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Ventriloquía

Ventriloquía

Daniela Tarazona

Las historias suelen contarse a partir de la mitad. Desde la mitad de mí cuento ahora el desasosiego de diciembre, que es el mismo de los domingos en la tarde. Ante los ojos se despliega el tedio existencial que va precedido por el desconcierto ante el porvenir. Alguien creyente en la humanidad me decía el otro día que estaremos fuera de la pandemia en marzo, yo le respondí que será dentro de un año. Ahora mismo no creo en eso tampoco. Mis pretensiones de adivina son, a veces, satisfechas.

Diciembre, que se parece a un domingo en la tarde, trae consigo el día 16 en que mi madre murió hace siete años. En la memoria tengo fija la imagen de las luces de Navidad de la casa vecina que ella observó como si fueran la señal de despedida. Diciembre es un mes triste e inevitable.

El pavor que experimento ante ciertas señales feroces me han causado las noches más difíciles. Por desgracia, creo en lo que percibo. A lo largo de los años, he tenido periodos gordos de insomnio, tránsitos hacia confines alucinados y caídas libres en estados de tristeza. Sucede que las pretensiones se nutren de la propia respiración. Hay personas que conocen estas deficiencias mías y me han acompañado para vivirlas con un pánico menor.

Ahora, cuando el mundo nos recuerda la fragilidad de la vida, es diciembre otra vez.

El año se trató de nuestra incapacidad para detenernos en el camino. Como si fuera imprescindible encontrar el sentido de la vida —en medio de la velocidad que imponen las computadoras— creímos que burlaríamos al virus sumiéndonos en las pantallas. Hemos perdido los oasis, se sabe. Ya el desastre alimenta las investigaciones sobre nuestra habitación en otros planetas del Sistema Solar y, aunque veamos desde lejísimos las siluetas de aquellas esferas, la mirada hacia el cielo representa las preguntas que no conseguimos dejar de hacernos desde nuestro estado de emergencia.

Diciembre es el último mes del año. Los meses que lo precedieron no fueron como aquellos anteriores a la pandemia. La caída libre nos hermana. Vamos atravesando el aire para hundirnos en el fondo. La cuestión se parte en dos y las historias suelen contarse desde la mitad. El mundo conocido se quebró por en medio, los ejes se dislocaron.

Hago un ejercicio de imaginación, alimentado por mis pretensiones de pitonisa: cuando giremos la cabeza y veamos lo que dejamos atrás, notaremos la estela de nuestros pasos sobre el suelo y volveremos a estar en cuatro patas.

Hace tiempo vi la serie Under the Dome, basada en una novela de Stephen King. A partir de ella, recupero la imagen de una vaca cortada a la mitad por el domo en cuestión. El aislamiento no perdona al cuerpo. La mitad de nosotros, cuando menos, está dentro del domo y la otra mitad afuera de él. Esto ocurrió antes de la pandemia, pero andábamos ocupados en vivir y no nos dimos cuenta. El domo nos impide hablar con los demás, nos ensordece y, en algunos casos, nos convierte en ventrílocuos. Yo no alcanzo a escuchar lo que dicen los otros cuerpos desde aquí, pero hablo desde el estómago.

Me preparo para colocar los adornos en casa, cuando encienda las luces de Navidad las miraré y procuraré que los ojos se me vayan hacia otra parte. La mitad de mí está afuera del domo y no me pertenece más.

 

Daniela Tarazona es narradora y ensayista. Fue jefa de redacción del suplemento Hoja por hoja del periódico Reforma y ha sido colaboradora de las revistas LuvinaLetras LibresCrítica y Renacimiento (Sevilla, España) y de los suplementos Laberinto del periódico Milenio Diario y El Ángel de Reforma. Es autora de dos novelas: El animal sobre la piedra (Almadía, 2008) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2013). Su Twitter es @dtarazonav

 

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Posted: December 7, 2020 at 11:02 pm

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