Essay
La fábula redentora de Alejandro Rossi

La fábula redentora de Alejandro Rossi

Edgar G. Delgadillo

La relación entre el ser humano y el tiempo es compleja y tortuosa. Todavía nadie le puede encontrar una razón lógica y absoluta. Ignorarla puede ser una buena forma de preservar la alegría, ilusoria y frágil quizá, pero no por eso exenta de poder para despertar cierta envidia. Pero, una vez que el tiempo se presenta a la conciencia, no queda más que aceptar sus ataduras, su aplastante presencia, con una especie de resignación. La palabra es apenas una aproximación y se expresa con demasiada facilidad comparada con la enredada dialéctica que se necesita para acceder a ella y mezclarla con algo mejor: la redención.

Hace algunos años, en el ya lejano ocaso del siglo XX, Alejandro Rossi lo ejemplificó en La fábula de las regiones, entrañables narraciones que, en conjunto, exponen uno de los atributos —no el más importante— del género que señala su título: poner en acción una moraleja (una fábula) por medio de la ficción. Es decir, brindarnos una enseñanza universal o, al menos, una aproximación.

¿Cuál es la fábula de Rossi en estas regiones? La de redimirnos no solo de forma personal sino también colectiva.

La fábula de Rossi cumple con los requisitos modernos del género: es una ficcionalización de la realidad con un propósito moralizador sobre conductas humanas. Primero encontremos la realidad que hizo ficción para luego pasar al aspecto moral.

El espacio donde sitúa su mundo ficticio es la América Latina de un tiempo remoto. Julio Ortega sitúa de forma más precisa ese tiempo al que remite Rossi:

…aluden a una historia hispanoamericana de correspondencias: a un periodo pre-estatal, cuando se debate todavía la forma federal descentralizada y cuando la sola noción de estado parece abstracta y remota, ya que las fronteras no han sido aún obligadas y el espacio regional es todavía suficiente. Claro que ese espacio arcaico es más simbólico, el cuerpo social de la cultura criolla, de estirpe rural y sumas heterogéneas (1994, p.144).

La fábula de Rossi se distingue por sus formas narrativas. Fiel a su estilo, los cuentos que la componen son difíciles de categorizar: se pueden leer como ensayos, parecen fragmentos de otra novela y su narración está hecha de sustanciosos y extensos diálogos. En Rossi la conversación es narración.

Que el diálogo sea la columna vertebral de la narración no es fortuito, aunque es muy pronto para ocuparnos de ello. Primero hay que reconocer a los personajes de los que Rossi quiere hablar: caudillos, capitanes, generales, cronistas… Hombres de las regiones más profundas de América Latina atrapados en un tiempo en que “los mapas despiertan las fantasías, la obsesión de las fronteras, y crean la ilusión de tener al mundo en un puño” (Rossi, 2013, pos.3643).

Rossi logró dotar a estos personajes de cierta imaginación asignándoles sueños que los mantienen despiertos y, a veces, los hacen hablar de ellos hasta el último día antes su muerte, como en “La lluvia de enero”. Son viejos, como cualquier otro mortal, víctimas del tiempo; han pactado con el olvido y sobrevivido a victorias y derrotas por igual; están heridos por sus recuerdos, enfermos de nostalgia, pero han encontrado placer y “fascinación por la palabra hablada, por la conversación, el diálogo, la anécdota, el chisme, la novedad” (Sol, 2019, pos.734). Esta “fascinación por la palabra hablada” es un rasgo con el que el autor dio a sus personajes la posibilidad de cierta resignación y, quizá, de hallar en ella una redención.

¿Con quiénes dialogan estos viejos? En general, con interlocutores más jóvenes que ellos: amigos, nietos, amantes y anteriores romances que se han convertido en acompañantes junto con uno que otro discípulo. Aunque en realidad dialogan con la historia: la propia y la colectiva, la de aquellas regiones.

Dialogar con la historia también es discutir con la moral. Así lo insinúa Rossi en “El cielo de Sotero” cuando un narrador testigo —figura que solo predomina en ese primer relato de La fábula de las regiones— expresa una de las inquietudes que asedian —de forma subyacente— a sus personajes: “¿Dónde está, entonces, el poder? ¿Dónde está el orden del mundo? O quizás lo ignoran porque comparten la superstición de que la maldad no debe recordarse. Como si la mera mención fuese ya una celebración. Creen, me parece, que la maldad seduce como un diamante.” (Rossi, 2013, pos. 3513).

Personajes indefensos que se protegen con supersticiones sobre aquello que nadie parece saber. Son seres arrojados en soledad y con una moral que les demanda cumplir con un ideal ajeno. Este ideal se presenta en la figura de Gregorio Sotero, un abogado que instruye a sus interlocutores: “No hay que temerle a los grandes hombres… [Todo] lo que había ocurrido era una equivocación, las viejas guerras inútiles, las naciones artificiales. Nos decía que nuestra historia verdadera todavía no había empezado. Tenía ese atrevimiento (Rossi, 2013, pos.3591). La moral de este ideal de las regiones la encarna Remigio Maldonado, un “hijo de nadie” que asesinará a Sotero para advertir (antes de ser fusilado a su vez) el amor ilimitado que rodeaba a su víctima:

Sospecho que cuando comprendemos el amor que una persona suscita en otras, ya nos entregamos a ella. El muchacho, en una de esas incontrolables jugadas del corazón, inició una relación de discípulo amoroso con el Abogado andarín… En honor de Remigio Maldonado hay que señalar que nunca pensó que tendría redención. Supo que estaba excluido de los caminos naturales de los hombres. Supo, por decirlo de alguna manera, que su alma había quedado inutilizada. También supo que la inevitable devoción a Don Gregorio era su castigo (Rossi, 2013, pos.3591-3598).

El cuento culmina con una breve sentencia sobre el sucesor de Sotero, el Comandante Lorenzo Cruz, quien “gobernó, como tantos otros, largos años, con el recuerdo de su juventud exaltada y con el sabor de una oportunidad perdida. La fábula de las regiones” (Rossi, 2013, pos.3604).

La fábula nos habla de una oportunidad perdida. En el caso de estas regiones, Rossi concede a sus personajes una patria pero no identidad: se las prohíbe y condena aunque, también, los arma con una voz y personalidad de relator para que se revelen a la historia —la propia y la colectiva—, interrogándola y juzgándola.

Los viejos de Rossi son una negación de la historia de las regiones, es decir, de ellos mismos. En sus diálogos nos presentan la deficiente construcción que el ser humano hace de la historia a través del tiempo. Pablo Sol Mora ha descrito de manera precisa cómo es la historia en las regiones de Rossi: “un fenómeno esencialmente caótico, azaroso, convulso, imprevisible, en el que interviene tal cantidad de actores y circunstancias que entenderlo es casi siempre una ilusión” (Sol, 2019, pos.742).

Pero los personajes de Rossi parecen estar curados de ilusión, quizá la rememoran pero no añoran su regreso. En su distraída dialéctica de la historia han arribado a la elocuencia del desengaño. Don Pío, el de “El brillo de Orión”, es un buen ejemplo. Es un viejo que dejó de sentirse seducido por lo idílico y poco le importa que la historia lo nombre “pionero de la minería”; él sabe que “en la Región todos somos pioneros”. El tiempo lo ha despojado del beneficio de la ignorancia y, en su lugar, le ha dado cierta sabiduría con la que puede reconocer la fortuna de ser “nieto de abuelos enamorados”. Si la sabiduría es un resultado de las pequeñas certezas, en Don Pío encontramos que éstas se adquieren a veces con la aceptación de la derrota y de encontrarnos con que ésta “tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”. Borges ya lo sabía y Rossi nos lo confirma cuando hace a Don Pío hablar del amor:

A los viejos, Lorenzo, los amores nos parecen hazañas fantásticas. Yo creo que ya no los entiendo bien. Suponen ¿cómo decírtelo?, un torrente de vida, un gusto, una concentración tenaz, una avidez insaciable por la manera imprevista como se voltea cuando la llamas, por ese silencio delicado con el que ordena su ropa, por esas caricias distraídas que te hacen cuando se cruza contigo, por esas manías de doblar la almohada, por ese diente un poco separado, porque te oye entre atenta e irónica, porque de pronto te cierra el botón de la camisa. Estás inmerso, muchacho, en un mundo minucioso e inédito… Una atención continua que, ahora, me parece inalcanzable. Por eso quizá no te lo cuento como es debido o no imagino bien las cosas. Cada realidad tiene sus impulsos, la mía ya es otra. En lo hondo de mi alma yo envidio esta historia.

Que Rossi haya creado viejos inalcanzables contadores de historia no es gratuito. Que La fábula de las regiones esté prácticamente escrita entre comillas, tampoco. Para entender su función debemos comprender la operación de este artilugio rossiano. Aurelio Asiain lo explica mejor:

La mayor parte del tiempo leemos dos relatos: el que cuenta el personaje de la voz cantante y el que los rasgos peculiares de esa voz dejan entrever. Ese contrapunto no es, desde luego, un virtuosismo ocioso: el asunto de los relatos no carece de importancia. La historia que el personaje narrador resume y comenta es un episodio y comentario de otra historia más vasta, la de un universo cuya atmósfera, personajes y costumbres retóricas son análogos a los de ciertas regiones de América Latina. ¿Qué es lo que sabemos de esas regiones? Una fábula —es decir, recordemos, “un relato sin garantía histórica”. (1997, pp. 226-227).

Al ser la negación de su propia historia los viejos también son una negación parcial de la historia de las regiones, ficción de América Latina. Don Genaro, de “Luces del puerto”, es el viejo que termina por explicar la fábula: la oportunidad que se perdió en “El cielo de Sotero”.

Don Genaro es miembro del Colegio de Historiadores, un modesto Leviatán que Rossi reviste con un nombre genérico y con la incómoda tarea de unir las trizas, el confeti que el tiempo ha hecho, de manera juguetona y desinteresada, con la historia de los hombres. Rossi no inventa el tiempo dentro de las regiones, no es ficción sino una copia del que se vive en la realidad.

Don Genaro también habla con un joven, el doctor Manrique, quien, después de un tiempo en el extranjero, vuelve a las regiones como integrante del Colegio de Historiadores. Es a él a quien le enseña su visión desengañada de lo que hace el Colegio:

En aquella época yo tenía la noción de que el pasado era, para expresarlo de alguna manera, algo que estaba allí, como los muebles de una sala: uno entra al cuarto y levanta el inventario sin mayor problema…La gracia consistía en contarlo bien, con un cierto dramatismo que avivara la atención de nuestros muchachos burlones y perezosos. Era yo un inocente, el huérfano de un padre que un día, sin avisarle, se subió a un barco y desapareció para siempre. Un impulso repentino, estoy casi seguro, no un plan. Hubo momentos en que me paseaba por los muelles al atardecer, cuando suenan las sirenas de los que se van, quizá para desenredar ese misterio que entonces me perseguía. En fin, no era esto lo que quería contarle, Doctor Manrique. Más bien la destrucción de esa concepción idílica de la Historia. El pasado, me di cuenta, es como un viejo que no acaba de morirse y que altera las versiones de su vida según los interlocutores. Esto, estimado Doctor, se ha dicho de mejor manera. (Rossi, 2013, pos.4409-4416).

La fábula de las regiones es una fabulación del tiempo y el hombre porque en ella Rossi retrata lo que el tiempo hace con los mortales y a los mortales. Pero no de cualquier tipo sino aquellos mortales con conciencia de sí mismos, condenados a la soledad.

¿Por quién? El tiempo los condena a la soledad. Solo cuando reconocen su orfandad y se desprenden del hambre de mitos idílicos es cuando hablan desengañados de la historia y se atreven a criticarla, a dialogar con ella, a negarla en un sentido dialéctico, es decir, no renegando sino cuando encuentran en ella una rara combinación entre la resignación y la redención.

La crítica a nuestra historia es la fábula de las regiones de Rossi, una lección que también nos legó uno de sus contemporáneos, Octavio Paz. Hablaba de otra región de América Latina pero no mediante una ficción sino a través de un ensayo que concluye con las siguientes palabras:

…la crítica no es sino uno de los modos de operación de la imaginación, una de sus manifestaciones. En nuestra época la imaginación es crítica. Cierto, la crítica no es el sueño, pero ella nos enseña a soñar y a distinguir entre los espectros de las pesadillas y las verdaderas visiones. La crítica es el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo. La crítica nos dice que debemos aprender a disolver los ídolos: aprender a disolverlos dentro de nosotros mismos. Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad (Paz, 1999, pp. 317-318).

Aquel sabor de una oportunidad perdida bien puede ser el de ese aire, aire en libertad.

 

Bibliografía

  • Asiáin, A. (1997). La realidad entre comillas. Alejandro Rossi ante la crítica (pp. 199-203).Venezuela: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
  • Ortega, J. (1994). La identidad nostálgica de Alejandro Rossi. Aproximaciones a Alejandro Rossi (pp. 141-145). México: Ediciones del Equilibrista.
  • Paz, O. (1999). Crítica a la pirámide. El laberinto de la soledad, Posdata y Vuelta a El laberinto de la soledad. (pp. 287-318) México: Fondo de Cultura Económica.
  • Rossi, A. (2013). La fábula de las regiones. Obras reunidas. (pos.3508-4690) México: Fondo de Cultura Económica.
  • Sol Mora, P. y Villoro, J. (2019). Manual de Alejandro Rossi. Presencia de Alejandro Rossi. (pos. 275-910) México: Opúsculos El Colegio Nacional.

 

Edgar G. Delgadillo. Egresado de la escuela de periodismo Carlos Septién García y especialista en marketing digital.

 

 

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Posted: July 2, 2022 at 11:06 am

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