Fiction
La señora Varsovia

La señora Varsovia

Raquel Abend van Dalen

Noviembre

Su madre se sintió insultada cuando leyó la invitación al funeral de Mayi. Se la tomó de forma personal. Sabía que Mayi tenía una vida nocturna de la cual ella nunca fue parte. Que el lesbianismo enclosetado de Mayi a veces se derramaba por un costado, como un par de medias atravesadas que estorban y no dejan que las puertas se terminen de cerrar. La vida sexual de Mayi era esa prenda discreta pero necesaria. A veces de algodón, otras de seda. Su mamá le dijo a Camila que tenía que acompañarla, que ella no iba a ir sola a un funeral en un bar de lesbianas; que, si iba con hija, la dejarían quieta.

Afuera del bar había un cartel en neón rosa que decía “Noche de bistec”. Se escuchaba el ruido y la música salsa cada vez que alguien entraba o salía. Un par de mujeres con pelo blanco y muchos collares de cuero salieron a fumar a la acera. Parecían mayores que su mamá. Tenían tatuajes en los brazos. Una, un timón sobre el codo, ya verdoso y borrado por la edad; la otra, un pulpo con unos tentáculos que se extendían y enroscaban hasta la muñeca. La última, con el cigarro colgando de los labios, sujetó la puerta para que ellas entraran.

Su mamá la tomó fuerte de la mano y la arrastró hacia la barra. Le gritó al bartender, tratando de vencer la bulla con su voz, empujándola como se empuja al dolor. Preguntó por Lupe, la hermana mayor de Mayi, y este señaló hacia la mesa que estaba al final, detrás de todas las otras mesas y de la tarima vacía. Ahí estaba ella y su madre, también las otras dos hermanas, todas con un trago en la mano, y llorando. La foto de Mayi estaba enmarcada en el centro de la mesa, como en un pequeño altar, rodeada por pétalos de rosas y velas blancas.

De fondo seguía la salsa a todo volumen, como si fuera un viernes en la noche. El bar estaba repleto de mujeres, todas amigas de Mayi, todas comiendo bistec. La mayoría tenía cuerpos robustos, envejecidos por la edad, pero aún muy enérgicos. Gritaban histéricas, mordiendo la carne jugosa, clavando los cuchillos entre los pellejos mojados por salsa y sangre. Bebían cubalibres, y seguían hablando, unas sobre las otras, encaramándose como monas sobre las palabras, compitiendo por la historia más personal; quién era más amiga de Mayi, quién la conoció más, quién era su verdadera hermana.

Camila se sentó a un lado del altarcito, donde había un globo rosa a punto de explotar. La piel estirada y llena de aire parecía la barriga de una embarazada abandonada en una silla. Lo tomó entre las manos y apoyó su quijada, igual que cuando su madre estaba embarazada de un hijo que nunca logró sacar de sí. “Se me perdió la cartera… Ya no tengo más dinero…”, cantaban las hermanas tomadas de la mano, desafinadas, moviendo las piernas hacia delante y atrás.

Meneaban las caderas apretadas, casi asfixiadas, en los pantalones de jean. Su mamá hablaba con Lupe, quien se secaba las mejillas con las palmas de la mano y se disculpaba por no poder contenerse mejor. Mayi había muerto por cáncer. El tumor había comenzado en una teta y muy pronto se fue al cerebro y luego a la sangre. Vivió ocho meses más de lo que se esperaba. Vivió más porque no quería morir. No a todos les resulta, pero a Mayi las ganas de vida le bastaron para aguantar un rato más.

–Mamita, ¿quieres carne?

–No, gracias.

–Está en promoción. Es noche de bistec, mitad de precio.

Le sonrió a la mesera y negó con la cabeza. Ella le picó el ojo, recogió unas polares vacías de la mesa de enfrente y desapareció por la puerta batiente de la cocina.

Su mamá escuchó a la mesera y se acercó. Tenía un gran oído cuando se trataba de sus necesidades.

–¿No quieres aprovechar? No sé cuánto tiempo estemos aquí y te va a dar hambre.

–No tengo apetito…

–La verdad es que yo tampoco. No sé cómo tienen estómago para meterse una vaca. ¿Y tomar algo? ¿Por qué no te pides una frescolita o una malta?

Camila asintió con la cabeza y se levantó, dejando la barriguita ligera sobre el asiento, casi con tristeza. Casi con dificultad de desprenderse del globo. Se sentó en la barra y le pidió al único hombre del bar una frescolita. No parecía ni aturdido ni complacido. Tenía una actitud más bien tranquila, apática, concentrado en hacer sus labores. En picar limón, romper hielo, abrir botellas, servir, secar, cobrar. Le quitó la chapa a botella de frescolita con su mano gruesa y la dejó frente a ella sin cobrarle.

Aunque todas las mesas estaban repletas de mujeres, solo eran dos en la barra. Ninguna comía carne. Camila miró a la cuarentona: parecía abstraída de todo lo demás. Como si la bulla no le llegara. Miraba hacia el frente, hacia las botellas acomodadas en hileras, hacia el espejo detrás de esas botellas. A diferencia de las otras, ella era elegante. Tenía mocasines de cuero negro, pantalones negros planchados y por la cintura, una camisa crema de botones con el cuello levantado, varios anillos de oro, lentes culo de botella con los vidrios gruesos, el cabello corto y bien peinado. Las piernas cruzadas con finura, la espalda recta.

–¿Te gusta la poeta? –le dijo, de pronto, otra mujer.

–¿Qué?

–A mí también me gustan las poetas –se rio, señalando a la cuarentona. Se sentó a su lado y apoyó los codos en la mesa. Era una mujer robusta, con el pelo crespo y negro. Tenía unas tetas muy grandes que chocaban contra la barra.

–No, no me gusta –tartamudeó–. No la estaba viendo.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó. Se notaba que estaba borracha.

–Camila.

–¿Sí? ¡Somos tocayas!

–¿Te llamas Camila?

La mujer asintió y acabó el trago de golpe, sin darle más importancia a la coincidencia. A través del vaso transparente, pudo ver su lengua serpenteando entre los hielos. El leve bigote que tenía sobre los labios quedó humedecido. Luego se levantó de la silla y se sentó en las piernas de otra mujer, más delgada que ella, en una mesa cerca de la entrada.

Camila se enderezó en la silla y bebió del frasco todavía frío, medio sudado. Notó que la supuesta poeta la estaba viendo. Las cejas gruesas y pobladas sobresalían de los lentes. Sus ojos maquillados de negro la observaban serios, atentos, y no cambiaron de expresión cuando ella se dio cuenta. Volteó de nuevo hacia el frente y bebió varios sorbos consecutivos hasta que el gas se le subió por la nariz. Sintió presión en las sienes, como si la hubiera revolcado el agua salada de una ola violenta, y tosió. Tosió cubriendo su cara. El bartender le dio una servilleta y volvió a alejarse para atender a otra mujer. Ella se secó la nariz y volvió a verla: seguía en la misma posición.

Su mamá se acercó y le dio unas palmaditas en la espalda. Luego se sentó a su lado, en la misma silla donde había estado la otra Camila. Tenía la nariz enrojecida. Los ojos medio llorosos. Pidió un vaso de agua y le acarició la cabeza, tratando de sonreír con mucho esfuerzo, mucha lástima, mucha confusión. Camila podía notar lo incómoda que estaba. Seguramente creía que iba a ser devorada por alguna de esas mujeres. Trataba de no mantener contacto visual con ninguna. Solo con Lupe y su madre.

–Me tomo el agua y nos vamos. ¿Quieres ir a despedirte?

Le dijo que sí y se acercó a la mesa familiar. Ver a Mayi enmarcada y rodeada de velas le era muy extraño. En la foto seguía delgada, sana, hermosa. La última vez que la vio en persona se veía muy distinta. Una versión inflada de Mayi. Una Mayi con helio para flotar lejos de ellas y perderse con las miles de otras cosas que dejan de ser alcanzables. La madre de Mayi le dio un abrazo largo, apretado. Notó que necesitaba tener contacto físico con otros cuerpos. Dar y recibir cariño con urgencia. Le dio un beso en el cachete a cada hermana, excepto a Lupe, a quien también abrazó.

–Camilita, ¿tú sigues escribiendo poemas?

–Sí.

–¿Conociste a la señora Varsovia?

–¿A quién?

Lupe señaló a la misma mujer cuarentona en la barra. Ahora miraba su trago, sostenido por sendas manos. Parecía whisky.

–Va a dar un taller de poesía en la librería que era de tu abuelo. Le voy a avisar a tu mamá para que te inscriba.

Enero

Mamá insistió en bajarse del carro y acompañarme. Le había dicho que no lo hiciera, que me dejara en la entrada del centro comercial, donde estaba la librería, pero no me hizo caso. Estacionó en el sótano, frente al supermercado, para hacer unas compras antes de irse a la casa. Me preguntó por segunda vez si había traído un cuaderno para anotar. Le volví a responder que sí. Sabía que se ponía nerviosa cuando yo empezaba algo nuevo en mi vida.

Cuando abrimos la puerta, sonaron las mismas campanitas de siempre. Desde que murió mi abuelo y vendieron la librería, no solamente había cambiado de nombre, de Las Mercedes a Alejandría, sino que Crisanto, el nuevo dueño, había agregado un segundo piso y demolido una pared de piedras de colores que yo adoraba cuando era niña. Ahora había una pared blanca, normal y corriente, de donde colgaban algunos afiches con portadas de libros. Mauricio, su hijo, era quien se encargaba durante las tardes. En general se la pasaba detrás de la caja registradora leyendo poesía norteamericana. Era estudiante de Letras en la Católica, tenía la cara llena de granos, bebía mucho café y se creía gran cosa. Me gustó cuando éramos niños, cuando su cara morena era lisa y tenía el pelo como un erizo malhumorado. Compartió conmigo su paraguas verde en el entierro de mi abuelo. Éramos los únicos niños. Él lloró. Cuando abrimos la puerta, sonaron las mismas campanitas de siempre. Mauricio subió las cejas cuando nos vio y siguió leyendo su libro, para que no quedara dudas: nuestra presencia era irrelevante.

Después de tantos años, la librería seguía siendo un espacio cercano a casa; a nuestra familia y nuestros muertos. Para estar ahí teníamos que saber negociar con la pérdida. La vida seguía y Caracas era otra. Al fondo había una mesa curvada, una media luna de madera, donde estaba la cafetera y tazas de cerámica. Alrededor había cuatro mujeres. Todas entre sus cuarenta y sesenta años. Cuando nos vieron llegar, pensaron que mamá era quien se había inscrito en el taller. A ellas les causó más gracia que a mí.

–Te busco a las siete –dijo, arreglando el cuello de mi camisa–. No me esperes afuera. Cuando te toque la corneta, sales.

Nos dimos un abrazo torpe y las señoras nos miraron sin disimular. Una de ellas, la que parecía más vieja, le dijo que me dejaba en buenas manos. Antes de que pudiera responderle, sonaron las campanitas de nuevo. Había llegado la mujer del bar, la poeta, la señora Varsovia. Llevaba los mocasines de cuero y los mismos lentes gruesos y pesados. Esta vez tenía una camisa mostaza y un pantalón de tela azul. Caminó apresurada hacia nosotras, la mirada arrastrada por el suelo alfombrado. Sus manos sujetaban las cuerdas de una cartera grande y deformada por los objetos que contenía. Ahora, de pie, se veía menuda.

–Mucho gusto, yo soy amiga de Mayi –le dijo mamá, extendiendo su mano.

La señora retrocedió, perturbada. ¿Le molestó que mencionara a Mayi como si estuviera viva?, ¿o que le quisiera dar un apretón? Apenas tomó su mano, haciendo una mueca con la boca que quizá fue un gesto de luto.

–Bueno, ya me voy. Aquí le dejo a Camila –agregó, incómoda. Volvió a darme un abrazo rápido, como si los nervios la hubieran hecho olvidar que ya nos habíamos despedido, y les dio un hasta luego a las otras mujeres antes de irse. A Mauricio lo ignoró.

Traté de no sentir mucha pena por mamá y me senté en la mesa. La señora Varsovia tomó asiento del otro lado, frente a nosotras. Su ropa olía a cigarrillo. Callada, seria, nos miró a cada una por un momento. No parecía incómoda por el silencio, ni por nuestra atención concentrada en ella, en sus ojos grises detrás de los cristales convexos. Esta vez no llevaba anillos. Las venas de sus manos se veían bajo la piel casi traslúcida.

–Buenas tardes –dijo, finalmente, sin levantar demasiado el tono de voz. Dos de las mujeres susurraron un saludo; el resto, calladas–. Espero que durante el próximo mes este sea un espacio de refugio para ustedes, lejos de la cotidianidad, lejos del mundo –se aclaró la garganta con dificultad y continuó–. Lejos, pero cerca. Vamos a traer esa cotidianidad, ese mundo, y lo vamos a transformar en poesía. Todo lo vamos a convertir en poesía.

Su voz cansada y opaca me dio la impresión de que muchas veces había sido vencida por la vida. De que ese mundo al cual se refería le había hecho daño. Tomó su cartera y metió la mano derecha. Sacó una cajetilla de cigarros y un yesquero azul. Después, una pluma y una libreta usada, las páginas medio sueltas. Dejó todo en la mesa y luego miró a la señora que estaba en la punta opuesta a mí.

–¿Puedes decir tu nombre y por qué te interesa el taller?

Hizo una mueca similar a la que le había hecho a mi madre. Todavía no entendía qué significaba. Ellas dijeron sus nombres. Y se explicaron. Que nunca ha escrito poesía pero que le llama la atención, que le pareció buena idea hacer algo distinto, que le gusta leer, que el médico se lo sugirió para el estrés. Cuando me tocó, tuve nervios hasta de pronunciar mal mi nombre.

–¿Camila qué?, ¿cuál es tu apellido? –preguntó, sin mirarme. Jugaba con el yesquero entre sus dedos.

–Rosenblut –dije. Después agregué que me gustaba escribir poesía.

–¿Llevas mucho tiempo escribiendo?

–No.

Encendió un cigarro. Luego sonrió por primera vez. Tenía los dientes grandes y la sonrisa invertida. Sus labios se arquearon hacia abajo, como un bagre, formando unas rayas curvas a los lados de la boca.

–Con el permiso de ustedes, estaré fumando durante nuestros encuentros.

Sabíamos que no pedía permiso, que solo avisaba.

La librería fue visitada por fantasmas que circularon y leyeron y durmieron, que hicieron desastres con la papelería, que se apilaron en la vitrina como maniquís para que nadie entrara. Y llovió. El agua reventó contra la acera y se hizo notar, como un cacerolazo. Protegiéndonos de ese mundo que la señora Varsovia quería convertir en poesía. Pareció que nada era más urgente que estar ahí y escribir y sentir su respiración ahuecada frente a mí y tener sus manos cruzadas cerca de las mías y escuchar los comentarios después de leer nuestros ejercicios.

Recomendaciones para eliminar o cambiar palabras; limpiar excesos, rimas. Tenía la exactitud incisiva de una aguja cerrando agujeros en trozos de tela. Parecía que nada se le escapaba. A mí solo me dijo una cosa, con cierta severidad y un plural innecesario.

–Evitemos redundancias.

Repartió unas fotocopias con poemas de Hanni Ossott. Era lenta en sus movimientos. Como si todo demandaba de ella un esfuerzo extraordinario. Se aclaró la garganta y comenzó a recitar pasito. La primera palabra apenas salió de su boca, y a medida que avanzó el poema, su voz se volvió más grande que ella, más presente, hasta abarcarla en sus gestos, las manos gesticularon con fuerza, un torrente grave marcó cada corte de verso, como cortes en la carne. Un animal débil había dejado metros de piel muerta acumulada en los zapatos y otro había resurgido de las cenizas de cigarrillo al costado de su muñeca. Quedamos paralizadas. Noté las luces del carro de mamá aproximándose a la librería, del otro lado de la vitrina transparente. La señora Varsovia fue la primera en salir. Se despidió desde la puerta, un gesto seco con la mano, eliminando cualquier residuo de cercanía que se había creado segundos antes. Su apuro por irse me hizo sentir una extraña sensación de fracaso. Como si me hubiera faltado rapidez u osadía. Hubiera querido que al menos dijera mi nombre antes de irse. Adiós, Camila Rosenblut. Ahora tendría que esperar una semana para volver a verla.

–¿Entonces? ¿No me vas a contar?

Observé la llovizna cayendo débil sobre el parabrisas. Las luces de Las Mercedes se deformaban detrás de las ventanas del carro. Por un momento, todo pareció triste.

–¿Cómo te fue, Camila? – preguntó, impaciente.

–Me fue bien.

–¿Sí? ¿Qué hicieron?

–Escribimos poemas. También leímos.

–¿Y la señora Varsovia?

–¿Qué?

–¿Te gusta?

–No…

–¿No? Pensé que sí te había gustado. Lupe dijo que era una poeta extraordinaria.

–Ah, sí –suspiré, enredada–. Sí me gusta. Es buena. Deberíamos comprar sus libros.

–¿Y por qué me dijiste que no?

–No sé, me confundiste.

Abril

Su madre no me deja hablar con ella. Ya sabe cómo suena mi respiración y cuelga el teléfono antes de que pueda decir algo. No la deja atender. No nos deja vernos. De a ratos siento que voy a terminar de morir si no la escucho. El whisky se acaba antes que la olvide. Se acaba la botella y nada ha cambiado. Desde que la vi supe que la amaría. Era una adolescente a punto de ser mujer. Bebía un refresco, sentadita en la barra, comportada. La vi desde que entró al bar, tomada de la mano de su madre. Arrastrada por ella. Por esa madre que gritó buscando a Lupe y luego se llevó a Camila hasta el fondo del bar, donde los tiburones vigilan la oscuridad de las esquinas. Se dejó abrazar y luego se sentó con un globo entre las manos, sosteniéndolo con tanta delicadeza, como si explotarlo pudiera hacerle daño. Ella no quería carne; yo tampoco. Sé que le llamó la atención que estuviera sola en la barra. Que no comía, ni hablaba. Que me vio y yo la miré también. Pero es que yo la estaba observando desde que llegó y la seguí viendo hasta que se fue del bar. Tuve el presentimiento de que Lupe le había dicho algo del taller de poesía. La vi señalándome. Luego bajé la mirada al whisky. Me escondí ahí, en el whisky. Mayi hubiera sabido que podía amar a Camila con solo verla. Se murió para que nos encontráramos. La madre no me deja hablar con ella. Por un mes la tuve en la librería. Todavía no podía nombrarla. La veía y escuchaba y corregía y amaba, aunque no pudiera nombrarla. Cada semana era menos joven, más cercana a mí en edad. Las dos generaciones que nos separaban se derrumbaban cuando escribía y me leía y quería que la leyera y le comentara y le arreglara lo que no necesitaba arreglo. La acercaba a mí cuando el tiempo se volvía tan lento, esperando a que volviera a ser jueves a las seis y luego me iba rápido antes de que ella volviera a ser una adolescente lejos de mí. Llegaba apurada y me iba apurada, porque solo las cosas tenían sentido sentada frente a ella. Se puede vivir así. Deseando todos los días. Amando, uno solo. Llorar antes y después de eso. Cada hora es horrible. Sale de la nada, de un tiempo que se multiplica incomprensible. Que brota desde la hora anterior para volver a brotar. Me ahogo en los segundos que se abren y derraman y pareciera que nunca volverá a ser jueves de nuevo. Las cajas de cigarrillo son un calendario desconfiable. Solo desordenan más. Es aterrador amar tanto. Marco su número porque así creo que camino hacia ella. Después me estrello contra una pared y siento vértigo. Su madre cierra el camino a Camila. La tiene en cautiverio. Enclaustrada en su fe de madre. Al principio la llamaba y podía escucharla. Conversábamos por horas. El taller había acabado y los jueves ya no existían para nosotras. Pero los números sí. Me aprendí el suyo con la primera lectura. Solo quería saber qué había hecho durante el día. Ella me leía lo que había escrito. Señalaba con entusiasmo sus nuevos descubrimientos con el lenguaje. Descubría el lenguaje y yo su lengua. Por fin ella también empezó a llamarme. Me extrañaba, comenzó a decirme. Y yo me atreví a responderle. A vivir en la desesperación. Cada día es como si todo se acabara. Cada vez que colgamos todo vuelve a ser nada. El deseo queda en los números. Un día por fin le dije que la amo. Ella permaneció callada. Era un silencio lleno de amor. Otro día por fin le dije que nos encontráramos. Que viniera a visitarme. La madre no dio problemas. Le pareció buena idea que volviera a verse conmigo. Que mantuviera su talento ocupado. Que me usara. Lo primero que Camila hizo fue tocar mi teléfono. Sonrió. Dijo que le parecía mentira estar del otro lado de los números, donde todo se ve y tiene forma y color y textura y cuerpo. Tomamos café. Compartimos el mismo silencio. Pudimos vernos sin hacer más nada. Era urgente vernos a los ojos. La madre la buscó a las dos horas. La tomé de la quijada cuando le di un beso en su mejilla. Ella abrió la boca, pero no la besé. Cumplió años a los días. Le dije que le tenía un regalo. No era cierto, pero algo tenía que darle. La madre se la llevó lejos de mí. Se la llevó al otro lado de la montaña, al mar, donde no hay teléfono. No supe de ella por una semana. Y algo pasó después de esos días. Se dificultó nuestra comunicación. Dejó de llamarme. Ahora sí le tenía un regalo. Una pluma preciosa, pesada, cargada en tinta negra. Por fin me atendió el teléfono. Su voz había cambiado. Era madura, ronca, grave. No era por su cumpleaños, era por otra cosa. Le pedí que me visitara para darle el regalo. Aceptó. Caminó recta hacia mí, el pelo suelto, los ojos maquillados. Ahí en medio de todo ese maquillaje estaba escondida. Huyendo de mí. Sostuvo la pluma con sus manos y sonrió. Pero no sirvió de nada. Ella estaba del otro lado del mundo. Todavía del otro lado de la montaña. Algo se había acabado y estaba comenzando a darme cuenta. Todo lo que estaba por hacer se había envejecido antes de existir. Tuve miedo. Mi casa y yo, no éramos nada. De pronto no tenía nada qué decir. Ella recorrió la sala y miró mis objetos y me miró a mí y nada en ella se aferró del espacio. No había ninguna fuerza que produjera tensión entre ella y todo lo demás. Solo yo estaba amando en ese momento. Me serví más whisky, en el mismo vaso que venía arrastrando desde la mañana. Bebí rápido, para estar apurada otra vez, para irme rápido de ahí, donde en realidad solo estaba yo. Me sentí pequeña en la silla. Camila me vio empequeñecer en la silla y se acercó. Me tomó la mano y me dio un beso en el puño. Dijo que había estado escribiendo mucho y me dio las gracias. Sentí rabia. Estaba empequeñecida de odio y miedo. Estaba débil de amor. Permanecí callada. No tenía sentido decir nada. Su madre la buscó y se la llevó lejos de mí. La enclaustró con mayor profundidad en esa fe del otro lado del mundo, donde yo no tengo lugar. La llamé al día siguiente. No atendió Camila. Una mano sin cuerpo atendió y colgó. Lo mismo a la siguiente hora. Y al día siguiente. Su madre no me deja hablar con ella.

 

*Este cuento pertenece al libro La señora Varsovia  (LP5 Editora, 2020)

 

Raquel Abend van Dalen (Caracas, 1989). Magíster en Escritura Creativa en Español por la New York University (2014). Ha publicado, en narrativa: La señora Varsovia (LP5 Editora, 2020), Cuarto Azul (Kalathos Ediciones, 2017) y Andor (Bid&Co., 2013; Suburbano Ediciones, 2017); y, en poesía, La beata de las locas (Entropía Ediciones, 2019), Una trinitaria encendida (Sudaquia Editores, 2018) y Sobre las fábricas, (Sudaquia Editores, 2014). Actualmente realiza un doctorado en Escritura Creativa en Español e Historia de arte en la Universidad de Houston. Su Twitter es @Abend_Raquel

 

© Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor

 


Posted: August 31, 2020 at 9:14 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *