Las camisetas cambiadas
Gabriel Rodríguez
Les parecía muy simpático inventar una situación diferente cada vez que les preguntaban cómo se habían conocido:
–Íbamos caminando sobre el Eje Central cuando todavía había vendedores ambulantes y de repente, sin notarlo, entre el gentío, ya estábamos tomados de la mano.
–Yo estaba en una mesa llorando y él me sonrió.
–Ella traía puesta una playera de los pumas y yo, que estudié en la UNAM, la asumí como aficionada de tal equipo cuando la verdad es que traía puesto ese jersey como parte de una apuesta perdida. Usarlo le ofendía su heredado orgullo rojiblanco. Yo traía la de las Chivas. Y aquí lo curioso: también pagaba una apuesta portándola esa tarde.
–Por Internet.
–Nos conocimos en la Feria de la Hamburguesa.
Son sólo ejemplos. La verdad es que se conocieron en una reunión que de otra manera se hubiera instalado en el olvido de las fiestas. Hace mucho de eso. Aquella vez intercambiaron domicilios electrónicos y a la semana ya se referían uno al otro empleando diminutivos. Estuvieron alegres un tiempo, lo que en este siglo quiere decir que de las comparaciones con el individual pasado emocional salían victoriosos. No cuesta trabajo imaginar las fotografías en que los vemos en sus trajecitos de sudar o abrazándose con una ciudad lejana de fondo, compartiendo tribuna en el Olímpico Universitario en la visita anual del Rebaño. De eso hoy no queda absolutamente nada. Todo mes que estuvieron juntos, ella le cortaba las uñas a él con un cariño ejemplar. Las uñas de los pies. Le crecían raro y se le clavaban en la carne. También añora, de ella, su cómodo asiento de copiloto y la dinámica de localizar peinetas debajo de la cama, los juegos de palabras y ciertas cogidas en parques públicos ya de noche.
Acordaron verse para charlar. Ella quiere decirle algo. Él propuso:
–Y de una vez me cortas las uñas.
Ahora está esperando a que den las nueve de la noche desde las seis de la tarde. No sabe qué hacer con la ansiedad, así que sale a dar vueltas alrededor de la cuadra. El reloj avanza modorro. Tampoco sabe qué hacer con los pensamientos, la incertidumbre y sus kilos de más. Ya tiene los pies doloridos y las axilas sudando la camisa.
La observa mientras estaciona su auto.
–Me prometí nunca volver a entrar a esta casa –piensa ella. También se habían prometido amarse para siempre.
Todas las promesas que se hicieron terminaron como cerillos mojados.
Se abrazan esquivándose los genitales y luego suben por las escaleras hasta el tercer piso dialogando sobre el clima y las respectivas actividades laborales. Apenas entran a la habitación se sientan; cada uno abraza un cojín. Ella recuerda aquella vez que abrieron laboriosamente una botella de vino con un cuchillo. Él recuerda la generosa forma en que ella lubrica.
–Me dijiste que querías decirme algo.
–Necesito que nos separemos, Santiago –dice ella.
Las cartas están sobre la mesa. Mirna jamás fue mucho de aterrizar sus sentimientos a la realidad, ya no digamos darle seguimiento a un calendario.
–Mirna, llevamos dos años separados –dice él en medio de una desconfiada mueca.
–Es que conocí a alguien –agrega ella con su boquita de mamada mal dada.
Él se queda callado. Adiós a su pedicura gratis. Es como si viajara al pasado. A un pasado del que huye, del que prefiere recordar sólo cosas buenas imaginándolas en formato de diapositivas proyectadas en un tapiz color durazno. Tanto trabajo que le costó omitir aquellos malos tiempos y ahora vienen y se le reaparecen como un obeso que habla de cuando fue bello. Mira la luz, pretende marearse y caer desmayado. Dicen que si te desmayas reposas el equivalente a quince días dormido. Qué bendición.
–¿Pues qué te digo? Vas. Trata de estar bien.
–Conocí a alguien y estoy muy emocionada. Hace mucho que no me pasaba.
–Eso está bien. Felicidades, en serio.
Él la observa y piensa que, de haber podido, le hubiera encantado masturbarla al menos una vez a la semana durante todo este tiempo separados. Masturbarla y nada más. Masturbarla y ya. En pocas palabras: la ama. Pero, en este momento, siquiera intentar meterle la mano en la entrepierna sería como demostrar que no ha aprendido nada de la vida.
–Despuesito que nos separamos anduve con un tipo y viajábamos mucho. No funcionó. Luego anduve con otro pero él no cuenta porque nada más nos veíamos para ir a un hotel, lo conocí en mi trabajo. Luego anduve con Toño. ¿Te acuerdas de él?
–Preferiría que no me contaras esas cosas.
Mentalmente recorre él su propia lista. Es breve: la mesera del Cervantino, cualquiera que sea su nombre, y la mujer hermosa que apenas hace cinco semanas y dos días le cuidaba la dieta fiscalizando calorías y agujeros en el cinturón. La evoca huyendo entre mentadas de madre, llevándose sus pertenencias para siempre, condenándolo a un futuro espantoso.
–Pero ahora conocí a alguien y esta vez sí estoy entusiasmada –reitera ella.
–¿Es eso lo que querías decirme?
No, lo que quiere decirle es que lo extraña. Que lamenta mucho que todo se fuera al diablo. Que debieron estar más tiempo juntos, debieron sacarse más provecho.
–¿Y este novio nuevo también salió de la coladera, como todos los fulanos que conoces?
–No seas grosero.
–Yo juré que ibas a hacerte novia de mi tocayo. ¿Es él quien te trae despanochada?
–De verdad, no seas grosero. La verdad es que, a pesar de que te digo que estoy entusiasmada, me cuesta mucho estarlo.
–Claro, la bonita ceremonia del autoengaño. Tú eres incapaz de estar bien. Eres la malcontenta.
–¿No me extrañas?
–Nada más las cosas buenas. Es decir: no. No te extraño.
–Necesito que terminemos, que nos separemos.
–Mirna, ni siquiera sé cómo conseguiste mi nuevo teléfono.
–¿Te llegaron las fotos que te envié? De cuando Chichén.
Debieron hacer el amor en el Templo de los Guerreros, nadie los estaba viendo. Pero no llevaban condones y ella pecaba de higiénica. Además, probablemente hubieran desatado una maldición milenaria. Eso piensan, casi con las mismas palabras. Los colores de la recámara vibran, las sábanas mal tendidas son una invitación primero lenta y luego rápida y luego lenta; la armonía de la cabecera contra el muro.
Acontece el silencio. Sus rostros lucen entachuelados en sus caras, apenas si sostenidos y procurando una mueca. Ella debió darse cuenta de que no encontraría las palabras para comunicar bien lo que planeaba comentar esa noche: necesita cerrar el círculo. Perdonar y aclarar. En cambio, habitan un silencio con forma de nudo mal hecho. El departamento huele a patas. Santiago recuerda su parte favorita de Ocho y medio: “El amor es decir siempre la verdad pero procurar que ésta lastime al menor número de personas posible”, o algo así. Mirna permanece ahí sentadota con una sublime cara de mensa.
–Jamás debimos asesinar al que iba a ser nuestro hijo… –dice él, rotundo y claro. Ella vuelve el rostro para otra parte. –¿Eso ya se lo contaste a tu noviecito?
–Ni siquiera fuiste capaz de acompañarme al doctor ese día, Santiago. –exclama ella –¿Cómo se supone que voy a perdonarte eso?
Un ratón avanza pegado a la pared. Chiquito y gris, cínico. A ella no le dijeron que la redundancia cierra las puertas del paraíso.
–Un ratón.
–¿Qué?
–Un ratón.
La segunda vez lo grita. Luego se sube de un brinco al sofá que en otro tiempo les sirvió de navío, de coraza en la cuál estar bien con besitos durante los anuncios y los créditos finales de las películas. Ella se pone como loca. El ratón parece salido de una película de Disney. En su andar menea la nariz coquetamente. Él jamás había estado en una situación similar. Ella grita y da patadas.
–Mátalo, Santiago. Mátalo.
Cosa muy similar le había pedido hace algunos años en lo referente a una falsa alarma en su ciclo menstrual; no era otra cosa que su cuerpo acoplándose al siglo y sus grasas. Tenían sustos similares a cada rato. Luego un día ella se embarazó en serio y ahí empezaron los problemas. El animalito se mete detrás de unos pósters de películas, banderas de los Pumas enrolladas y papeles de la escuela haciendo rascacielos, un mueble lleno de discos compactos en desuso. Asustado y ojón, el intruso se cuela entre los huecos.
–Mátalo. Qué asco. ¿Hace cuánto no te hacen la limpieza?
–Voy por la escoba. Fíjate que no se escape.
–No, no me dejes sola con él.
–Bueno, entonces ve tú por la escoba.
–¿Y si me brinca? Son peludos, Santiago. Me da mucho asco. Mátalo.
–No tengo la más mínima idea de cómo se mata a un ratón. No chingues.
–Mátalo, por favor. Ya sabía que no tenía que venir.
Tantas veces antes se habían dirigido uno al otro a gritos. Ahora es diferente y el roedor no entiende bien qué está sucediendo allá arriba. Santiago intenta tranquilizarla y va por la escoba; no la encuentra en ningún lado. Hay de dos: o el ratón se mete a la habitación o sale por la puerta, abandonando así la casa. De alguna manera él tiene que ayudar al animal a optar por la segunda opción, ya que en sus planes de ese día no está quitarle la vida a un metiche inocente.
–¿Es muy grande? Yo no lo vi –pregunta él.
–Así.
–No juegues, no es para tanto. Es un ratoncito de campo, nomás.
–El otro día me contaron que siempre viajan en grupos de muchos, pero al principio mandan uno a investigar y conocer el terreno. ¿Y si hay más en toda la casa? Creo que ya me voy.
–Ni madres te vas.
Ella asegura su estancia arriba del sillón. El rímel le escurre por las mejillas. Cuando la vio, de inmediato pensó: “Se ve re chula, la cabrona”. Ahora de esa belleza queda únicamente un manchón deslavado. Él se asoma en cuclillas tratando de localizar al roedor. Nada. Si guardan silencio, se escuchan las pisaditas en pares sobre la duela.
–No encuentro la escoba, ni modo que lo patee. Voy a quitar las cosas y tú le avientas algo.
–Es el peor plan de la historia, Santiago. Ya me voy.
–Que no. Y deja de llorar, pareces loca. Es más, te quedas sola con él en lo que voy por una trampa a la tienda. Capaz que alcanzo antes de que cierren.
–No.
–Es lo que se me ocurre.
–Yo voy a la tienda.
–Menos, ya es noche y está oscuro.
No ocurre tan rápido todo. Entre diálogo y diálogo hay espacios de silencio incómodo y expectativa, dedos meciendo la nuca, él calmándola.
–Uno debería poder establecer contratos y horarios con los animales cochinos. Sería más sencillo. Pero no es así. Necesito que estés aquí atenta a si reaparece porque si se cambia de lugar no voy a encontrarlo y va a estar por la casa durante días enteros. No quiero que anide. Ayúdame, porfa.
–No te tardes, amo… –iba a decir “amor”. Fue la costumbre lo que los mató como pareja. Eso y el asunto del feto en una cubeta de sangre.
Y luego suelta un grito porque cree que algo se mueve. Él se pone un suéter que en otro contexto ella le quitó tropezadamente. Él sale al frío de la colonia. Camina rápido hasta la tienda. Observa la luna y recuerda algo que ella le dijo una vez. Detiene el trayecto, se queda observando lo hosco del cielo. Tiene una erección en descenso.
Ella está atenta a los espacios sin ratón. De reojo observa la cama. Ubica rastros de otra mujer, encuentra una colilla con labial en el bote de basura de la cocineta, cajones vacíos. Llora. Ya desea que regrese Santiago. Quiere estar con él para siempre. Conoció a alguien pero no está tan entusiasmada. Se suena la nariz con una servilleta que tiene anotada una dirección en el sur. Santiago tiene ese departamento convertido en un chiquero. Con razón se meten los ratones. Ruega que la bestia no salga. Su presencia le aterra, le da asco. Apenas llegue a casa, se aseará. Se hace tarde. Qué estará haciendo el fulano que la entusiasma. Bueno, no la entusiasma tanto. Ella trata de emocionarse, estar bien con él, sentirse querida. Pero nada. Llora repitiendo quedito “por qué, por qué”. Su lamento espanta al ratoncito.
–Ya regresé. ¿Se movió el ratón?
–No.
–Sólo conseguí estas trampas que tienen pegamento, se ponen en sitios estratégicos y cuando el animal pasa por encima, se queda atrapado.
Le sobreviene un entusiasmo de cazador muy peculiar, analiza dónde colocar las estampas y lo hace con la lengua de fuera, mordiéndosela mansamente. Vienen dos en cada caja. Compró tres. A ella le duele que él ignore sus lágrimas. Así era cuando dormían juntos, ella lloraba y a él eso no le quitaba el sueño. Así estaba: acurrucada, cubierta con sábanas, con marcas resecas de un llanto incomprensible hinchándole los ojitos. El día que abortó a Julián o Martín o Romina, él no se apareció. Dijo que sí la acompañaría pero no apareció. Hasta apagó su teléfono celular.
Viéndolo positivamente, podrían a partir de ahora comentar que se conocieron de esta forma: “Apareció un ratón, ella se puso histérica y él colocó trampas por todos lados”.
–No vayas a pisar una.
–¿Me puedo bañar?
Él atiende el rincón esperando un leve movimiento; procura no hacer ruido para que el ratón agarre confianza. Nada. A pocos pasos de ahí el ruido del regaderazo sobre el piso de la tina se ve interrumpido por un cuerpo desnudo que él conoce a la perfección pero del que ya se acuerda poco. Ella se asea el sexo como si tuviera planeado ofrecerlo apenas el lento transcurrir del tiempo le seque la piel. Duele mucho estar viva y ahí. El ratón, ni enterado. Ella sale vestida únicamente con una toalla hecha capullo en su cabello mojado. Se recuesta dándole la espalda al escondite. Santiago la acomoda en un abrazo, listo para masturbarla. No lo hace.
Al día siguiente lo despierta el chillido de dolor del ratoncito, que mientras más intenta huir más se pega. No es un ratón. Son dos. Uno más pequeño que el otro. ¿Serán pareja? ¿Se amarán? Santiago los observa berrear, atascados, dando brinquillos desesperados que apenas si mueven un centímetro la estampita que será su lecho final. Muriendo lenta y desesperadamente entre canicas de su propia mierda, con las patas dislocadas. Sus ínfimos gritos impiden a Santiago meditar por qué Mirna se fue sin despedirse.
Ahora habrá que idear una forma de sacar a los animales de la casa sin tocarlos. Tal vez a patadas. Tampoco es muy agradable esperar a que mueran. En el empaque dice que, vivos, los arrojes a la basura.
Luego buscará un lugar donde le desclaven las uñas de los pies por menos de cincuenta pesos. Caminará por las calles deseando en serio no encontrarse, al menos en breve, a Mirna acompañada por el joven que tan entusiasmada la tiene estos días.
Posted: September 20, 2012 at 9:06 pm