Luisa Valenzuela: el cuerpo y la ciudad
Odette Alonso
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En Novela negra con argentinos (1992), Agustín Palant y Roberta Aguilar se encuentran en Nueva York, “capital de la inmundicia”, según la describe uno de ellos. Agustín, sin entender la razón, ha asesinado a una mujer desconocida, Edwina Irving, y como consecuencia, quiere ser otro, salir de su propio cuerpo; no haber hecho lo que hizo o explicarse por qué disparó aquel revólver. Edwina Irving, decir su nombre es un intento de preservar su cuerpo, de que la muerte sólo quede en las palabras. “Meté tu cuerpo donde metés tus palabras”, dice Agustín, o tal vez Roberta; seguramente Luisa, sin embargo. Ese cuerpo torturado de la culpa y el castigo, ¿era sueño?, ¿era realidad? ¿Acaso hay alguna diferencia entre esos dos mundos que se cuelan en el día a día y en la literatura?
“Escribí con el cuerpo”, le dice Roberta, repetidamente, a Agustín, “es lo único que puede tener cierto viso de verdad”, “porque ese meterse hasta el fondo sin fondo no lo puede hacer la cabecita sola”. Y ahí, junto al cuerpo eliminado y al cuerpo eliminador, y junto al cuerpo que quiere salvar de la inexistencia al resto de los cuerpos mediante la pretendida perpetuidad y trascendencia de la literatura, está también la ciudad como un cuerpo, con sus laberintos tortuosos, sus trenes subterráneos, sus barrios prohibidos, sus teatros clandestinos, el aliento letal que les rodea.
El cuerpo está donde lo nombran. También en las mujeres que bailan en El Mañana sin prever lo que ocurriría y en ellas enfrentadas a lo que realmente ocurre. Y en los ojos de Luisa, que viajan de una escena a la otra; en la voz de Luisa, que nombra esos cuerpos en peligro, y agrega en otras páginas: “Esta desgracia se repite cada tanto en la historia de la humanidad. Se llama fascismo”. Previéndolo entonces y repitiéndolo ahora, en medio de estos días tan aciagos, en los cuales, como también advirtió Luisa, “Generales no nos faltan”.
Tal vez podríamos plantearnos esta posibilidad: “Si cierto día por la calle, en un cine o un teatro, nos diéramos de jeta con la persona que es la otra parte de nosotros mismos, la parte que no podemos tolerar ni siquiera admitírnosla, y entonces ¡pum! pudiéramos suprimirla sin más trámite y sin demasiadas complicaciones. Qué alivio”. Pero lo cierto es que la vida y la muerte no dan tregua. Son un teatro de la crueldad. Cuerpos representados y cuerpos representantes, dominadores y dominados, tragicomedia que confunde personas, títeres y maniquíes, cuerpos y “centella de víboras copulando que gira por el mundo para anunciar las desgracias”.
Recién llegada a México, allá por los noventa, alguien me regaló un ejemplar de Cola de lagartija editado por Difusión Cultural de la UNAM. Así entró a mi vida Luisa Valenzuela. “Hablé de mi isla flotante y hablé de mi castillo en tierra”, leí entonces en sus páginas y evoqué la isla que creía perdida y aquellas casas en las que ya no viví. Tener en mis manos Cola de lagartija hoy, treinta años después, regresa mi cuerpo a aquel tránsito doloroso y fecundo, como diría Sandra Lorenzano en su libro más reciente, entre La Habana y el México de los noventa, al viento helado entrándome por la nariz como un cuchillo, al peso de la soledad, al pequeñísimo cuerpo en la ciudad enorme, llena de cuerpos de dolores infinitos y, a pesar de ellos, de grandes alegrías.
“¿Te acordás cuando me dijiste que escribías para no morir?”, le preguntó Agustín Palant a Roberta. Morir es perder el cuerpo y la ciudad a un tiempo. Pero no se borran los pasos si los pies siguen andando las ciudades, el mundo. Imagino que esos pasos de Luisa Valenzuela por las calles de El Vedado se encuentran con los míos de muchacha joven, recién llegada de provincia, sentada frente al malecón. El tramo del malecón que está frente a la Casa de las Américas, donde recibían a Luisa con los honores que merecen sus letras y su existencia.
Es posible que nuestros cuerpos nunca hayan coincidido en La Habana porque en 1992, cuando ella fue jurado del Premio Casa de Las Américas, yo vivía ya en México y tenía entre mis manos aquel ejemplar de Cola de lagartija. Entonces, intento tejer una historia de ficción donde Luisa entra a la Casa de las Américas mientras yo estoy en el muro del malecón, uno de esos mediodías en que el mar es índigo y las olas blanquísimas. De nuevo la ciudad y los cuerpos, y en esas sincronicidades imprevisibles e inexplicables, tengo entre las manos el ejemplar de Novela negra con argentinos, que también se publicó en 1992. Tal vez Roberta y Palant son aquella pareja que veo internarse a la ciudad, discutiendo con grandes gesticulaciones, mientras suben por la amplia calle G. Miro hacia el mar, que es siempre la frontera de una isla, e imagino que escribo un poema que habla de las fronteras de una ciudad, las de un cuerpo, las de todos los cuerpos colindantes.
“Pero si uno cruza las fronteras, ¿puede acaso llegar al otro lado?”, me dice la voz de Luisa junto al oído y nadie más lo escucha. ¿Nadie más lo escucha?… Un rumor, como de viento, atraviesa esta ciudad donde ya es primavera.
• Texto leído en el homenaje a Luisa Valenzuela, Casa Universitaria del Libro, 24 de febrero de 2025
Odette Alonso es autora de una veintena de poemarios, una novela y dos libros de relatos. Obtuvo el Premio Clemencia Isaura de Poesía en 2019, el Nacional de Poesía LGBTTTI Zacatecas 2017 y el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” en 1999. Compiladora de la Antología de la poesía cubana del exilio (2011) y coeditora de Versas y diversas. Muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea (2020). Su libro más reciente es Lo que transcurre (Ediciones Furtivas, 2023).
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Posted: March 4, 2025 at 7:57 pm