, activando la alerta matemática de la emergencia nacional. Esta noticia también nos puso cara a cara con esa otra pandemia, que a pesar de su evidencia física y afectación económica y social nos seguimos negando a ver: la obesidad. [1] 

En México siete de cada 10 adultos y tres de cada 10 jóvenes y niños tienen sobrepeso u obesidad de acuerdo con la Clínica de Obesidad y Trastornos de la Conducta Alimentaria del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán. Desde hace más de un lustro se ha repetido que las primeras dos causas de muerte en este país son las enfermedades cardiovasculares y la diabetes, ambas consecuencia de la tercera en la lista: el sobrepeso u obesidad, tres de los principales agraviantes del Covid-19.

La expansión de este nuevo coronavirus en el orbe ha ido revelando país por país las debilidades y fortalezas de su población, aunque en momentos críticos las debilidades se imponen. Así como en Italia y España se evidenció el alto porcentaje de personas mayores; en México se está exhibiendo nuestra gordura, una que ya se nos notaba en las llantitas y a la cual hemos observado desde distintas perspectivas como la discriminación (véase, por ejemplo la serie fotográfica de Patricia Aridjis “Mujeres de peso”, expuesta en el Museo de la Ciudad de México) y la desigualdad. Sobre todo pone en la mesa una diferencia crucial: en otros países la gente más vulnerable es la mayor, mientras en México la vulnerabilidad atañe en gran medida a la juventud diabética y obesa.

Esta diferencia está complicando el panorama del Covid-19 y revelando una serie de decisiones de estado y económicas que sacan a la luz, entre muchas cosas como el peso de la pobreza y la falta de educación están minando el gasto público y engrosando las ganancias de la industria alimentaria. Ser pobre es muy caro y muy redituable, como lo refleja las fortunas de Salinas Pliego o de los Coppel con sus pagos chiquitos a plazos infinitos.

La gula es uno de los pecados favoritos del capitalismo porque no sólo asegura ventas inmediatas, sino que enferma asegurando la riqueza de la industria farmacéutica y médica, a costa del empobrecimiento de los sistemas de salud públicos y de la precariedad de los enfermos, quienes tardíamente aprenden no lo que significa salud, sino lo que es un paliativo.

Hoy con el Covid-19 infectando cuerpos afectados nos obliga a repensar cómo vivimos. Ese cómo incluye qué comemos, por qué lo comemos, cuánto nos cuesta y cómo nos afecta. Quizá es momento para asumir que contrariamente al eslogan de Coca-Cola, “vive la vida sin consecuencias”, la vida tiene muchas consecuencias, y que la ingestión de una dieta que más que procurar la nutrición, basa su listado en una alimentación que obedece a las reglas de una de las industrias más importantes del mundo –la de alimentos procesados, en América, México ocupa el tercer sitio–, hoy nos está cobrando la factura y con IVA desglosado.

En enero de este año, Zoé Robledo Aburto, director general del IMSS, reconoció que en México la guerra contra la obesidad se está perdiendo. Lo hizo al anunciar la salida de los Oxxo de las oficinas y hospitales de dicha instancia. Una noticia bizarra que revela estrategias no sólo fallidas sino la debilidad de políticas publicas para anteponer la salud sobre intereses económicos. Porque antes que la salud está el consumo, no por nada ocupamos el primer sitio en consumo de refresco, 163 litros por año e individuo (OMS y Instituto Nacional de Salud Pública, 2017) y en Chiapas, de acuerdo con Gustavo Castro de Otros Mundos Chiapas, tan sólo 20 localidades de pueblos originarios gastan 50 millones de pesos al año, es la región del mundo donde más refresco se consume, 2.5 litros diarios por persona, porque allá en la montaña el agua es un lujo. Y aunque estas comunidades tengan publicidad en su idioma, el problema se extiende a toda la República, según el Instituto Nacional de Salud Pública, en 2016, el consumo per cápita de los mexicanos de azúcares fue de 364.5 kcal. ¿Cuándo empezamos a engordar tanto?

En la década de los setenta, había más hambrientos que gordos en el mundo. Hacia 1975 el sobrepeso afectaba a menos del 10% de la población de países del primer mundo, como Estados Unidos y Canadá, además de Australia y algunos europeos; en el resto, sobre todo, en el tercer mundo, prevalecían no los flacos sino los hambrientos, 45 años después la situación se ha revertido: hoy hay más obesos que desnutridos; en 2016, la Organización Mundial de la Salud advirtió que tres de cada 10 habitantes del planeta tenían sobrepeso y más de 796 millones eran obesos. La obesidad se convertía en uno de los logros de la globalización, efecto de la réplica de modelos económicos y de comportamientos del primer mundo occidental por los habitantes de países emergentes, donde comiendo siguiendo el ejemplo pasamos de la desnutrición a la malnutrición.

En México todavía impulsados por el desarrollo estabilizador adoptamos guías alimentarias importadas de Estados Unidos para ir “arriba y adelante” en la década de los setenta, asentando las bases de un tratado de libre obesidad para demostrar que “la solución somos todos” al aceptar como propio el plato ideal “Basic Four” –diseñado por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos en la década de los cincuenta–, con porcentajes que alcanzan hasta 65% de carbohidratos de la dieta diaria, acompañado no de agua, sino de leche.

A partir de los años ochenta, este plato se “redefinió” en el modelo de la pirámide que ya en los noventa colonizó al mundo desde el Center for Nutrition Policy and Promotion. Esta agencia gubernamental borró cualquier esfuerzo paralelo que pusiera en duda las recomendaciones propuestas o que revelara que la correlación entre la dieta y la enfermedad cardiovascular es mayor por el consumo de carbohidratos y no de grasas. Sin embargo, se optó por mantener el patrón más conveniente para la promoción de la American way of life. Los mexicanos, entre muchos, contentos por disfrutar de esta vida moderna-urbana cambiamos los huanzontles (propios de la dieta mexicana ancestral) por sopas Campbell y el agua de Jamaica por sodas, un menú más ad hoc en la mesa aspiracional de la familia pequeña (que vive mejor), que si algo estaba aprendiendo era a acelerar la neurosis y aprovechar las ventajas de los conservadores. Nuestro paladar se rindió ante la sazón empaquetado que además de concentrado se preparaba al instante. Así calladamente, como la humedad, se filtró en nuestra cotidianidad el síndrome metabólico, el cual progresa a diabetes, hipertensión, infartos y accidentes vasco cerebrales.

Este cambio en nuestras costumbres engordó una de las paradojas más funestas del “desarrollo” en México: vivir entre la desnutrición y la malnutrición. Según el Coneval, poco más del 20% de la población no tiene lo mínimo necesario para disfrutar de una nutrición suficiente, mientras que más de 32% está en condición de obesidad.

Desde que en 1982 se introdujo el modelo neoliberal e inauguramos una forma de gobierno que “ve hacia el exterior” y basa su crecimiento en la desregulación industrial, comercial y financiera, invitando a las transnacionales al pastel, hemos subido no pocos kilos. Desde entonces hemos optado por alimentarnos más no por nutrirnos. De acuerdo con la nutrióloga Lucía Chávez Aguirre, “alimentarse es consumir alimentos para sobrevivir y quitar el hambre, mientras que nutrirse es consumir alimentos para vivir plenamente, prevenir enfermedades y retardar el envejecimiento; inclusive, para remitir la enfermedad”. No subrayar las diferencias nos ha confundido tanto como las etiquetas de los productos. Hoy esta confusión está complicando la situación del Covid-19 en México. La obesidad sobre los infectados de Covid.

Este “Coca-colonialismo” se ha expandido gracias a programas estrategias de la industria alimenticia que ha ofrecido su colaboración a los gobiernos para participar en la “educación nutricional” o que samaritanamente patrocina eventos nutricionales como la Expo–Cumbre Mundial de Diabetes, Obesidad, Nutrición y Problemas Cardiovasculares, realizada en la Ciudad de México en 2012, donde el doctor Philip James, director de la Asociación Internacional para el Estudio de Obesidad declaró la necesidad urgente de “cambiar el ambiente tóxico para poder tener un real impacto en la disminución de sobrepeso y obesidad”. Sorprendido y enojado por la participación de marcas como McDonald’s, recalcó que no se trata de problema individual, “sino que es el medio ambiente y la falta de regulaciones lo que nos ha llevado a tener índices tan altos de obesidad en el mundo”. Su postura ha confrontado las transnacionales que cínicamente culpan al consumidor bajo el lema “nada con exceso, todo con medida”.

En el documental Dulce agonía (2014) el doctor Abelardo Ávila Curiel, investigador del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, menciona que apenas hace tres décadas la diabetes usual era el tipo I, “enfermedad relativamente rara que afectaba a la población que tenían una predisposición genética para desarrollarla en etapas posproductivas”.

Para la década de los ochenta, cuando los niños de entonces nos embobaba el “recuérdame” del Gansito, aprendíamos que no podíamos comer solo una papa Sabritas y queríamos darle al mundo paz y llenarlo de amor con Coca Cola, los muertos anuales en México por diabetes eran 14,626 (INEGI), hoy no sólo superan los cien mil, sino que la mayoría sufre diabetes tipo II, la provocada por el consumo excesivo de azúcares, o sea una mal prevenible cuya mejor prevención es la educación.

Así, los hospitales públicos están rebasados también porque sus enfermos no han aprendido a cuidarse y cuando empiezan esta educación en salud suele ser demasiado tarde. Es común que la gente no siga los tratamientos porque no entiende ya no por qué y para qué, sino qué es la salud ni sus ventajas… mucho menos su derecho a una vida sana. La ignorancia sobre la importancia del autocuidado cuesta mucho al sistema de salud, cuyos recursos son limitados.

En México, la advertencia de especialistas en ciencias sociales y médicas de que la obesidad podía convertirse en un problema de seguridad nacional fue subestimada. La crisis en el sistema de salud si no se producían cambios estructurales; de acuerdo con la OCDE, el gasto de salud en México está entre los más bajos y muy lejos del 9.3% del PIB, que es el promedio exigido.

Si bien en octubre de 2013 el Gobierno Federal puso en marcha una campaña contra la obesidad y en enero de 2014 entró en vigor el impuesto a los refrescos de apenas 10%, y no del 20% como se había planteado, debido a la presión de las refresqueras. Brian Smith, entonces presidente de Coca-Cola México afirmó que tal normativa era “discriminatoria” y “estigmatizaba” su producto, sobra decir que el aumento no impactó. No fue sino hasta 2016 que la obesidad fue declarada emergencia epidemiológica.

Tampoco impactó el decreto a través del cual la Secretaría de Educación Pública prohibía la venta y distribución de alimentos y bebidas en los planteles educativos que no cumplieran con los criterios nutrimentales adecuados en 2014. Desde entonces, la plataforma “Mi Escuela Saludable” ha recibido miles de quejas, tan sólo en el ciclo escolar 2018-2019, se recibieron reportes de más de cuatro mil escuelas públicas y privadas de todo el país.

A principios de este 2020, la UNICEF hizo un llamado urgente a México para combatir la obesidad infantil, donde un tercio de los niños y adolescentes tienen sobrepeso y 40% de las calorías ingeridas son de productos ultra procesados. Resulta casi de ficción que en un país con la variedad de frutas y verduras frescas, se persuada a la gente a comer sano, y que no se frene a la agresiva publicidad y comercialización de productos dirigidos a los más jóvenes, condenándolos a la enfermedad y a la muerte, como si por ser menores de edad no fueran un target electoral. ¿Los desatienden porque no aseguran un voto?

Y quizá tampoco tengan tantas oportunidades de participar, porque su futuro está condenado. Muchos de esos niños en su vida adulta joven desarrollarán retinopatía diabética o padecerán pie diabético; se unirán a las estadísticas que dicen que uno de cada 20 pacientes sufre una amputación (Sociedad Mexicana de Angiología y Cirugía Vascular y Endovascular). ¿Cómo frenar esta otra pandemia que coloca a México en el sexto lugar de países con mayor población diabética y que vaticina que para el 2030, 40% de los adultos mexicanos tendrá obesidad (OCDE).

Quizá debamos aprovechar este momento para reflexionar ya no las cantidades que comemos sino qué comemos. Quizá deberíamos entender que la salud y la educación son un derecho imprescindible para lograr bienestar social. Quizá lo que debamos replantear son modelos económicos más incluyentes, aunque esta igualdad desajuste al sistema vigente. A lo mejor debamos aprender que cuidarnos ponen en jaque a las industrias millonarias. Tal vez procurar una vida saludable invertirá el déficit social por el superávit transnacional. Ya no se trata sólo de no tomar refresco, sino de replantear una forma de vida.

¿Será que después del Covid-19 estar sanos será un posicionamiento político?

Nota [1]: Según la Organización Mundial de la Salud en el sobrepeso el Índice de Masa Corporal es igual o superior a 25, mientras que en la obesidad, el IMC es igual o superior a 30.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

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Posted: May 14, 2020 at 9:19 pm

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