Joaquín Antonio Peñalosa
Adolfo Castañón
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No se escribe al margen de la propia vida. Escribir es una forma de vivir, de autorrealizarse, de dar sentido y plenitud al hecho efímero y trascendente de ser hombre. Ser escritor y ser hombre no son dos líneas más o menos paralelas que a veces se tocan. Todo se funde en una síntesis esencial. Escribo, luego existo. Existo, luego escribo.[1]
I
Día con día colaboraciones periodísticas 1988-1997 del poeta, sacerdote, crítico, académico, historiador y filántropo Joaquín Antonio Peñalosa, nacido en San Luis Potosí el 9 de enero de 1923 y fallecido en esa ciudad el 17 de noviembre de 1999. La primera colaboración del libro está fechada el 9 de febrero de 1988, la última el 27 de diciembre de 1997.
Cuando Peñalosa escribe el primer artículo de esta antología periodística cuenta con 65 años de edad. Cuando firma la última en diciembre de 1997, está a dos años de despedirse de este mundo, con 74 años. La antología aquí presentada consta de 300 colaboraciones de los más de 3000 artículos periodísticos que publicó a lo largo de su vida.
Los textos fueron escritos después de un caudaloso itinerario poético, crítico y académico y de una infatigable vida como estudioso y biógrafo de Francisco González Bocanegra, el autor del Himno nacional, de Manuel José Othón, de Amado Nervo y de Sor Juana Inés de la Cruz, entre muchos otros autores.
Su poesía reunida, Caminando camina el manantio, fue editada por la UASLP en 2019 y recoge sus expresiones líricas donde conviven la experiencia religiosa y la sátira. El conjunto de textos aquí reunidos dan cuenta de la curiosidad y responsabilidad cívica y memoriosa de JAP.
Peñalosa es un testigo crítico del progreso, la mercantilización, la crisis de los valores y en particular de la condición no siempre afortunada de la mujer y de los niños en México y en el mundo a fines del siglo XX.
II
Los artículos que componen esta miscelánea son una muestra de la visión humanística, nacionalista y crítica del poeta y sacerdote que nunca pierde ni el sentido político —ahí están sus textos sobre la infancia, la escuela, la mujer, la explotación, la urbanización, el alcoholismo, la drogas, la manipulación— ni el sentido del humor ni un horizonte religioso, católico. Peñalosa está siempre atento a la geografía, la historia y las presiones demográficas y económicas que zarandean al país y a las ciudades mexicanas. El periodista antes había publicado libros como Humor con agua bendita, 1977, y Menos humor con menos agua bendita, 1982.
Hay siempre menciones que hace al paso a escritores y poetas como Rilke, Rubén Darío, Manuel José Othón, José Vasconcelos, Octavio Paz, Antonio Alatorre, Juan M. Lope Blanch, Jean Meyer, Dulce María Loynaz, Blaise Cendrars, Charles Péguy, José Vasconcelos, José Emilio Pacheco, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Gabriel Marcel, Jules Renard, Federico García Lorca, para no hablar de las obras clásicas como el infinito poema épico de la India Mahabbárata, que en México, hasta donde sé, sólo conocieron completo Erasmo Castellanos Quinto y Octavio Paz. Ahí aparece una imagen viva de Krishna (“Los buenos y los malos”, se incluye como Anexo).
A lo largo del libro se percibe una “angustia ecológica” (p. 396) que encarnan, por un lado, la suerte de los niños (“Día del niño. Robo y matanza de niños”, p. 506; “Niños de la calle, niños en la calle”, “Defensa del niño callejero”, “Los niños rotos”), los huérfanos, “los juguetes bélicos”, la preocupación por la juventud, la enseñanza, la condición de la mujer (“Feminización de la pobreza”, “Esposas golpeadas”), la proliferación de madres adolescentes solteras (“Falda menguante, pierna creciente”), la delincuencia juvenil (p. 508), el arte del toreo, y por otro lado, una serie de observaciones sobre el mexicano: sus usos y costumbres (“Boca del mexicano”, “Manos del mexicano”, “Ojos del mexicano”, “Dientes del mexicano”, “Cortesía a la mexicana”, “¿Cuántos mexicanos somos?”, “Cambia la vida mexicana”, “Teoría mexicana de lo adverso”, “Tortillas Factory”, “Religión y habla mexicana”, “El mexicano impreciso”, “Saludos mexicanos”, “Disgustos del mexicano”, “El santo olor de la panadería”, “El mexicano en diminutivo”, “Comida corrida”). Curiosamente, los temas están entreverados, por ejemplo, en “Comida corrida” se habla de los “Malos hábitos en la alimentación” y de la desnutrición de los niños que van a la escuela sin haber desayunado. No en balde Peñalosa fundó el Hogar del niño en 1957, institución dedicada a atender y educar a los niños en situación de pobreza. No podía faltar la reflexión sobre los ancianos (“Los ancianos tienen derechos”). Por supuesto, no se puede olvidar que Joaquín Antonio Peñalosa Santillán era un sacerdote y la sombra del sacerdocio recorre las páginas de este libro, como en la “Entrevista de Lucas a María” (página evangélica), “Complejo de Dios”. Los temas culturales no están ausentes, por ejemplo, en “Rescatar el libro”, la decadencia de la lectura en México (“También pobres de cultura”: “El mexicano usa al día unas 200 palabras…”, p. 521) y el retrato de un librero de San Luis. La conciencia política no le era ajena al poeta y sacerdote, ahí está “El día más negro de la historia” (se incluye como Anexo).
De todos los artículos, me quedo con cuatro (incluidos como Anexo): la evocación de “Luis Noyola Vázquez, poeta y crítico potosino”, “Los caballos de la Revolución”, “El número místico”, “Nieve en Dolores Hidalgo”. Por todas partes aparece el humor y un horizonte de esperanza para el país llamado México y su población. Peñalosa era optimista hasta las uñas y en cada texto se dibuja una sonrisa traviesa del conocedor de las calles y callejones de México y de San Luis.
III
La última vez que tuve contacto con el Padre Peñalosa fue pocos días antes de su muerte. Me envió una tarjeta diciendo que probablemente ya no nos veríamos pues el sol ya estaba pegando muy bajo sobre las bardas.
Lo traté varias veces y fui a verlo a San Luis a su casa para afinar cuestiones relacionadas con el tomo de las obras de Manuel José Othón que había coordinado para el FCE. Me hice amigo de uno de sus discípulos cercanos, Álvaro Álvarez. Aprendí a conocer o a calibrar su vasta obra literaria, editorial y humana. Me tocó verlo “actuar” en la presentación de las obras de poeta del Himno a los bosques y escuchar el discurso que le dirigió ese día solemne.
Más tarde recorrí su obra poética, Caminando camina el manantío. Recibí la invitación de David Ortiz y luego de Patricia Flores, responsable de Fomento Editorial de la UASL para estar en este acto.
IV
No quisiera cerrar estas páginas reconocer al poeta que fue Peñalosa. En sus versos se da la mano la inquietud cívica y ética, la conciencia del mundo circundante. Un ejemplo sería la composición que dedica a la “Hermana televisión”:
Llegaste a casa con honores
entre una valla y papelillos picados
buscando el mejor sitio, pase usted primero
visita de cumplimiento, fuereña entrometida
se adueñó de la sala, aquí me quedo
cómo no, señorita de 23 pulgadas
el pavorreal, colores y graznidos
luego escogió habitación exclusiva
desplazando espejos y una tía con artritis
y eso fue ponerse a contar vidas ajenas
la muy lengua larga
vieja chismosa, enredosa, cuentista y orejera
y ahí nos tienes a todos
con los ojos cuadrados
conectados a tu gran pupila fría
lavadora de cerebros, su contaminante
perra sarnosa gruñendo en los rincones
desde que entraste nadie habla en esta casa
montón de sordomudos
hoja Gillette rasura y acaricia
cállate ya alcahueta, lideresa falsaria
ay, hermana televisión
resplandeces y cantas
pego el caracol al oído y todo el mar palpita
una estrella me estalla entre los dedos
soy yo y los otros, estamos juntos todos
cosmonautas en tierra
en el bolsillo guardo el universo. (pp. 501-502)
Anexos
LOS BUENOS Y LOS MALOS[2]
Una de las joyas de la literatura universal es esta resplandeciente epopeya india llamada Mahabbárata. Escrita en lengua sánscrita, es un conjunto de leyendas y un resumen de la filosofía de aquel arcano y enorme país, vertida nada menos en cien mil versos.
Hoy que nos pasamos el día y la vida jugando a catalogar a los hombres en buenos y malos, como anillo al dedo esta escena ejemplar del Mahabbárata.
Krishna pide a Duryodhan: “Búscame un hombre santo. Recorre toda la Tierra y sus continentes; busca en rincones y cuevas si es necesario; tómate todo el tiempo que necesites; pero al final trae un verdadero santo a mi presencia”. Duryodhan parte, busca, tarda y vuelve solo.
“Señor, no lo encontré. Vi grandes ascetas, pero parecían cerrados en sí mismo. Observé a quienes servían heroicamente al prójimo, pero percibí una sombra de vanidad en sus acciones. Admiré a mucha gente que rezaba oraciones encendidas, pero noté que el fervor no duraba en su firmeza. Ninguno me satisfizo del todo”.
Krishna cambia su mandato: “Búscame un pecador y tráelo a mi presencia. Duryodhan parte y vuelve también solo. “No encontré un verdadero pecador. Unos hacían el mal, pero era por debilidad, no por malicia; otros no sabían lo que hacían; y otros practicaban el mal creyendo que hacían el bien”. Krishna concluye: “Y tú, ¿qué eres, bueno o malo?”.
Buenos son los familiares y amigos, los que piensan y vibran como yo, los que me aprecian y elogian, los que me dan por mi lado, los miembros de mi partido político y de mi club social; mi mundillo cerrado ostenta este anuncio en gas neón de colores: “Nosotros somos los buenos en exclusiva y garantizados”. Malos son todos los demás, el que no comparte mis ideas y sentimientos, el que me causó algún agravio, el vecino que no saluda, el compañero gruñón, el gobernante lejano y una lista larga, larga de malos y malditos que deberían estar enjaulados en el zoológico.
Con semejante reduccionismo mental y vital, es claro que nuestra clasificación en buenos y malos, además de infantil y risible, es redundantemente inexacta. Pues a quien habíamos puesto etiqueta de bueno, no lo era tanto; y a quien juzgábamos teñido de vicios y defectos, nos convenció a la postre que no era el león como lo pintaban, sino inesperadamente mejor. Nadie es malo a tiempo completo. Y, además, cada persona, por cercana que esté a nosotros, es siempre un desconocido.
Para no seguir jugando totalmente al bueno y al malo, es preciso no juzgar ni prejuzgar, evitar las etiquetas, suavizar los extremos. Saber convivir con esta mezcla de trigo y cizaña que llevamos dentro y observamos fuera.
Qué certero aquel anuncio que vi a la entrada de un templo: “No eres tan malo que no puedas entrar, ni tan bueno como para que te quedes fuera”.
EL DÍA MÁS NEGRO DE LA HISTORIA[3]
Lo seguimos recordando para prevenir y escarmentar. Era el 6 de agosto de 1945. Hacía calor, una mañana muy bella, no se veía ni una nube. Se ha cumplido el 50 aniversario del hecho más trágico para la humanidad. Como la Segunda Guerra Mundial se prolongara, el presidente estadounidense Harry Truman, en la Conferencia de Potsdam realizada el 17 de julio de ese 1945, anunció su voluntad de acabar cuanto antes el conflicto haciendo uso de una nueva arma, la bomba atómica, cuya eficacia había estado probando su país en desierto de Nuevo México.
Así, el 6 de agosto, a las 8 y 16 minutos de la mañana, un enorme avión B-29 piloteado por el coronel Paul Tibbets recibió la orden de arrojar sobre la ciudad japonesa de Hiroshima una bomba, sin que le dijeran sus efectos. La bomba había sido bautizada con el nombre “Little boy”, pequeño niño, muchachito. Hacía calor, una mañana espléndida, la gente caminaba por las calles, compraba en las tiendas, los niños jugaban. El piloto obedeció. Dejó caer la bomba. Instantes después la ciudad se convirtió en un desierto. La explosión produjo en el acto la muerte de cien mil personas; otras veinte mil morirían después, víctimas de las radiaciones. La detonación, a unos 600 metros de altura, arrasó con todo, edificios, jardines, gente, en un radio de cuatro kilómetros.
Incendios pavorosos, temperaturas elevadísimas, hubo vientos como ráfagas de apocalipsis. Los pocos sobrevivientes, quemados, horrorizados, se preguntaban. ¿Qué fue eso? Así nació matando la bomba atómica. Transcurridos tres días y, ante la negativa de rendirse del alto mando nipón, el presidente Truman ordenó, el 9 de agosto, el lanzamiento de una segunda bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki, ahí donde, siglos atrás, fue martirizado el santo mexicano Felipe de Jesús. Murieron cuarenta mil personas. Se repitió el segundo infierno.
Ante esta desolación, Japón optó por rendirse y acordó el fin de la guerra. El 2 de septiembre, el emperador Hiro Hito firma la capitulación.
Cinco naciones que conforman el “club atómico” poseen bombas más terribles que aquellas primeras: Estados Unidos, Rusia, Francia, Inglaterra y China. El peligro nuclear continúa. Hay cabezas nucleares en los arsenales como para destruir varias veces el planeta. Por eso el grito de la humanidad debe ser, cada día: Nunca más la guerra. Nunca más.
LUIS NOYOLA VÁZQUEZ, POETA Y CRÍTICO POTOSINO[4]
Los mayores críticos literarios de San Luis Potosí, en esta centuria que está cerrando sus puertas, emergen, sin duda, Antonio Castro Leal y Luis Noyola Vázquez, a quienes tuve el gozo de tratar por varios años, cuando nuestra ciudad de rosas y canteras color de las rosas, era todavía íntima, todavía familiar, de pianos en las salas y caracoles en las ventanas, los jamoncillos caseros y los pozuelos de chocolate para agasajar a las visitas, los roperos de lunas en las recámaras profundas, los patios luciendo macetas de helechos y de hortensias, las pajareras delirantes de canarios y verdines, y unas calles estrechas y unos jardines anchos, donde todos saludaban a todos, cuando todavía se sabía saludar, sonreír y compadecer.
Sí, como el clásico español de los siglos de oro, Antonio de Guevara, siempre es saludable el “menosprecio de corte y alabanza de la aldea”; porque la megalópolis ha mutilado al hombre y el urbanismo nos ha quitado lo urbano.
Aunque Luis Noyola Vázquez no pasó más allá del título de bachiller, se graduó de doctor amoris causa en el conocimiento y en el ejercicio de las letras con una calificación summa cum laude.
Autodidacto excepcional, lector insaciable y vastísimo, buscador afortunado en las librerías de lance donde encontró no pocas joyas, el libro fue su mejor maestro, la cátedra callada, la soledad sonora.
Como él mismo lo narra en página autobiográfica, aceptó gratamente el magisterio de Concha Urquiza —una de las mayores voces líricas de esta centuria—, que en los fecundos cinco años que vivió entre nosotros, revolucionó los estudios literarios de la Universidad Autónoma e influyó poderosamente en los escritores jóvenes que entonces soñábamos en el siempre lejano e inaccesible laurel de la poesía.
Su formación literaria no pudo ser más sólida e integral, como que al interés por los clásicos, añadió la simpatía por los escritores de su hora, con lo que supo unir tradición y modernidad, sin la trampa en la que tantos caen al excluir el pasado sin el cual al escritor le falta la tercera dimensión; o al abolir el presente, como si la belleza se hubiera petrificado en el ayer y no fuera la flor que amanece, fresca y viva, cada día.
Luis Noyola Vázquez comenzó cultivando el cuento que luego abandonó para consagrarse a la poesía. Una poesía, breve en el número, excelente en el mérito, sin titubeos ni bolsas de aire, tradicional en sus formas métricas, nueva en el vocabulario y las imágenes, trabajada con aquel rigor de que habló Lope de Vega: “Oscuro el borrador y el verso claro”.
Su mayor mérito es la crítica literaria, este noble y arduo ejercicio de tomar a un escritor concreto y pasarlo a examen, tal vez a la operación quirúrgica y hallar sus fuentes, perseguir su trayectoria, compararlo con sus coetáneos y juzgarlo según su estilo, su tiempo y su propósito. Lo que supone una amplia información literaria, un sagaz ojo clínico para diagnosticar y un juicio objetivo y sereno, fuera de prejuicios y motivos personales.
Tal fue lo que Luis Noyola Vázquez realizó con su predilecto Ramón López Velarde, cuyos estudios son imprescindibles para descifrar la raíz del poeta zacatecano-potosino. No menos valiosos son sus estudios sobre Manuel José Othón, cuyos cuentos, tan postergados, supo revitalizar cabalmente; así como los juicios que consagró a Heriberto Frías, Enrique González Martínez, Jesús Cárdenas Peña, Luis G. Urbina, Rubén M. Campos, Rafael López, Salvador Díaz Mirón y los potosinos Gregorio de la Maza, José Casanova y Jesús Goytortúa. Es preciso consignar que a la sagacidad del crítico, añádase la calidad del prosista por su escritura fácil, rica y manejada con buen gusto.
La abogada María del Rosario Oyárzum, Chayo para medio San Luis, a quien no poco debe la cultura potosina, y la cuentista María Esther Ortuño de Aguiñaga abrieron, en la calle de Zaragoza una pequeña librería atendida por Guadalupe Cavada Andrés, Pita para quienes la estimamos, cuando todos nos estimábamos sin compartimentos estancos.
El establecimiento se llenaba, si no de compradores, sí de contertulios, escritores, poetas, músicos; porque la librería servía gratuitamente café a quien ahí entrara; un café como el infierno, negro, caliente y eternizado a sorbos de sabrosas pláticas. Era toda una revolución en el marketing potosino, pues no había establecimiento, comercio, tienda, miscelánea o cajón que obsequiara café a los clientes. Ahí Luis conoció a Pita. De lo demás se encargó el eterno Cupido, que es alado, ciego y flechador, el mejor cardiólogo de la historia.
Luis no hizo sino seguir al pie de la letra lo que su dilecto López Velarde había escrito en “La suave patria”:
Suave patria, vendedora de chía,
quiero raptarte en la cuaresma opaca
sobre un garañón y con matraca
y entre los tiros de la policía.
Porque, en efecto, Luis se raptó a Pita entre el tiroteo de comentarios, exclamaciones y jaculatorias, y emigró con ella para siempre a la capital del país donde se casaron in facie ecclesiae, a ruegos de la virtuosa y dulce madre, doña Guadalupe Vázquez de Noyola.
El muy lopezvelardeano de Luis comentaba el hecho con metáforas beisbolísticas: “Me robé la primera, me robé la segunda, me quise robar la tercera; pero me sacaron en home”.
Cuéntase que Luis Noyola Vázquez y Luis Echeverría Álvarez tuvieron una misma novia; y cuando, alguna vez, se encontraron el escritor y el ya presidente de la república, este le reclamó: Nunca me has pedido nada. A lo que el escritor postino contestó: No puedes darme lo que pudiera pedirte, ser un buen escritor. La respuesta lo pinta al óleo de cuerpo y de alma enteros. Luis no ambicionó ni poder ni dinero. Vivió como un modesto burócrata y un brillante maestro, si se puede decir que viven un burócrata y un maestro. Como Sor Juana Inés de la Cruz, no anheló poner su corazón en las riquezas, sino riquezas en su corazón.
Publicó solamente tres títulos: el poemario Cancel de 1946, Fuentes de Fuensanta de 1947, que ha visto tres ediciones, y Tensión y oscilación de López Velarde de 1971; lo demás quedó disperso en revistas; pero su obra poética y crítica merecería un indispensable volumen, valioso afluente de la cultura potosina y nacional.
La Universidad Autónoma de San Luis Potosí ha dedicado el número 16 de la importante colección “Cactus”, fundada por el licenciado Jesús Medina romero, a Luis Noyola Vázquez, gracias al empeño y acierto del sr. Contador Público José de Jesús Rivera, director de la Imprenta Universitaria, quien prologó y preparó esta digna y bien cuidada antología para alabanza de Luis Noyola Vázquez y para honor del museo literario de San Luis Potosí.
LOS CABALLOS DE LA REVOLUCIÓN[5]
La Revolución Mexicana de 1910 se fragua con ideales y esperanzas, con sangre y muerte, con muchachos improvisados de soldados y adelitas fieles a sus “juanes”, “pelones” y “parciales”.
Caballos famosos de la Revolución fueron, entre otros, “Siete Leguas”, notable yegua que montaba Francisco Villa; después de un combate en que fue derrotado corrió herido a cuestas del animal, una distancia de siete leguas, lo que salvó al guerrillero y su yegua, “Lucero” fue el caballo consentido del general Bernardo Reyes —padre de Alfonso, el polígrafo de Monterrey y benefactor del poeta potosino Manuel José Othón, y poeta él mismo—; sobre su caballo lo mataron en la Decena Trágica cuando trató de apoderarse del Palacio Nacional en rebelión contra Madero.
“El Mimbre”, caballo de pura sangre que montó Félix Díaz durante la campaña que sostuvo contra Carranza. “El Borracho”, caballo predilecto del general P. Navarrete, alias “La Pantera del Norte”, defensor de Matamoros contra los villistas. “As de oros”, caballo del coronel Jesús M. Guajardo; el nombre del bruto se aplicó por extensión a sus compañeros de armas; Guajardo regaló su caballo a zapata en plan de acercamiento, y cuando las fuerzas de Guajardo mataron a Zapata en Chinameca, Guajardo recuperó su “As de oros”.
“Centauro”, ejemplar de vistosos colores de Francisco S. Carrera Torres que montó al alzarse en armas contra Huerta. “Bucéfalo” —como Alejandro de Macedonia nombró a su caballo por su cabeza como de buey—, fue un prieto azabache de sangre árabe que montó el general Alberto Carrera Torres cuando las fuerzas constitucionalistas entraron a San Luis Potosí a mediados de agosto de 1914.
“Gamón” y el alazán “El Canciller” fueron otros cuacos de Francisco Villa. Montado sobre su caballo “El Mausser”, fue asesinado por un subalterno, el coronel maderista primero y constitucionalista después, Crispín Robles. Todo fue porque el coronel amonestó al subordinado de que no raptara a una señorita. (Se solicitan coroneles de estos para la noche urbana, también hacen falta en el día). “Palomino”, montado por Calles durante su campaña en Sonora y “Curely”, caballo del general Felipe Ángeles en la toma de Zacatecas. Gracias a don Ciro R. de la Garza que recogió los nombres de los caballos de la Revolución, como hace siglos Bernal Díaz del Castillo recordó nombres y pintas de los primeros caballos que de España llegaron a México. Se recuerda lo que se ama.
EL NÚMERO MÍSTICO[6]
Umberto Eco, el afamado autor de El nombre de la rosa, califica al número 7, precisamente en esta bella novela, como el número místico por excelencia, es decir, misterioso, oculto, enigmático y, por eso mismo, fascinante y deslumbrador. Siglos atrás, los romanos consideraban al número 7 como especialmente significativo, porque creían que la vida se renovaba cada 7 años. Los astrónomos de Babilonia contaron en el firmamento 7 planetas y el Faraón de Egipto vio en un sueño admonitorio 7 vacas flacas y 7 gordas; en efecto, sobrevinieron 7 años de abundancia y luego 7 de escasez. Los judíos prolongaban sus grandes fiestas durante 7 días y cada 7 años guardaban el año sabático (igual que los maestros universitarios de hoy), año en que remitían las deudas y se ayudaba a los pobres. Qué ganas de que los países acreedores nos concedieran medio año sabático.
La mitología griega cuenta que el dios Pan inventó la flauta de 7 tubos y que Orfeo, el músico que con sus sones paralizaba el vuelo de los pájaros y las nubes, inventó la lira de 7 cuerdas, que después aumentaron a 9, porque 9 eran las musas. (No había nacido aún la Décima de Nepantla).
La geografía está igualmente enamorada del 7: Roma eterna se yergue sobre 7 colinas, como Lisboa fluvial entre 7 montecillos y San Luis Potosí, de cantera rosa, gira en torno de sus 7 barrios tradicionales. Dallas, Texas, se enorgullece de ocupar el lugar número 7 entre las ciudades más largas de América.
Los escritores tienen predilección por el 7. Lope de Vega escribió la Gatomaquia en 1634, gracioso poema satírico burlesco dividido en 7 sílabas; el ciego Salinas, notable organista, profesor de la Universidad de Salamanca, íntimo amigo de Fray Luis de León, escribió en 1577 el tratado De musica, libri septem (Acerca de la música, dividido en 7 libro o partes). Umberto Eco dividió también El nombre de la rosa en 7 días, porque en una semana transcurre la apasionante y poética narración, Añadamos Las 7 columnas, novela del fino humorista español Wenceslao Fernández Flores (1885-1964) y El séptimo secreto, conocida novela de Irving Wallace. El fecundo poeta y gran señor Alfredo Cardona Peña, costarriquísimo de sangre y mexicanísimo de corazón, que acaba de cumplir 7 por 10 abriles, me recuerda que la poesía mágica que inserta Sir George Frazer en La rama dorada, narra que los hechiceros de Selangor en la federación de Malasia, fumigaban con incienso un manojo de 7 espigas simbolizando en ellas el alma del arrojo.
¿Recuerda usted las 7 basílicas mayores de Roma? San Juan de Letrán, San Pedro del Vaticano, San Pablo extramuros, Santa María la Mayor, San Lorenzo extramuros, Santa Cruz de Jerusalén y San Sebastián. ¿Y los 7 santos fundadores? Fueron 7 opulentos comerciantes de Florencia que, repartidos sus bienes a los pobres, instituyeron entre 1233 y 1241 la Orden de los Siervos de María o servitas. Cristo multiplicó 7 panes para dar de comer a su numeroso auditorio. La iconografía representa a Nuestra Señora de los Dolores con 7 puñales hiriendo su corazón.
¿Y la fiesta de los toros? Es famosa la barrera número 7 de la plaza de toros Las Ventas de Madrid donde se sienta a los aficionados más conocedores y exigentes, de suerte que si el torero no puede con el cornúpeta, sacan el periódico y se ponen a leer aunque sea las esquelas de los muertos frescos del día, ignorando lo que sucede en el ruedo.
Bajo 7 llaves, es una locución familiar y una advertencia contra amantes de lo ajeno, para significar que una cosa está bien resguardada, como el sepulcro del Cid. Y por favor, amigo mío, no se le ocurra romper un espejo que tendrá usted 7 años de mala suerte. ¿Todavía?
NIEVE EN DOLORES HIDALGO[7]
“A Dolores me voy, a Dolores me fui” … Con la música por dentro de este corrido, estuve uno de estos días de primavera —tan azules, tan soleados— en Dolores Hidalgo, la pequeña y hermosa ciudad colonial donde aún asoma, a la vuelta de cualquier esquina la figura del padre Miguel Hidalgo, los ojos verdes, las manos alfareras, los labios con el largo grito de una independencia que aún no termina.
Caminar por la Plaza de Armas, multifamiliar de flores y de tordos, dedicar unos minutos al asombro al ahuehuete fornido y barbado, extrañarse por el quisco porfiriano relegado a una esquina y comprender que el centro corresponde, cual debe ser, a la estatua de bronce del Padre de la patria. Desde el altar mayor de la parroquia, la Virgen de los Dolores asoma sus vestidos de luto entre el oro del retablo y la cantera rosa de la fachada churrigueresca.
—Nieve, hay nieve de 28 sabores.
En 1912, cuando era un chiquillo, don Victorino González empezó, hace 81 años, a vender nieve de los más insólitos sabores en esta Plaza de Armas, residencia de flores y pájaros. Don Victoriano tiene ahora 93 años, lleno de achaques como ayer de fantasías. Mi padre, me platica su hijo Victorino II, traía el hielo en burro desde Silao, hacía tres o cuatro días de camino. De su cabeza sacaba todo, ideaba la nieve de coco, la nieve de aguacate, la nieve de queso de vaca. También hacía estos barquillos grandes, pruébelos, son de una pasta muy sabrosa. Otros han querido copiar los inventos de mi padre, qué esperanzas. Para nieves las de mi padre don Victorino González.
—Nieve, hay de 28 sabores.
En la otra esquina de la Plaza, grita y sonríe la competencia. Don Emiliano Aguilar, bajito, moreno y decidor, se gloria de fabricar 28 sabores de nieve, como para el libro de récords. Dígame usted si hay otro lugar en el mundo que ofrezca tanta variedad.
A las 5 de la mañana nos levantamos todos en casa a preparar las garrafas, porque cada sabor necesita unas tres horas de trabajo y aquí estamos desde 1963. Yo invento un sabor, lo que se me ocurre, lo pruebo y si no me muero, lo traigo a la clientela. Hay nieve de nopales con camarón, nieve de pescado, de pulque, alfalfa, capirotada, zanahoria, mezcal en penca, miel de abeja, chícharo, cerveza, tequila, nescafé, elote, chicharrón, pruebe la nieve de mole, no, no pica. Aquí no usamos más que leche, azúcar y fantasía.
Don Emiliano saca de entre las garrafas un álbum que me enseña como un tesoro. Mire usted la foto de Cantinflas y la de Juan Gabriel tomando nieve de los Hermanos Aguilar, para servir a usted.
Atardece en Dolores. Toca el ángelus. De las torres de la parroquia ruedan unas campanadas redondas, concéntricas que se ensanchan por un cielo de nieve, de leche, de azúcar y fantasía.
NOTAS
[1] En 1977, en la encuesta realizada por Emmanuel Carballo para la revista Cuadernos de comunicación (núm. 24-25, junio-julio de 1977, p. 70).
[2] El Sol de San Luis, 15 de enero de 1994, vuelto a reproducir en el mismo periódico el 29 de enero de 1994; El Sol de México, 16 de enero de 1994.
En Joaquín Antonio Peñalosa, Día con Día, Colaboraciones periodísticas, pp. 397-398
[3] El Sol de San Luis, 2 de septiembre de 1995. El Sol de México, 4 de septiembre de 1995.
En Joaquín Antonio Peñalosa, Día con Día, Colaboraciones periodísticas, pp. 524-525.
[4] Entropía, suplemento del diario El Sol de San Luis, 21 de septiembre de 1997.
En Joaquín Antonio Peñalosa, Día con Día, Colaboraciones periodísticas, pp. 627-630.
[5] El Sol de San Luis, 15 de noviembre de 1997.
En Joaquín Antonio Peñalosa, Día con Día, Colaboraciones periodísticas, pp. 397-398
[6] El Sol de San Luis, 28 de mayo de 1988.
En Joaquín Antonio Peñalosa, Día con Día, Colaboraciones periodísticas, pp. 36-37
[7] El Sol de México, 13 de mayo de 1993; El Sol de San Luis, 15 de mayo de 1993.
En Joaquín Antonio Peñalosa, Día con día colaboraciones periodísticas, pp. 342-343.
Adolfo Castañón es poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Xavier Villaurrutia 2008, Premio Alfonso Reyes 2018 y Premio Nacional de Artes y Literatura 2020. Creador Emérito perteneciente al SNCA. Twitter: @avecesprosa
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Posted: April 22, 2025 at 10:06 pm