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Viceversa (1992-2001)
COLUMN/COLUMNA

Viceversa (1992-2001)

Edgardo Bermejo Mora

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De las múltiples expresiones en las que la década de los noventa vislumbró, fue antesala, o punto de arranque de los cambios de gran magnitud que traería el nuevo siglo —la telefonía celular, las computadoras portátiles, el internet, las redes sociales, y todo aquello que engloba la Revolución Digital, hasta llegar a la Inteligencia Artificial de nuestros días— el campo de las publicaciones periódicas destinadas parcial o totalmente a la cultura, el pensamiento, la crítica, la literatura y las artes, no parecía una de ellas.

Me refiero en este caso a muy diversos tipos de publicaciones mensuales, trimestrales, semanarios y suplementos de diarios —sin considerar, porque son un caso aparte, a las publicaciones académicas especializadas— que eran parte del paisaje habitual de los lectores hasta finales del siglo XX, sin que estuvieran a la vista los nubarrones que ya se avecinaban.

En el caso de México, la última década del siglo XX fue testigo de la permanencia y aun el florecimiento de un ecosistema de revistas y suplementos culturales impresos en papel relativamente sólido, heterogéneo y diverso, tanto en el ámbito de sus líneas editoriales, vocaciones temáticas y formatos, como de sus autores, editores, y de los públicos a los que se dirigían.

Cuanto no enteramente subvencionadas por una institución (la Revista de la Universidad Nacional, las revistas Tierra Adentro, Casa del Tiempo y Biblioteca de México, o La Gaceta del FCE, entre otras), en muchos casos lograban sobrevivir de sus ventas, suscripciones, y en buena medida gracias a la publicidad —gubernamental y del sector privado— alojada en sus páginas.

Un cuarto de siglo después sobreviven unas cuantas. La mayoría redujeron su tiraje, páginas, periodicidad, o calidad de impresión, adoptaron formatos digitales o simplemente desaparecieron. El paisaje actual es el de un cementerio variopinto de publicaciones culturales que se extinguieron con la era, muchas de ellas sin dejar huella más allá de lo puramente testimonial. Otras, en cambio, si bien no lograron adaptarse a los cambios o sobrevivir, no por ello dejaron de tener un peso específico y una influencia determinante en la historia intelectual y cultural del país, tanto durante los años en las que se mantuvieron en activo, como en el presente.

Uno de esos casos, y uno muy singular por su capacidad para capturar  la coloratura cultural y social del México de aquellos años, y abordar con muy diversos anclajes las transmutaciones, permanencias y rupturas  del país durante la última década del siglo XX —acaso el último tramo del periodo de esplendor de las publicaciones culturales en México que se había prolongado durante buena parte de la centuria— es la revista Viceversa, cuyos 96 números mensuales (con un breve periodo bimestral al arranque) aparecieron entre 1992 y 2001.

Para lograrlo, la revista echó mano por igual de las herramientas múltiples del periodismo cultural que de la tradición crítica de las grandes revistas intelectuales mexicanas. Con ambas vetas construyó su propio canon. Una combinación heterodoxa que logró dibujar un mapa interdisciplinar, lúdico y desenfadado de las comunidades creativas de nuestro país en el periodo de entre siglos.

Tal fue su mayor singularidad: una publicación a caballo entre el periodismo cultural, el gráfico, la crónica de actualidades —de entonaciones sociológicas y antropológicas—, la crítica cultural, la exploración narrativa y visual de las estéticas emergentes y disonantes de un país en transición, y las exigencias deontológicas de una publicación de aliento intelectual en el sentido más estricto de la palabra, con una nómina de colaboradores, editores y diseñadores a la altura de tales exigencias.

Se abrió camino en un panorama hemerográfico —como lo era el de la década de los noventa— dominado en términos intelectuales por las dos grandes publicaciones hegemónicas del momento: Vuelta y Nexos. A la primera le dedicó un número especial a manera de homenaje crítico; inexplicablemente no hizo lo mismo con la segunda; pero de ambas nutrió con vastedad su nómina de colaboradores y su ámbito de interés intelectuales. En su veta periodística miró como un referente al semanario Proceso y a su director Julio Scherer, a quienes también le dedicó un par de números.

Convivió, dialogó y le abrió las puertas a los colaboradores que sobrepoblaban las páginas de los suplementos mejor establecidos en aquel entonces:  Sábado de Unomásuno, La Jornada Semanal, El Ángel de Reforma,  Dominical, Lectura y Textual de El Nacional, El Semanario Cultural de Novedades, La Cultura en México del semanario Siempre, entre otros, pero se distinguió de todos ellos por el hecho de que sus páginas no se limitaron a la  literatura, la crítica literaria y la crítica de  las artes en general —que eran el distintivo principal de tales suplementos—, sino que se abrió a otros temas menos socorridos:

El imperio efímero de la moda, la sexualidad y sus ramificaciones —lo lúbrico, lo viral, lo diverso—, los nuevos actores culturales del paisaje urbano finisecular, la ciudad misma, las drogas, el rave, la noche transgresora, las bebidas alcohólicas como hazañas civilizatorias, los umbrales de una nueva ola para la cinematografía mexicana que la revista contribuyó a vislumbrar, la arquitectura y el diseño del país que emergió de las décadas del Milagro Mexicano y sobrevivió a múltiples crisis económicas,  las adaptaciones múltiples de la cultura popular y barrial a la atmósfera mexicana del cambio de milenio en la era del TLC, lo local y lo global, lo alternativo, lo marginal y lo pop, lo experimental y lo canónico, lo multi y lo intercultural, el pensamiento político, social y humanístico post Guerra Fría —un territorio donde alternó con otras publicaciones como el semanario Etcétera, las revistas Este País y Voz y Voto, o bien Fractal, la publicación trimestral que dirigió Ilán Semo y que merece por mucho una pronta revaloración—, y en síntesis, todo aquello que amplió los horizontes del paisaje cultural y social mexicano en las postrimerías del siglo XX.

Antes de que las redes sociales tal y como las conocemos ahora existieran, Viceversa apareció como una suerte de red social alternativa: animaba la conversación colectiva e intergeneracional sin la menor pretensión de imposiciones ideológicas o militantes, ponía en contacto a sus múltiples interlocutores, rebasaba con frecuencia  el ámbito limitado de la página impresa  para ocupar un espacio activo e incesante en la escena pública de la ciudad (fiestas, entrega de premios, exhibiciones fotográficas, presentaciones y encuentros de escritores, entre otras). Su fundador y director, Fernando Fernández, emergió en esos años no menos como un editor avezado, que como un gran animador cultural, un gestor en el sentido más depurado del término: aquel que construye puentes para que a través de ellos transite en toda su heterodoxa vitalidad el espíritu cultural de una época. No el capo de un clan de vocación sectaria y excluyente, sino el director de una orquesta ecléctica y festiva, de cuya enorme capacidad de convocatoria dependía la naturaleza plural de su proyecto editorial. En suma, Viceversa ensayó un nuevo tipo de periodismo cultural e intelectual: lo que resultó fue la edificación no de una severa nave catedralicia, sino de una suerte de capilla abierta. Una ecúmene sin púlpito, ni homilía, ni profesión de la fe, pero dotada de un amplio confesionario colectivo, y consagrada a una suerte de comunión generacional.

Hubo en aquella década revistas de aliento semejante que sucumbieron en el intento, y cuya presencia e influencia terminaría por diluirse, pienso por ejemplo en el semanario Macrópolis de Juan Pablo Becerra Acosta. Otro caso emblemático es el de la revista Generación, dirigida por Carlos Martínez Rentería, que se dedicó con una tenacidad sorprendente y un anarquismo desenfrenando a catalogar y celebrar todo aquello que tuviese el signo de lo “contracultural”, insumiso y transgresor, como parte de una saga contestaría, florida y alternativa que incluyó a La Guillotina, La Pusmoderna y Moho.

En las antípodas de sus vocaciones periodísticas, estéticas y culturales —o al menos en apariencia— Viceversa y Generación encontraron un espacio propicio para el diálogo que derivó en la organización de dos encuentros de sus colaboradores en el segundo lustro de la década de los noventa, los cuales se realizaron en las bahías de Huatulco y tuvieron como anfitrión ecuménico al novelista y filósofo Leonardo da Jandra. Si Generación se esforzaba en poner lo marginal al centro (Monsiváis dixit.), Viceversa trazó una nueva cartografía de la producción cultural noventera —sin centros, ni periferias— en cuyas páginas había espacio lo mismo para recuperar el legado alucinógeno de María Sabina; para documentar la novedad excéntrica de una cantante y artista islandesa: Björk; o para presentar a un joven publicista cuya estrella estaba en pleno ascenso en la víspera de dirigir su primera película: Alejandro González Iñárritu. Tres espejos de un mismo caleidoscopio.

De aquel encuentro entre Viceversa y Generación deriva mi propio acercamiento a la revista de Fernando Fernández. Siempre por encargo expreso de su director, colaboré en los números destinados a revisar el legado de las revistas Plural y Vuelta; el pensamiento político de Carlos Monsiváis; la trayectoria periodística de Julio Scherer; o la obra escrita de Carlos Castillo Peraza, un intelectual en todo sentido, cuya militancia panista lo había marginado injustificadamente de los cenáculos ilustrados y “progres” de la cultura nacional. De igual manera participé como “director invitado” del suplemento Nagara —un inserto monográfico de temas literarios que aparecía encuadernado en las páginas centrales de la revista a partir del número 54— con una selección de artículos de los colaboradores más célebres del periódico El Nacional, publicados a lo largo de sus siete décadas de vida, entre 1929 y 1998, año que marcó el cierre definitivo del periódico. Con esto quiero ilustrar la manera en que el director y los redactores de Viceversa concebían los más diversos artilugios periodísticos para documentar las estaciones, atmósferas y rostros de la producción artística e intelectual del país, hasta convertirse ella misma, a la vuelta de un cuarto de siglo, en un producto cultural al que se le puede —y se le debe— historizar.

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Tal es el propósito precisamente del libro Viceversa, la historia de la revista contada por sus fotos (Cataria, 2024), de cuya edición se encargó el propio Fernando Fernández. Que sea a partir de su inmenso portafolio gráfico recién recuperado como se trame este recuento histórico no es gratuito. El libro demuestra con creces que la narrativa y la identidad misma de la revista resultaron del encuentro afortunado entre el texto, el diseño y la imagen. Ningún rubro subordinado por entero a los otros dos.

Esto que parecería una obviedad no lo era a finales del siglo pasado: en revistas como Nexos y Vuelta la letra impresa era ama y señora de la página, el diseño un dato ancilar y la imagen un aspecto básicamente ornamental, una concesión inevitable para ilustrar la portada, algunos textos, y no mucho más que eso (cabe aquí, sin embargo, la nota excepcional de la revista Plural dirigida por Octavio Paz (1971-1976), cuyos números diseñados por Kazuya Sakai y Vicente Rojo forman parte de la  antología del diseño editorial en México).

Hubo revistas que se propusieron, sin lograrlo, un nuevo equilibrio entre texto e imagen: el semanario Mira (1990-1997) de Miguel Ángel Granados Chapa, por ejemplo; que le otorgaron un estatuto diferente al periodismo gráfico: destacadamente el semanario Proceso, cuyo departamento fotográfico a cargo de Juan Miranda hizo escuela pero que, pese  a todo, la imagen resultó normalmente atada al potro de la información;  y otras que se corrieron al otro extremo, al cederle todo el lugar a la imagen por encima del diseño y de los textos: pienso en  Cuartoscuro de Pedro Valtierra, nacida en 1993.

Concebidas primordialmente como objetos para la lectura, la gran mayoría de las publicaciones culturales mexicanas de la década de los noventa eran sostenidas por sus textos. Hubo excepciones que privilegiaron la mirada (la nueva época de Artes de México a partir de 1988 bajo la dirección de Alberto Ruy Sánchez, por ejemplo, u otra de nombre aún más elocuente como Saber Ver de la Fundación Cultural Televisa, publicada entre 1991 y 2003) o que apelaron al oído (Pauta, Cuadernos de teoría y crítica musical, que por muchos años tuvo como su coordinador editorial a Luis Ignacio Helguera). La peculiaridad de Viceversa consistió en que ofreció un nuevo acercamiento multisensorial a la experiencia de sus lectores, y de algún modo anticipó el horizonte multimedial e interactivo con el que la Revolución Digital enriqueció y diversificó las posibilidades narrativas, visuales y sonoras de toda publicación en el siglo XXI.

La historia de la revista contada a través de sus fotos recopila apenas 140 imágenes de 85 autores, una mínima y apretadísima muestra que se pudo reunir gracias a la sorpresiva recuperación de las cinco cajas que resguardaron por espacio de dos décadas el archivo fotográfico de Viceversa.

A partir de dicho hallazgo  la selección de algunas de estas fotos le permitieron a Fernando Fernández construir un relato memorioso y fragmentado de las incursiones, obsesiones, búsquedas y ocurrencias periodísticas de le revista, mismas que van de los retratos que Lorena Campbell capturó de personajes urbanos singulares y atípicos para la sección Personae (“un taxista caballeroso, un pintora callejera, un viejo maestro de violín…”), a la serie que se le encargó al fotógrafo Edgardo Contreras para registrar las servilletas de tela del restaurante Danubio del centro de la Ciudad de México, autografiadas por toda clase de personajes famosos, y a la que se les acompañó de un texto de Germán Dehesa sobre el tema de marras.

Hubo espacio para grandes maestros del retrato como Rogelio Cuellar, que entre muchas otras colaboraciones ilustró el número dedicado a Jorge Luis Borges; para pilares del fotoperiodismo como Marco Antonio Cruz, cuyas imágenes brutales de la revuelta zapatista en Chiapas nos indican que la revista hizo su propia lectura y fijo postura ante el surgimiento del EZLN, para lo cual se sirvió a su vez del trabajo fotográfico de Lourdes Grobet  y de Maya Goded; o para artistas de la lente como Adolfo Pérez Butrón, que logró verdaderos portentos visuales en su tarea de fotografiar a personalidades de la farándula mexicana para la sección Demodé a cargo de Cristina Fraesler (Jesusa Rodríguez, Ofelia Medina, Edith González, Dobrina Cristeva, entre muchas otras).

Más que una reconstrucción histórica sistemática, el libro nos ofrece un anecdotario apuntalado con imágenes. Incluye al final un índice con la nómina de todos los fotógrafos que nutrieron los más de diez años de actividad de la revista, y una presentación preliminar a cargo de una de sus editoras: la crítica de cine Fernanda Solórzano. Circulan otros nombres clave para explicar a la revista y a su antecedente inmediato —la revista Milenio, de corta vida—: Ricardo Cayuela, Eduardo Vázquez Martin, Mónica Braun, Roberto Max, Daniel Rodríguez Barrón, Claudia Muzzi, y los diseñadores Rocío Mireles, Leonel Sagaón, Álvaro Fernández Ros y Rodrigo Toledo. Me parece que hizo falta otro índice con la lista de todos sus colaboradores, la reproducción así fuera en pequeño de todas sus portadas, o bien la deseable y pronta digitalización de la colección completa, para facilitar su consulta.  El libro se queda entonces como un primer atisbo de una historia que aún falta por contarse.

Al volver la vista a los noventa a través de las páginas de Viceversa, entendemos mejor no sólo lo que fue esa década, sino también mucho de lo que somos hoy. Es, como el nombre de esta columna, otro revés de la trama: el lado b de la historia cultural mexicana en un periodo que tuvo —al menos para mi— más de festejo y de asombro que de tragedia, y cuyo eco resuena todavía en el presente.

Viceversa no fue una revista concebida para la larga duración, si no un proyecto con una temporalidad clara e infranqueable. En cada número había una lectura del país y del mundo. En cada portada, una pregunta. En cada foto, una forma de mirar. En la actualidad, en un horizonte mediático donde abundan los contenidos, pero escasean las miradas, la revista de Fernando Fernández y compañía nos recuerda que el periodismo cultural no es sólo registro: es también estilo, punto de vista, selección, exhibición y juego. Un esfuerzo cotidiano e incesante por poner los signos en rotación, como reza el título de un libro Octavio Paz. Revisar de nuevo sus páginas es regresar a un México en tránsito, con todo lo que dolía, deslumbraba o desafiaba. Viceversa fue el espejo de ese tiempo, y también su contrapunto.

 

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela  Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste  Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo

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Posted: April 30, 2025 at 8:05 am

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