La tumba de Michel Foucault
Cristina Rivera Garza
Lloviznaba. Del cielo caía una leve cortina de agua que, aunque apenas visible, alcanzaba a borronear los árboles y la línea del horizonte, la carretera de dos carriles y los autos que corrían a gran velocidad en dirección contraria. No avanzábamos a ciegas, pero sí bajo los efectos de una miopía material compartida con la naturaleza toda. Nos llevó más tiempo del esperado llegar a nuestro destino. Cuando nos bajamos del auto y nos internamos en el cementerio pensamos que la tarea sería sencilla. Debería ser fácil encontrar la tumba de Michel Foucault en este apartado panteón de la provincia francesa. No fue así. Vagamos sobre veredas lodosas, a veces por las orillas del cementerio, a veces atravesándolo una y otra vez de norte a sur y de sur a este y de oeste a norte y, por más que lo intentábamos, por más atención que le poníamos a los nombres que aparecían sobre esas lápidas sobrias, portadoras de un musgo de siglos, ninguno era el de Foucault. Ateridas ya, envueltas en ese aroma inequívoco de la lana húmeda, llegamos a pensar que nos habíamos equivocado, que Foucault, como le correspondía a uno de los filósofos más importantes del siglo XX, debería estar descansando en alguno de los famosísimos panteones parisinos bajo una lápida de mármol con su nombre tallado en elegantes letras de oro, y no en un cementerio local, en las afueras de un pueblo de menos de cien mil habitantes: Vandœuvre-du-Poitou. Tal vez deberíamos regresarnos ya, le dije a Cécile, mi anfitriona en Poitiers, lista para admitir, con desgano eso sí, que toda la idea de la visita al cementerio había sido una idea desafortunada. Cómo crees, me contestó de inmediato, mostrando por primera vez una terquedad que, sin saberlo hasta ese momento, nos hermanaba. Ya estamos acá, añadió por toda explicación. Y sonreí a medias cuando volvimos a emprender la caminata bajo la llovizna que no cesaba, hundiendo los zapatos en charcos cada vez más lodosos.
¿Por qué viaja una por horas en un pequeño auto compacto y avanza después, un paso tras otro, como si la llovizna no fuera a tocar la piel, dejando el escozor de frío a la entrada del cuerpo, sólo para detenerse unos minutos apenas frente a la lápida del autor de algunos de esos libros que uno ha leído y releído, a veces estando de acuerdo y a veces no, con su contenido? ¿Para qué llevar el cuerpo propio hasta esos sitios de descanso eterno, donde otros cuerpos, como nos advertía Rulfo alguna vez, iban a estar enterrados por mucho tiempo? No íbamos a pagar nuestros respetos, de eso no me queda la menor duda. Nos guiaba, en primera instancia, una emoción muy parecida a la curiosidad. Apenas unos días antes, mientras llevaba a cabo una de esas caminatas con las que pretendía volver a ponerme en forma, había descubierto la casa de la familia Foucault en una de las esquinas de Poitiers, esa ciudad más o menos anodina que se encuentra a un par de horas de Paris. Entre la calle de un publicista [Rue Arthur Ranc, 1831-1905] y el paseo de una batalla [Boulevard de Verdun, bataille 1916] apareció la puerta azul y aparecieron los techos negros de la casa donde nació Michel Foucault (1926-1984), historien et philosophe, professeur au College de France. Bastó con ver esas placas sobrias, meramente informativas, de letras blancas sobre un elegante fondo azul, para que la cabeza configurara su propia simetría. Si aquí estaba el lugar de su principio, ¿dónde, me pregunté entonces, se encontraba el lugar de su fin?
Michel Foucault nació en Poitiers un 15 de octubre de 1926, pero eso, a los Poitevins, parecía tenerlos sin cuidado. Siempre se necesita a una extranjera, alguien en todo caso que venga de afuera, para fijarse en estas cosas. Solo ante mi insistencia se decidieron a hablar de Foucault en alguna de las comidas que todavía podíamos disfrutar al aire libre, frente al mercado municipal, antes de que cayera el invierno. Y eso sólo como si se tratara de un mero apéndice, un chiste, una curiosa nota al pie de una página que se trataba, definitivamente, de otra cosa. Foucault había nacido aquí, sin duda. Hijo de un médico. En una hermosa casa de corte clásico a un lado de la estación ferroviaria. ¿Y eso qué? Fue igual, en alguna de esas comidas o cenas que siempre terminaban con aromáticos quesos y vinos cada vez más deliciosos, que alguien mencionó, como al descuido, que su tumba no estaba lejos de ahí. Pero él murió en París, dije, temiendo estar cometiendo una equivocación y cierta al mismo tiempo de lo que recordaba. Pero lo enterraron acá cerca, ¿no?, respondió alguien que, a su vez, se volvió a ver tímidamente al grupo para confirmar su información. En Vandœuvre, se oyó finalmente. En Vandœuvre-du-Poitou. No me tomó mucho tiempo convencer a mi anfitriona para planear ese viaje necrológico en un fin de semana que resultó ser de mucha lluvia. Vamos allá, dijo, sin poner atención a los reportes del clima y olvidándose el paraguas detrás de la puerta.
Te hablaré de la muerte en mi imperfecta/ lengua conocida por su imperfección, promete Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki en Peregrynarz. ¿Habrá otra manera de hablar sobre la muerte? Uno no va a una tumba; uno peregrina hacia la tumba. Tal vez en ningún otro desplazamiento quede tan claro que, en cualquier lugar donde nos encontremos, estamos en realidad en el extranjero, dirigiéndonos, cuando realmente vamos hacia algún lado, hacia la muerte. Nuestro camino hacia esa casa hace que nuestros pasos sean sagrados. Nuestro camino hacia la tumba. Vamos con devoción y algarabía; vamos expectantes, solo aparentemente ligeras, aparentemente inocentes. Pero justo como Dicky, el poeta polaco, estamos acostumbrados a invocar a los muertos: “guerrea contra mí y vencerás/ cada día saldrás victorioso/ y cada día derrotado el momento en el que llamo/ a los muertos por su ayuda// mi ocupación favorita es convocar a los muertos”.
Estaba a punto de darme por vencida cuando a Cécile se le ocurrió hacer otra cosa. Iríamos a la tienda del pueblo y ahí preguntaríamos. Alguien tendrá que darnos alguna razón, ¿no crees? Estuve de acuerdo y hacia allá fuimos, cada vez más temblorosas con los cabellos goteantes y las bufandas empapadas. El hombre que atendía detrás de un mostrador de madera antigua, olorosa a tiempo, apretó los labios y alzó los hombros a un tiempo. ¿Qué locura queríamos saber sobre un panteón que, hasta ese momento, había creído conocer de memoria? Cécile le repitió pacientemente la pregunta y él volvió a alzarse de hombros, el mohín del desconcierto en medio de la cara. No sabía, y le molestaba no saber. Sin avisarnos, tomó el teléfono—una pesada bocina negra que parecía capaz de comunicarnos con otros siglos—y le lanzó la pregunta a su familia. Qué extraño era estar ahí, a un lado casi del cementerio donde descansaba el cuerpo de Michel Foucault, y confirmar su anonimato. Nadie lo conocía. Tampoco los parientes sabían de su paradero, pero recordaban que alguien más, otro primo u otro vecino, lo había mencionado alguna vez. Imaginaba, en esos momentos, la larga serie de llamadas desesperadas y sorpresivas que atravesaban Vandœuvre-du-Poitou como antes habíamos caminado nosotras entre las tumbas: sin dirección, nerviosamente, a toda prisa. Imaginaba el azoro compartido del pueblo entero, su determinación también. Habían tomado como propia una tarea monumental: hacer memoria de manera colectiva, colaborativamente, de manera inmediata, en un aquí y ahora empañado por esa lluvia fina y silenciosa que diluía la silueta de los caminos y las casas. Una media hora después, luego de algunas llamadas más, obtuvimos la respuesta: teníamos que adentrarnos en el cementerio y, cuando estuviéramos ya casi al final, caminar hacia la izquierda, la segunda o tercera hilera contando desde el límite último del lugar. El dependiente de la tienda enunció cada palabra con el tono firme de los que acaban una tarea bien hecha. Nosotras salimos triunfantes. Ni la lluvia pudo borrar la sonrisa con la que nos dirigimos, ahora sí, hacia la tumba de Michel Foucault.
Era menos imponente de lo que pensamos. De seguro por eso no la pudimos ubicar durante nuestros primeros recorridos. Estaba junto al austero sepulcro rectangular donde descansaban los restos del Docteur Malapert, 1864-1925; Arais Auriau, épouse de Gustave Rayneau, 15 Mars 1851—7 Decembre 1928; Docteur Foucault, 1883-1959; Rayneau-Malapert, 1873-1961, De profundis. En una simple tumba también rectangular y sin lápida aparecieron otros nombres: Anne Malapert-Foucault, 1900-1987; Pierre Giraudeau, époux de Marie Bonnet, 1800-1848. Y, ahí, en el mismo nicho, en esa piedra que daba la apariencia de flotar en el aire, refulgió solitario el nombre completo en mayúsculas. Un poco más abajo, en un segundo renglón y también en mayúsculas, estaba el nombre de la prestigiosa institución educativa donde llevó a cabo una buena parte de su trabajo. El mensaje mortuorio concluía con dos fechas.
PAUL MICHEL FOUCAULT.
PROFESSEUR AU COLLEGE DE FRANCE.
1926-1984.
Aunque desde 1900 muchas tumbas europeas han buscado orientarse hacia algún detalle prominente del paisaje, la de la familia Foucault parecía encogida, indiferente a lo que se desplegaba en su alrededor. Nos quedamos pensativas. La alegría de encontrar el nicho se convirtió, de repente, en sorpresa. ¿Profesor del Colegio de Francia? Nos volvimos a ver la una a la otra sin atinar a enunciar palabra alguna. Con algo de desolación nos dimos cuenta de que, al menos por un momento, había escampado. En The World of the Dead. A Cultural History of Mortal Remains, Thomas W. Laqueur argumenta que los vivos necesitamos más a los muertos que los muertos a los vivos. Los muertos importan porque lejos de estar inertes, perdidos en dimensiones desconocidas, construyen mundos sociales de la mano palpitante de los vivos. Ese trabajo restaurativo y comunal se lleva a cabo a través de múltiples procesos: “los ritos funerarios, la disposición inicial del cuerpo y, con frecuencia, la re-disposición o el re-entierro, el luto y otras formas de atención mortuoria”. El trabajo de los muertos es lento y lleva su tiempo porque restaurar el tejido social del que han formado parte no se logra de inmediato. Así, acompasadamente y sin cesar nunca, los muertos crean y recrean, interrumpen y a veces hasta subvierten el orden social que los vio en vida. Su trabajo se vale, entre tantas cosas, de los huesos, las cenizas y, también, de los nombres que van poblando su universo.
La escritura de los panteones está ahí para nombrar lo que, habiéndose ido, no deja sin embargo de estar con nosotras. En una era que Laqueur califica como de necronominalismo, leer los nombres de los muertos en libros y listas, inscribirlos en piedra o metal, o tazarlos sobre papel es otorgarles el mismo status que los restos. Hay un imperativo moral, y otro ético y además político, en colocar el nombre de los muertos en la arena de la mirada pública. Una vida contada, es una vida con un nombre a cuestas. Cuando, inclinadas sobre la lápida, recorrimos las letras del nombre con la punta de los dedos estábamos participando de manera material, en el cuerpo a cuerpo del tacto, en el universo de escritura de los muertos. Leer con las manos. Recitar a través de los poros de la piel.
Es difícil explicar la complicidad que une a las que visitan panteones con frecuencia, especialmente si andan tras tumbas que no son de parientes o amigos. Lo que decimos en voz alta para justificar estas aventuras es que nos mueve una cuestión histórica o la básica curiosidad del instinto. Lo que no decimos es que en pocos lugares como frente a una lápida podemos tener tratos directos con el más allá. Independientemente de cualquier asunto religioso, estamos frente a un nicho porque creemos en el trabajo inaugural y colectivo de los muertos. Hay algo que nos rebasa, algo más allá de nosotras mismas y, por unos minutos apenas, podemos comprobar su existencia, capturar momentáneamente su existencia, desde el territorio sagrado que demarca una osamenta o un puñado de cenizas. Una vela. Algunas flores secas. Queremos decir que en un mundo donde todo se olvida, nosotras no olvidamos. Nuestro cuerpo, que viene a postrarse, viene sobre todo a hacerse presente, que es la forma más absoluta de la memoria. El tiempo pasa, sin duda. Bajo una luz lánguida, apenas gris, tomaremos agua o vino a sorbos pequeñitos. Platicaremos del clima, de las enfermedades recientes, del costo de la vida, de algunos sueños escanciados. Platicaremos de cualquier cosa porque la cosa es estar ahí: Antes de que descubriera que la muerte es una cosa/ que viene después del desayuno comida cena// me di cuenta de que el que yacía frente a mí / en los aposentos de la noche de ayer y el que yacía entre azucenas/ era mi amigo mi fisiología sobre todo/ mi amigo y mi fisiología// una cosa sagrada.
¿Pero pondrías en tu lápida el nombre de la universidad para la que trabajas?, le pregunté a Cécile cuando ya íbamos de regreso. Qué va, dijo, y soltó la carcajada. Yo exclamé lo mismo. Pero nadie aquí es Michel Foucault, añadimos a la par, sin dejar de ver el paisaje húmedo del otro lado del parabrisas. Las gotas luchaban contra el viento y se aferraban, trémulas, al vidrio. ¿Éramos eso? ¿Éramos algo así mientras las llantas dejaban su huella efímera sobre el pavimento? El vaho de la respiración. El silencio. Estaba al tanto, por supuesto, del tremendo prestigio de una institución como el Colegio de Francia, pero no fue sino hasta ver su nombre con todas sus letras entre el nombre de Michel Paul Foucault y las fechas de su nacimiento y su muerte que entendí el sitio que ocupa mucho más allá de la academia, en la vida social y cultural de Francia. En su corazón. El autor de La historia de la sexualidad, el que nos hizo reparar en las provocaciones del cuerpo más allá de las hipótesis represivas; el que nos invitó a degustar las consideraciones históricas del cuidado de sí; el de la cabeza rapada y los apretados suéteres de cuellos de tortuga, ese mismo Michel Foucault seguirá impartiendo cátedra en el Colegio de Francia por lo que resta de eternidad. Sinceramente no sé qué pensar todavía al respecto.
*Imagen de Thierry Ehrmann. Michel Foucault, painted portrait
Cristina Rivera Garza es la autora de Nadie me verá llorar (México/Barcelona: Tusquets, 1999), La cresta de Ilión (México/Barcelona: Tusquets, 2002), La muerte me da (México/Barcelona: Tusquets, 2007), Dolerse. Textos desde un país herido (Mexico: Sur+, 2011) entre otros. Su título más reciente es Había mucha neblina o humo o no sé qué (México: Literatura Random House, 2016). Es columnista en Literal Magazine. Su Twitter es @criveragarza
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Posted: August 18, 2020 at 8:18 pm