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¿Existe una sociedad civil cubana?  Políticas de participación en Cuba

¿Existe una sociedad civil cubana? Políticas de participación en Cuba

Armando Chaguaceda

Las protestas que en los últimos meses han convulsionado (y modificado) el status quo de diversos regímenes árabes y democracias occidentales han actualizado el debate sobre los problemas de la autonomía y la participación. Y suscitan interrogantes sobre el “contagio” que dichos acontecimientos pudieran generar en Cuba, cuyo régimen político se apresta a introducir reformas económicas tras el VI Congreso del gobernante Partido Comunista de Cuba (PCC), frente a una sociedad que reclama, de formas abiertas o veladas, cambios trascendentes en la vida cotidiana y la política nacional.

El régimen socialista de Estado, que desde hace medio siglo impera en Cuba, integra dentro de una veterana tradición estatista los rasgos del modelo soviético: fusión Estado-Partido, control/colonización de la sociedad y bloqueo sistemático de sus capacidades de auto organización. Desde el triunfo de 1959 aquel Estado y su “sociedad civil socialista” promovieron un modelo de ciudadanía-militante, que identificó orden estatal y nación, tendió a la unanimidad como forma de expresión de identidades y criterios, estimuló la redistribución social de la riqueza y el rechazo a la exclusión por género y raza. Sin embrago, el nuevo orden también consagró como sospechosa (y punible) la reivindicación de colectividades/identidades alternativas a las “revolucionarias” (aunque no necesariamente opuestas al proceso) como las homosexuales, religiosas y algunas manifestaciones/grupos artísticos, y propició un encuadre que garantizó el predominio estatal en el ordenamiento y provisión sociales.

En su condición de país subdesarrollado, el Estado cubano ha sido defensor de la soberanía nacional y garante de equidad mediante la redistribución de servicios y bienes. Pero se muestra incapaz para resolver gran cantidad de expectativas sociales, con un modelo de gestión centralizada y vertical donde los cargos del Estado y el PCC se solapan en los niveles superiores de dirección en las personas del llamado liderazgo histórico: Fidel y la generación de dirigentes provenientes de la lucha insurreccional anterior al triunfo de 1959.

La respuesta a dichas demandas necesita –como correlato– actores no estatales que evalúen y corrijan las políticas públicas, papel no cubierto hoy por la prensa o por inexistentes asociaciones de vecinos, promotores de derechos, consumidores, padres de educandos: supone respetar y promover la autonomía societal que se encuentra bajo asedio en la Cuba actual. Es sintomático que, mientras ello sucede, el funcionamiento institucional sea precario, pues la centralización, la discrecionalidad administrativa y el personalismo han frenado el dinamismo y la deliberación colectiva desde las instancias nacionales a las estructuras de base gubernamentales, asociativas y partidistas, en un modo de organización de la vida colectiva donde lo social (sea en espacios organizados o informales) tiende a ser constantemente subsumido –o controlado– por lo estatal, dentro de una relación asimétrica que beneficia a este último actor.

 El estado de la participación

Constantemente (con énfasis desde las reformas constitucionales de fines de 1992) la prensa cubana define a su régimen como una “democracia participativa”, mientras el ciudadano –al identificar al término con el magro desempeño de sus instituciones– asume una visión banalizada y restringida del acto de participar, basada en la impronta de un orden político estadocéntrico que debilita el compromiso cívico necesario para la exitosa implementación de los cambios. El nuevo gobierno ha acudido desde 2007 a soluciones típicamente administrativas y tecnocráticas (funcionarios que controlan funcionarios, compactación de la burocracia), sin avanzar a una expansión de la participación ciudadana basada en la tradición socialista (consejos obreros, autogestión empresarial, asambleas populares abiertas) o en las innovaciones democráticas contemporáneas (consejos gestores, contraloría social, mesas de concertación). Y aunque son convocados Debates Nacionales preparatorios del IV Congreso (1990) y del VI Congreso (2010) del PCC, donde se llama a debatir los problemas nacionales, se priorizan formas de participación consultivas, territorialmente fragmentadas y temáticamente parroquiales.

El sesgo consultivo de la participación reside en la discusión ciudadana de cursos de acción ya esbozados (o decididos) en instancias superiores de la institucionalidad, como el Consejo de Estado y el Buró Político. La posibilidad de participar se reduce al ejercicio individual de la voz y la suma limitada de demandas pero no a la conformación de la agenda y, menos, a la ejecución y control de la misma. Las correcciones de las políticas en curso son privativas de la voluntad de una clase dirigente que opera con total discrecionalidad. Esta ha sido la experiencia de los debates previos al Congresos del PCC (1991, 2010) y la discusión de iniciativas legales (como la Ley de Trabajo y Seguridad Social, 2009) de amplio impacto social.

Lo fragmentado de este ejercicio de “democracia participativa” (discusiones por sindicatos en empresas, asambleas barriales en comunidades o colectivos estudiantiles en escuelas) y el que los resultados de dichos debates no se concreten en la sociedad impiden contrastar las expectativas personales y sociales. Asimismo, se bloquea la conformación de colectivos capaces de incidir, de forma organizada y en correspondencia con la legislación vigente, en conclaves como el congreso del PCC o las sesiones de la Asamblea Nacional, así como en las agendas políticas en general. Con todo esto, los procesos de socialización y participación políticas de los ciudadanos se mantienen acotados y sin cambios.

En el fondo se trata de una participación parroquial ya que en las llamadas “asambleas de rendición de cuenta” del Poder Popular en los barrios, por ejemplo, el potencial democrático se limita casi a emplazar a funcionarios de bajo y medio rango, con demandas que giran alrededor de bienes y servicios insatisfechos y no sobre procedimientos o asuntos de mayor alcance. Al final, aunque hay muy contados ejemplos de haber removido a un representante (sólo se conocen dos casos en los casi 40 años de Poder Popular), la particiapación de la población –así como la relativamente mayor transparencia del desempeño institucional a este nivel– se ve limitada tanto por la subordinación vertical de los órganos de poder local así como por un enfoque convencional acerca del rol del PCC en tanto fuerza rectora de la comunidad. Persisten aquí los estilos autoritarios/personalistas de liderazgo y de participación.

Los Consejos Populares, como instancias territoriales que reúnen una población a nivel inferior al municipio, deben servir para canalizar la participación en el espacio local, pero poseen limitadas atribuciones efectivas y aún menos recursos por lo que su prometedora expansión –durante los años noventa– no dio los frutos esperados. La debilidad de la economía popular y de las asociaciones locales, la inexistencia de cooperativas urbanas de producción y servicios, unidos a la ausencia de legislación y políticas para (y desde) el municipio, han afectado el trabajo de los Consejos Populares como espacios para la participación. Al final, como parece repetirse actualmente en varias naciones de América Latina con la figura de los Consejos (de Poder Ciudadano en Nicaragua, Comunal en Venezuela) se expande un “mar de participación… con un milímetro de profundidad” a lo largo de todas las localidades cubanas, estrechamente articuladas y dependientes de los niveles superiores del aparato estatal.

Si a ello sumamos el desgaste material y simbólico acumulado en la población cubana a partir de la crisis socioeconómica de los últimos veinte años y los efectos poco dinamizadores del funcionamiento vertical del sistema entendemos por qué mucha gente identifica participar (y rendir cuentas) con las prácticas tradicionales y cómo éstas limitan incluso aquellos discursos potencialmente emancipadores. En esta dirección, la experiencia cubana con la Educación Popular, más allá de su retórica atrayente, no ha logrado convertirse en principio regenerador de una pedagogía libertaria, al ser confinada a espacio y praxis de trabajo con pequeñas comunidades –con impacto limitado en las dinámicas de la vida nacional– y dado que sus promotores evaden el análisis de los factores estructurales que reproducen el autoritarismo a escala social y nacional.

Por otro lado el despliegue de la autonomía societal y el desarrollo de las políticas de participación son inseparables de la calidad de la representación política y los performances de la rendición de cuentas. Si entendemos la participación como un proceso que parte de la acción individual de los ciudadanos hasta llegar a formas colectivas que se constituyen en prácticas y espacios de representación (consejos gestores, por ejemplo) la relación con la representación resulta complementaria, toda vez que la legitimidad y eficacia de ambos procesos se presuponen. Y debe fortalecerse con políticas de rendición de cuentas (RdC), a partir de las cuales los actores determinen la responsabilidad y sanción del desempeño gubernamental, supondría la interacción entre agentes sociales y estatales. Todo ello tiene una agenda pendiente en la Cuba actual.

 Las apuestas de autonomía

Como dentro del socialismo de Estado cubano, el discurso oficial y la acción de sus funcionarios reducen la “iniciativa ciudadana” a la canalizada dentro de las estructuras estatales y partidarias (léase del Partido Comunista de Cuba o PCC) y las “organizaciones de masas” afines, las consecuencias son perniciosas en lo económico (aplastamiento de las iniciativas productivas y de servicio autogestivas) y en lo político (desmovilización generalizada). Actores alternativos, incluyendo aquellos legalmente inscritos y/o reconocidos (ONG, grupos culturales, movimientos vecinales) son invisibilizados por la institucionalidad y por segmentos conservadores de la academia, mientras se les reconoce papeles subsidiarios en el funcionamiento social, se recela de su naturaleza no gubernamental o se les sanciona en cuanto enfrentan las decisiones tomadas por instituciones del sistema político.

Experiencias truncas como el grupo de intelectuales post y neomarxistas Paideia (1990), el colectivo feminista Magín (1996), el espacio estudiantil de izquierda Ché Vive (1997), el proyecto de planifi cación urbana participativa Hábitat-Cuba (1998) y el colectivo ambientalista Sibarimar (2005), son una muestra del rechazo profundo e instintivo a las prácticas de autonomía social (“autonomofobia”) de amplios sectores de la burocracia isleña. Los casos mencionados (y otros menos conocidos) sufrieron procesos de (re)presiones y sanciones estatales, que conllevaron auténticos dramas personales para sus miembros y fundadores, en muchos casos destacados militantes de las organizaciones políticas de la Revolución. Aunque aún no han sido objeto del estudio y difusión merecidos, su mayor valor –político y testimonial– reside en constituir iniciativas autónomas de participación y activismo ajenas a la lógica burocratizada impregnada en las instituciones cubanas, frente a las que el poder constituido actuó con particular celo (desincentivando o reprimiendo a sus integrantes y vetando oficialmente dichas iniciativas), al sentir amenazado el monopolio simbólico con que siempre ha pretendido simplificar (y representar) toda la izquierda cubana.

A despecho de esta situación, en Cuba han emergido agrupaciones alternativas (colectivos ambientalistas y promotores de la paz, grupos y talleres de arte, foros de pensamiento e intervención comunitaria, entre otros) nacidas en los márgenes de la institucionalidad que tienden a la autogestión y el liderazgo participativo y buscan la experimentación cultural y el activismo construyendo espacios de autonomía y articulación de cara al Estado, enfrentando las amenazas (internas o exógenas) de tendencias autoritarias y mercantilizadoras. No obstante dichos avances, estos grupos enfrentan dificultades para articularse, sufren debilidades organizativas, carencia de recursos y presiones institucionales. En su cultura y praxis políticas impera cierta visión de radicalismo autolimitado (en la noción de Adam Michnik) que apuesta por recrear islotes de autonomía dentro de una sociedad enmarcada y regida por un orden estadocéntrico, lo que significa una estrategia valiosa por su ejemplo y potencial cívicos pero acotada por la desarticulación hoy prevaleciente a escala social.

Estos colectivos desarrollan, en su interacción, un ser particular, nacido de los entrecruzamientos de saberes, afectos y valores compartidos y modificados cotidianamente; expresándolos en discursos más o menos coherentes de cara a una sociedad cuyas zonas intentan transformar con prácticas y testimonio. Como formas de agrupamiento y acción colectivas, tienden a la autogestión y el liderazgo participativo y buscan la experimentación cultural y el activismo local. Con diverso estatus construyen espacios de autonomía y articulación de cara al Estado, el mercado y las comunidades. Ello no quiere decir que en su interior no se produzcan tensiones con posturas autoritarias o monopolizadoras de recursos y estatus, sino que los modos de gestionar y dirimir esos conflictos y la toma de conciencia sobre la naturaleza de los mismos son sustancialmente diferentes a los encontrados en espacios como los de la institucionalidad tradicional: prevalecen las palabras sobre los palos.

Después de presentar estas referencias, es difícil resumir en tan escaso espacio un balance general de la actual coyuntura cubana en lo referente a la participación y la autonomía. Sin embargo podemos señalar nuestro convencimiento que cualquier propuesta de reforma democrático participativa (y no meramente tecnocrática) de la institucionalidad cubana debe tomar nota de la crisis estructural del modelo socioeconómico y político vigente, considerando el refuerzo que la crisis global otorga a sectores de la burocracia deseosos de extender la lógica militarizada de “país campamento” o pactar de forma opaca y predadora con el capital trasnacional. En Cuba se necesita preservar la soberanía nacional, garantizar el desarrollo de un proceso heterodoxo de reformas económicas no neoliberales (con impulso a la participación de los colectivos de trabajadores, planificación democrática y mercado regulado) y una gobernabilidad ampliada con participación ciudadana. Y establecer, como colofón, un control popular de las élites capaz de inviabilizar tanto la contrarreforma burocrática como la privatización de los recursos del país y avanzar hacia una verdadera democracia socialista.


Posted: May 9, 2012 at 6:07 pm

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