Fiction
Últimos días

Últimos días

Rodrigo Hasbún

Guardaba las botellas en los basureros de los baños, sumergidas en la piscina, colgadas de los árboles del jardín. Luego, en los días siguientes, no dejaba una sola sin vaciar, escuchando siempre esos discos viejos y evaluando a veces en voz alta, para despistar a mamá, cuando mamá estaba cerca, pero en ese tiempo mamá nunca estaba cerca, cómo haría para conseguir nuevas botellas y dónde las ocultaría, si en el cesto de la ropa sucia o disimuladas en medio de la ropa de ella o enterradas en lugares que no se le olvidaran fácilmente. O en el ropero de mi cuarto, bajo mi consentimiento, sobre todo cuando necesitaba plata pero no sólo entonces, a mí no me molestaba que papá se emborrachara todo el tiempo, estaba habituado a verlo así, bailando en la sala (en los mejores momentos), lamentándose y llorando (en los peores), estaba habituado ya a tragarme discursos enteros que a veces podían extenderse durante varias horas seguidas.

Tengo por lo menos trescientos muertos, dijo de pronto esa tarde, altivo, como si algo así pudiera enorgullecerlo. Te los cuento uno a uno, papito. Trescientos por lo menos. O cuatrocientos. Si quieres apostamos.

Yo cuatro, dije. Y debí pensar en los abuelos y en mi tío, pero sobre todo en Mastrono, al que tuvimos que matar ahí mismo, en el jardín en el que papá ahora enterraba sus botellas, las botellas nuevas que a menudo conseguía con ayuda mía.

Éste que ves es un sobreviviente, siguió él. Uno de los que más suerte tuvo. Estoy rodeado de muertos pero sigo aquí. Trescientos o cuatrocientos muertos, papito querido, quizá más, toda la gente que fue importante, y yo todavía aquí, hablándote. ¿Te conté alguna vez de tu tío Eduardo?

Conocía todas sus historias de memoria. Me enternecían, me conmovían, me alegraban. Quería a papá y me gustaba lo que había logrado en su vida, incluida la mujer a la que enamoró, una mujer valiente que ocupaba un cargo importante en un banco importante y que era la que nos permitía llevar cierto tipo de vida. Tenía prohibido salir y cumplía mientras no le faltaran las botellas, que también tenía prohibidas. Yo se las facilitaba y a lo mejor mamá incluso lo sabía. La cuestión es que pronto empezaría a estudiar, lo que quiere decir que eran mis últimas semanas en la ciudad, mis últimas semanas en casa. Me tenía prometido volver siempre, por lo menos una vez al mes, pero tenía claro también que no hay nada más fácil de romper que las promesas. No fallaría a papá, me decía a mí mismo todo el tiempo en esas últimas semanas, obligándome a disfrutar los detalles más insignificantes, momentos que antes hubieran pasado desapercibidos. No dejaría que se sintiera más solo y más abandonado, me decía en tardes como ésa, no permitiría que su desamparo se acentuara. Yo sabía que papá necesitaba de mí.

¿Te la conté o no?, preguntó.

Creo que no, respondí.

Le gustaban las putitas. En ese tiempo eran muy baratas, así que no había semana que no le diera un polvo. Se conocía a todas. Hasta lo saludaban por su nombre. Con cariño, porque era un hombre bueno.

Se interrumpía para beber. Singani con mucho hielo y una pizca de limón. Mientras vaciaba el vaso y se preparaba otro, el último del día, supuestamente el último del día, el que tenía que parecer el último del día, yo miraba por la ventana. Al jardín deshecho por sus entierros, a las aguas estancadas de la piscina. A los árboles y al cielo que iba perdiendo intensidad.

El problema fue que se enamoró. Y que dejó a su familia para irse a vivir con la putita, que creo que se llamaba Miriam o Mariam. Las personas nunca cambian. Ni por amor. Eso es lo que tu pobre tío Eduardo nunca llegó a comprender. Y lo que yo necesito que tu comprendas ahora, papito, para no sufrir en vano. Estarás lejos y tendrás que ser fuerte. Y no olvidar en ningún momento eso de que la gente no cambia nunca. Después se resignó, tu tío. Pero por debajo le fue creciendo la pena. No sé si está preparado para lo que viene luego. Es algo duro.

Le metió un tiro, dije simulando que dudaba, que me aventuraba con una posibilidad radical para demostrar que ya no era tan inocente.

¡Sí!, se sorprendió papá de que hubiera acertado. ¡Exactamente! Pero no es sólo eso. Eduardito hizo después algo aún peor…

¿Se metió un tiro?, pregunté simulando aún más duda.

Sí, asintió papá entonces, menos efusivo esta vez. El mierda se mató. Vi su cuerpo, vi su cabeza abierta, sus sesos desparramados. Lo vi sin vida, muerto al lado de Miriam o de Mariam o de cómo mierdas se llamara. Era una morena voluptuosa y lo hacía delicioso, disculpá que te lo diga así de crudamente, pero es que al final tu tío nos regalaba polvos, si seguía metiéndose con medio mundo mejor con nosotros más, con la que gente a la que amaba. En ese tiempo no había enfermedades, papito querido, ahora hay que cuidarse, ponerse chulo.

Me miró fijamente durante algunos segundos mientras decía esas últimas palabras, yo mantuve la mirada con esfuerzo, había algo que daba miedo, quizá vi por un segundo mi reflejo futuro, lo que yo también sería, y luego se puso de pie tambaleante y llegó hasta el lavaplatos. Botó los hielos que quedaban y lavó el vaso. Después cogió la botella, sin decirme nada, como si estuviera solo, desapareciendo a su hijo mientras iba pensando en su hermano, recordándolo, intentando estar de nuevo a su lado, y se fue a enterrarla. Yo me quedé quieto, mirando a papá a través de la ventana. Tenía diecisiete años y no sabía nada de la vida y pronto me iría de la casa a estudiar a una ciudad vecina, eran mis últimas semanas en casa. Debieron pasar dos o tres minutos así, suspendidos, él en el jardín, enterrando su botella, yo pensando en mi partida y viéndolo desde la cocina sin atinar a nada, imaginando lo que él estaría recordando. Mamá llegó entonces. Me saludó y preguntó por papá justo cuando él entraba a la cocina por la otra puerta, sus manos llenas de tierra, la ropa sucia.

Es posible que aún así la abrazara. Es posible también que ella no se quejara ni dijera nada del olor a trago, de los ojos rojos, de la tristeza evidente.

Hay momentos que nos definen, que son nuestro retrato justo. Papá abrazó a mamá y ella se dejó y no dijo nada. Yo, sentado a un costado, sonreí y propuse invitarlos a cenar. Me miraron y preguntaron a dónde y si tenía plata para hacerlo, sensibles también ante la inminencia de mi partida, que sería el principio de algo pero al mismo tiempo el final de algo, de lo que éramos nosotros hasta entonces.

Claro que tengo, dije, ¿cómo les suena unas pastas?

Estupendo, dijeron ellos, nos suena estupendo.

– Rodrigo Hasbún. Narrador boliviano, nacido en 1981. Ha publicado el libro de cuentos Cinco (2006) y la novela El lugar del cuerpo (2008). Recientemente recibió el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana, auspiciado por Random House Mondadori.


Posted: April 16, 2012 at 6:35 pm

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