Fiction
El hombre que costó seis millones de dólares

El hombre que costó seis millones de dólares

Ricardo Pohlenz

“Somos una extensión de nosotros mismos” me dijo Falcón. Al menos eso pensé que me dijo. Tal vez fue: “Somos una extensión de otra cosa”. No lo sé. Dado el punto de partida o de referencia, según sea el caso, todo depende  de dónde estés y a qué velocidad vayas. Eso en función de los cuerpos, meros cuerpos astrales, allá afuera, arriba, lejos. Falcón tiene este impulso del héroe en el sentido clásico, no tiene una razón de ser, es un impulso, un adelante que se significa en su avance. En eso que no es todavía lo que ha dejado atrás, ni lo que aún tiene por delante. Lo que me interesó de lo que me dijo Falcón (si es que me  dijo eso) fue  lo de la extensión:  cuánto dura, pero también qué tan largo es. La extensión como una experiencia física, literal como lo es la extensión del cabello: Lo que no es, pero parece ser. Visto en perspectiva, todo punto de referencia es arbitrario.¿De qué sirve ser la extensión de un lugar, de un momento? Algo que es equivalente en términos de recorrido; que es validado por su documento, pero también por cuan largo es uno en esa percepción alterada que ve manifiesta la voluntad como ectoplasma, tal cuál lo veía Donnie Darko después de muerto. “Pohlenz ¿Donnie Darko estaba muerto? ¿Tú qué piensas?”, me pregunta Falcón mientras vamos en su auto, un auto cualquiera, de esos que son desechables y que usa de vez en cuando para orquestar colisiones en alguna de las vías rápidas de la ciudad. Vamos rumbo a la Portales. No es sábado, pero como si lo fuera, son los últimos días de diciembre de 2011, el mundo como lo conocemos se acaba, al menos empieza a acabarse (según lo prometido por los mayas falta todavía un año), pero igual vivimos como si todo se fuera a acabar, es casi zen. “Pienso que me has convertido en un personaje al hacerme esa pregunta”, le respondo. Falcón se vuelve a mí, me mira como si no supiera de que le estoy hablando. “Te he convertido en un personaje de ficción, Falcón”, le explico. “Al hablarme, me has convertido en lo mismo. Es una paradoja, estamos pero no estamos, es como cuando A.A. Milne le cuenta una aventura de Pooh y Tigger a Christopher Robin. Ese Pooh y ese Tigger ya no son peluches, son texto; igual tu y yo somos texto, somos personajes, estamos aquí, en un coche desechable rumbo a la Portales en lugar de nosotros mismos. Somos una extensión de nosotros mismos. Me lo acabas de decir, ve si no la página”. “¿Cómo voy a ver la página, Pohlenz, si lo que hago es manejar este carro desechable rumbo a la Portales?” “Precisamente por eso”, le digo, luego suspiro y saco mi anforita metálica, la abro y me echo un buche de bourbon y se la paso a Falcón. Se echa un traguito y lo piensa. “Pero Pooh y Tigger son de Disney, ¿no?” “Lo son ahora, como podría serlo casi todo, como podemos serlo tú y yo. Es cosa de que compren los derechos de Falcón y Pohlenz y luego hagan la película, saquen el videojuego y los muñecos articulados. Siempre hemos querido ser eso: muñecos articulados, aventureros de acción, extensiones de cabello, extensiones sin más, objetos que no se saben a sí mismos en el tiempo y el espacio”. Bebo otro sorbo de bourbon; Falcón se pasa un alto. Detrás de nosotros, los cláxones se pierden en el doppler de su tránsito histérico. “Eso habrás querido tú, ser un muñeco articulado, Pohlenz”. “No te hagas”, le respondo, “de seguro te hubiera gustado ser tu aventurero de acción”. “No lo sé, Pohlenz. No creo. Hubiera querido ser como el muñeco de Steve Austin, más bien como Steve Austin, para que me hicieran muñeco y me vendieran en las tiendas”. “¿Como Lee Majors?”, le pregunto, “Porque Lee Majors era Steve Austin, Lee Majors era el Hombre de los Seis Millones de Dólares”. “No, Pohlenz, como Steve Austin, Lee Majors deja de ser Lee Majors para ser Steve Austin, el Hombre de los Seis Millones de Dólares es Steve Austin, sólo tiene la cara de Lee Majors, el cuerpo de Lee Majors, pero no es Lee Majors. Es igual con el muñeco del Hombre de los Seis Millones de Dólares, es Steve Austin; Lee Majors no se reconoce en el muñeco: es su cara, pero no es su cara; es su cuerpo, pero no es su cuerpo. Se ha visto trascendido. ¿No es lo que queremos todos, trascender?” “Igual que Pooh y Tigger”, le contesto, “somos peluches, no sabemos de nosotros mismos, sólo nos saben los demás.” “¿Quiénes?” “Los que se preguntan quién carajo son Falcón y Pohlenz en un carro desechable rumbo a la Portales”. “¿Y por qué se van a pregunta eso?” “Porque lo están leyendo en este momento.” Falcón decide no pasarse el siguiente alto. Es el Eje Central; un trolebús- reliquia de lo moderno animada por la electricidad- pasa frente a nosotros. “¿También leen a Steve Austin?” “No, creo que a Steve Austin tienen que verlo”. “¿Y por qué?” “Porque a nosotros también tendrían que vernos si no fuéramos texto, si fuéramos película. Lee Majors es Steve Austin porque la hace de Steve Austin, el muñeco de Steve Austin representa la quintaesencia de Steve Austin, su aspiración como signo donde quedan sumados actor, personaje y representación. Falcón, tú eres el Hombre de los Seis Millones de Dólares, eres tú, eres tu personaje, eres tu efigie, te actúas a ti mismo, aspiras a alcanzar la representación final: el molde vaciado, el plástico multiplicado, la versión de ti mismo que se deslinda de ti para ser alguien más, digo, algo más”. Tomo aliento, ante la perspectiva de un lote de cajas que guardan la efigie última de Falcón – su esencia, su gesto, su signo- en empaques que nunca serán abiertos para que no pierdan su valor. “¿Por qué otra razón iríamos rumbo a la Portales en un carro desechable?”, le pregunto después. “Vamos a la Portales a ver como va mi carro, mi carro-carro, lo tengo en el taller del Negro”. “¿El Mustang?” “Ese mero”. “¿Qué diferencia ves entre este carro y tu Mustang?” “Para empezar, que no es un Mustang”. “Precisamente, es un carro desechable, de esos que usamos para una que otra carambola orquestada: rechinidos y  carros apilados en el arroyo. ¿Qué pasa con un carro cuando da de sí? Lo tiras”. “No, Pohlenz, se lo vendes a alguien más. Siempre hay quien quiere comprar un carro desechable, más cuando lo has usado en un performance de Falcón. Se convierte en otra cosa, en parte de un proceso, en un pedazo de historia. Date cuenta, mis manos en el volante dejan un rastro, no sólo mis huellas digitales, también mis humores, mis células muertas”. “¿Tu carro y tú se vuelven uno mismo?” “No, Pohlenz, es un carro desechable, su única gracia es que lo maneje o que lo use en una de esas colisiones orquestadas. Le marco con crayón los golpes y rayones, como lo hacen los hojalateros para mostrarte qué le van a hacer y, sobre todo, para decirte cuánto te va a costar. Se venden así, carros desechables chocados, en la galería, con un video que muestra las colisiones en sesenta segundos como película de carros setentera. Al final, tienes tu carro desechable chocado por Falcón y el video que lo acompaña”. “¿Vamos a hacer eso con este carro?”, y me apresto para la colisión, tenso ante la posibilidad de que impactemos el carro desechable japonés de junto. “No, Pohlenz, vamos a la Portales al taller del Negro a ver como va mi Mustang. Este carro no sirve para eso, tiene tus células muertas, tus humores, y los de Jimena y los de Omar y los de Rodrigo y los de mi Papá; tiene que estar nuevo para que cumpla con su propósito”. “¿No lo podemos hacer nada más porqué sí?” Falcón se ríe. “¿No podemos limpiarlo, pasarle una aspiradora, desinfectarlo?”  “No, Pohlenz, no funciona así. Este es un carro desechable como todos los demás”, y hace un ademán señalando todas las demás máquinas automotrices en movimiento que hay a nuestro alrededor. Tiene la tentación –por un momento- de dar el volantazo, pero se contiene, no vale la
pena, todo accidente es historia transcrita, la repetición de un bache, el ejercicio de lo sucedido, una vez más. Debo conformarme con imaginar el accidente, el rechinido de las llantas, el golpe sordo del metal contra el metal, el cuerpo adolorido por la tensión y la adrenalina. “Esto no es algo que nos esté sucediendo a nosotros dos”, me reclama Falcón. “¿Cómo no? Vamos a la Portales, al taller del Negro, a ver como va tu Mustang, como fuimos la semana pasada, cuando le llevaste unas refacciones que te trajeron del gabacho. Esta cosa que se le pone encima del motor para que pase el aire y lo pegue contra el asfalto y le de la estabilidad que nunca ha tenido un Mustang, porque un Mustang no es estable, coletea en las curvas, es más faramalla que cualquier otra cosa. Es un Ford”. “Tu problema son Barthes y Foucault y todos estos maricas franceses, Pohlenz, te vas con la finta del DS de la Citroen. Olalá, Pohlenz, pero ¿qué haces con un carro así?, ¿cómo consigues refacciones?” “Sí”, le digo, “con lo mamones que son por allá, si no es una refacción vintage encontrada en una bodega perdida en Marsella (para alivio y beneplácito de la cultura automotriz mundial) es mejor no meterle mano. Lo tienes que dejar guardado en el garage y dejar que se cubra de polvo, como si fuera el gran vidrio de Duchamp”. “Mejor las refacciones para Mustang, ¿no, Pohlenz?”, sigue Falcón, “No tienen que ser del ‘67 o del ‘73 o del ‘77 -el año de mi Mustang-  todavía las hacen. Te cobran un ojo de la cara por ellas, pero no lo que te cobrarían por una refacción de un DS, no mames, ¿cuánto puede costar?” “Supongo”, le digo, por seguir un tren de pensamiento (o mejor dicho, una autopista), “si no tienes para las refacciones, puedes hacer lo que hizo Gabriel Orozco con su DS, le quitas lo de en medio, lo pegas, lo desconviertes y ya no hay necesidad de refacciones, es un carro que no corre, es un carro que no es un carro”. “Pero yo quiero que mi Mustang sea un Mustang, que corra junto con otros tantos Mustangs, por la carretera”, me reclama. La imagen, digna de explotación comercial, me lleva a la sobreposición redundante de dos escenarios: en uno corren caballos por la pradera, desbocados; en el otro los  Mustangs siguen los caminos a toda velocidad. Me lo pienso mejor, los mustangs no corren desbocados, corren porque se les da la gana, siguen el camino igual que los carros, el Mustang no se desboca (bueno sí, coletea, insisto, no tiene la estabilidad de otros carros deportivos), es una extensión de los brazos y las piernas, una proyección en el paisaje hecha de cromo, hierro y caucho que se alimenta de dinosaurio. Falcón se sabe subido a su Mustang, sabe el color de las vestiduras, la sensación de la palanca al piso, la velocidad dicha en el tablero, el camino que queda por recorrer. No es algo que sepa cuando está subido en su carro desechable, pues no se le compara, sino que lo sabe en el tiempo: sabe que sucederá, que sucede en el futuro porque lo sabe ya sucedido. No es una esperanza, como todo con Falcón, es un hecho. “Puedo verme subido en el Mustang, Pohlenz”, dice. Es como si estuviera subido al Mustang, es como si supiera lo que se siente, es la velocidad. “Todo transcurre tan rápido que es como si ya hubiera pasado”, le contesto, “este momento, por ejemplo, no he sabido transcribirlo y he tenido que inventarlo”. Falcón detiene el carro y mira hacia abajo, hacia si mismo, hacia su origen. “No puedes inventar este momento, Pohlenz, este momento apenas está sucediendo”. “Esta es la segunda vez que venimos a ver lo que el Negro hace con tu máquina”, le digo, “la máquina te espera en el futuro, la ves pero no puedes verla. Esta segunda vez es como la primera, es una repetición de la primera, las costumbres son actos de necedad, son momentos repetidos a perpetuidad, ¿cuántas veces podemos todavía regresar a ver como va tu carro? Este año se acaba”. “No creo que este año”, me dice, sensato. “He querido venir a verlo contigo, antes de la operación, porque no voy a poder venir en un rato”. “Venimos la semana pasada”, le recuerdo. “Igual es como si no hubiéramos venido”, me dice, sonríe y se baja del carro desechable, signo y síntoma de una economía suicida, devorador de dinosaurio de alto octanaje. “El olor de la gasolina por la tarde no es como el del napalm por la mañana”, le digo. Me mira, retador y luego se da la vuelta. Lo sigo. “Gasolina, gasolina”, repito, como si cantara. Toca el portón, una, dos, tres veces. Si todo fuera estallar para ser redimido, pienso, mientras esperamos que nos abran; como Steve Austin, en el cielo, astronauta desmembrado y tuerto; como Cliff Steele, corredor de coches de quien sólo sobrevive un cerebro atado a una máquina antropomórfica que guarda las cenizas de su cuerpo perdido en una urna en su cuarto. “Es el signo y no el hecho”, me digo, “dentro unos días la piel del abdomen de Falcón será fileteada, alguien pondrá los trozos serán sobre una bandeja de metal”. Estoy junto al médico mientras hace los cortes y saca sendos pedazos de abdomen de Falcón. La piel pierde sentido sobre la bandeja y se convierte en cubierta, en retícula, en línea fronteriza entre el trozo y el mundo, en un haber sido que sobrevive en su sentido original sólo en la memoria, como la escritura, como los hechos que refiero y que Falcón se niega a saber transcritos nada más, mientras los dice y los vive, pues mientras suceden no pueden estar escritos. El abdomen de Falcón se dice a sí mismo como se dice todo lo demás: la lengua de un perro, el aire antes de la lluvia, las hojas del árbol que se mueve, justo ahí, sin más. Ya en la bandeja el trozo de abdomen se convierte en posibilidad; no es un hecho, es un resto que será devorado por el propio Falcón en un acto de conocimiento último (como puede ser comerse la propia mierda), un resto que será incinerado como el cuerpo de Cliff Steele después del accidente automovilístico que sufrió antes de convertirse en Robotman o como las extremidades de Steve Austin cuando cayó del cielo en su nave espacial. Es el milagro físico de la parábola, el punto de despegue, el punto más alto, el punto de choque. “¿La parábola de quién?” me pregunto mientras Falcón vuelve a tocar el portón, una, dos, tres veces. Esta vez grita: “¡Negro!” Tenemos la sensación de que alguien o algo se mueve del otro lado del portón, entre automóviles abiertos en canal y basura diversa. “¿Sabes quién es Cliff Steele?”, le pregunto. “No, Pohlenz, ¿quién es?” “Es Robotman, fue un corredor de carros de carreras, tuvo un accidente y su cuerpo se deshizo. Pusieron su cerebro en la cabeza de un robot, así que no tiene cuerpo pero él es, se sabe y se dice a sí mismo Cliff Steele. Por supuesto extraña la capacidad de tocar, de oler, de besar, de orinar, de cagar. Sin embargo le queda el recurso de soñar en lo que fue: un corredor de carros. Ahora es un carro, habita un chasis.” “¿Tiene verga este Cliff Steele?”, me pregunta Falcon. “No”, le digo. “Entonces tampoco puede coger”, concluye Falcón. “Steve Austin sí puede coger”, prosigo, “pero no puede sentir nada con su brazo derecho, no es su brazo derecho, es su brazo biónico. Hace como que siente, pero no siente. Se mueve porque le dice que se mueva, pero no es su voluntad, literal, la que mueve su brazo, la que hace que suene como si no fuera un brazo. Es la posibilidad de la chaqueta biónica, el sueño de todo adolescente cuando le corta la circulación a la mano para no sentirla y sentir qué se siente cuando otro le manipula la verga. Es el otro en un mismo, la máquina habitada.” El portón se abre como para darle énfasis a lo que digo, rechina y reverbera lejos de la experiencia del brazo biónico. Falcón saluda al Negro y yo hago lo mismo. Estuve hace una semana ahí, pero, igual, no lo recuerdo. Él tampoco me recuerda, nadie se presta demasiada atención cuando Falcón está cerca, se come la atención, toda la atención, tanto como para recor
dar todos los nombres, sólo falta que se coma también los nombres. ¿Cómo me llamo? ¿Cómo es que me llamo? “Dime Falcón, ¿cómo me llamo?” “No me molestes, Pohlenz”, me diría, y así lo recobraría. Caminamos entre las ruinas automotrices, entre los toldos de hojalata ennegrecidos por la grasa y el alquitrán que exudan estos seres demoníacos. Los maestros mecánicos le dan refugio a dos o tres máquinas destripadas con los motores a la vista, desnudos en su materialidad esencial. “¿De que le serviría tener  verga a Cliff Steele?”, insiste Falcón, como si supiera que contemplo a la Inmaculada Concepción representada dentro del cofre del carro. “Si se le parara, sería por inducción electromecánica, no sería más que la ilusión de que coge”, le respondo. “Si es un robot”, prosigue Falcón, “de seguro la tendría siempre dura”. “Es un personaje de comic”, le digo, “es como Superman, es una proyección hacia el límite. Superman apela a lo divino, es un Moisés caído del cielo. Cliff Steele está en el otro límite de lo humano, es el rasgo de humanidad que sobrevive en aquello que no es humano, en el borde mismo.  Sólo podemos hacernos la pregunta sobre la verga de Cliff Steele si suponemos que su cerebro, dentro de una máquina, recuerda la experiencia de lo sensual del cuerpo que ya no tiene. No nos preguntamos si el cerebro de Cliff Steele todavía funciona  en términos de esa memoria y de ese extrañamiento o si sólo se atiene a cumplir con los impulsos eléctricos que activan los mecanismos que mueve y lo mueven. ¿En que términos necesita testosterona este cerebro? No tiene verga y por tanto, no tiene huevos. No podemos pensarnos fuera de lo humano. Comprendemos la prótesis en cuanto es una extensión de nuestro cuerpo, como este Mustang que rescataste del deshuesadero”. Frente al cofre abierto pienso en el cuerpo abierto de Falcón, dispuesto a la liposucción, sobre una mesa de operaciones en una clínica de cirugía estética de la Colonia Del Valle. Es algo que no ha sucedido, pero  sucederá un par de días después. Lo visto y lo imaginado se confunden en la percepción y la mente corrige el proceso una y otra vez, en un melodrama que se repite hasta la saciedad.Sucede lo mismo con lo inerte y lo dormido; de ahí que, para ajustarse a la metáfora exista la tentación de dormirse como piedra. No es la cabeza lo que le van a abrir a Falcón: es el abdomen. Es un rito micénico celebrado en el quirófano: el Doctor sacará las entrañas de la víctima propiciatoria para leer el porvenir en ellas; le va a sacar el porvenir y lo va a convertir en su afuera: lo que ya no es Falcón y aún así fue parte suya, carne de su carne. El médico  hace la liposucción a conciencia, arriba y abajo. El proceso me recuerda al lavado de alfombras, tal vez también al lavado de albercas. La grasa, un amasijo sanguinolento, va a dar a un envase y el vacío generado en la cánula hace de su tránsito algo estentóreo, último remanso de lo orgánico antes de que se convierta en el contenido neto de un frasco. Sólo saca el cerebro del frasco, repito como letanía mientras miro a Falcón, tendido en la mesa de operaciones como el toro que es; inconsciente de todo, bestia enorme y solar dispuesta al sacrificio de sí misma y en aras de sí, se sueña transformado y se entrega a la intervención del Doctor. Omar, mientras tanto, cámara en mano, no pierde detalle y lo graba todo, tanto la liposucción y los cortes en el abdomen, como la intervención en el maxilar inferior donde serán atornilladas dos letras de titanio, “I” y “N” para después aparecer como una tautología mágica en cada nueva radiografía. Es lo dicho vuelto a decir, me doy cuenta de eso en ese preciso momento, mientras el Doctor hace un corte dentro de la boca y prepara el maxilar para la intervención quirúrgica. Los tornillos de titanio están guardados en un pequeño estuche, no tienen  siquiera el tamaño de un mosquito. Afuera no son más que tornillos, pero dentro se convierten en una extensión de Falcón: puedo imaginarlos asimilados al maxilar inferior, convertidos –con los años- en parte del maxilar. Cada nueva radiografía de su maxilar mostrará letras cada vez más desleídas, absorbidas por lo orgánico, convertidas en tejido, mínima cicatriz de un metal que alguna vez estuvo ahí. El Doctor descubrirá que el maxilar inferior de Falcón es duro, tan duro que atornillar el titanio se convertirá en una lucha semejante a la de Jacobo con el Ángel del Señor. Lo veré encaramado sobre la cabeza de Falcón, empecinado frente a la necedad del hueso. Perderá la lucha, el último tornillo se volverá inatornillable. Digo, me he dado cuenta de la necesidad esencial de la tautología, de ese dentro-dicho. Es en la reiteración que encontramos seguridad en este mundo, es el milagro detrás de los anuncios, el consuelo de las marcas: un Mustang no es un Mustang si le falta el membrete metálico que redunde y lo diga así Mustang; perdido el membrete no queda más que un carro sin nombre. No habrá quien les diga, a los sobrevivientes de la última de las crisis imaginables, cuando no haya dinosaurio que valga, cuando seamos arqueología y un Mustang no sea un Mustang sin el membrete metálico que lo nombre. No es un carro, es un caballo, es la extensión del hombre, es el hombre a caballo, es el centauro de antiguo, que corre negado al cuerpo del otro, convertido en la extensión delirante del otro. Yo soy el caballo, yo soy el Mustang, yo soy la máquina. Es un acto de posesión: un momento que todavía queda en el futuro. No han sido más de tres días desde que fuimos al taller del Negro en la Portales y estábamos en otro año. Estar en un año u otro hace una gran diferencia, es como atravesar un hiato que separa lo que fue de lo que será en el preciso momento de su aparición. Ese mismo hiato separa al Mustang con el cofre abierto en el taller y a Falcón abierto sobre la mesa de operaciones del Mustang resucitado corriendo por los caminos y a Falcón sin ombligo. Eso que los separa también los une, se convierte en una sucesión lógica de sentido, de intención, de razón de ser. ¿Un cerebro humano te hace humano? ¿y un brazo? Un brazo humano que vive en un robot, que es activado por un robot, ¿es humano? ¿Armaría un discurso que lo definiera como humano? ¿Crecería hasta convertirse en humano? Un estrella de mar puede hacer una extensión de sí misma: le puede crecer el brazo mutilado, pero no puede hacerse desde el brazo. ¿Falcón se puede decir desde su brazo en tanto que brazo? Seguro estaría dispuesto a deshacerse de sus brazos y piernas si pudiera intercambiarlos por prótesis semejantes a las partes biónicas de Steve Austin. Sería feliz con cada nueva versión de las extremidades que pudieran desarrollarse, de la misma manera que es feliz con cada nueva extensión de su cerebro generada en Silicon Valley. ¿Qué sería del brazo derecho de Falcón, tatuado a lo largo con un UNTITLED que lo convierte en extensión del mundo que lo rodea? ¿Lo guardaría en formol y lo llevaría consigo para seguir siendo una extensión del mundo, aquel que lo desnombra,  lo desdice,  lo señala y se niega en cada nuevo señalamiento? ¿Quedaría convertido en reliquia, como la mano de Álvaro Obregón, algo que deja de ser  lo que era para convertirse en un atributo dado? ¿No valdría lo mismo, como reliquia, un cotonete con tu saliva? Igual se convertirá en reliquia su ombligo, esa mínima cicatriz que lo señala hijo de hombre, nacido de mujer y que cuando lo muestra el Doctor luego de cortarlo, es un pedacito de nada que bien podría pasar por menudencia. El UN-BORN imaginado que se tatuará apenas sane de sus cicatrices lo acercará a ese ideal del cuerpo que alcanzaron  Cliff Steele y  Steve Austin. Abolida la memoria, queda la representación: la extensión del cuerpo. Así, fuera de sí mismo, como está, como quiere estar, podrá oficiar sus propias exequias. Como figura articulada de sí mismo sólo le faltará abolir su propia sexualidad. El cofre del Mustang permanece abie
rto frente a nosotros. El Negro le señala los diferentes lugares donde serán incorporados los añadidos a la máquina. Imagino una investigación remota, a varios siglos de distancia, en la que descubiertos tres o cuatro fragmentos de carro alguien buscara ensamblar un cuerpo originario. Sin pistones ¿cómo imaginar pistones? ¿Cómo intuir el dinosaurio de alto octanaje? Y así como ellos no podrían ensamblar un Mustang (en la probabilidad de que sean los pedazos de Mustang los que sobrevivan gracias al fervor que profesan dueños), yo no puedo imaginar como imaginarían ellos, sólo puedo hacerlo desde lo moderno: somos el centro del universo y lo seremos siempre, aunque no lo seamos nunca más: es como si todavía fuera el Siglo XIX, como si nunca se fuera a acabar.  La promesa de lo moderno se repite, como la promesa de un redentor caído del cielo. Se cierra el cofre del auto como se cierra la caja de Pandora, en la esperanza de no haberla abierto antes, de no haberla abierto jamás, de saber sus entrañas como si fueran la nuestras: mangueras, conductos y explosión interna. “Vámonos, Pohlenz”, me dice, mientras nuestras sombras se pierden en el poniente.


Posted: May 27, 2014 at 5:48 pm

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