Essay
2023: el año de la orfandad

2023: el año de la orfandad

Miriam Mabel Martínez

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El mundo que observé al crecer está muriendo. No siento pena y, sin embargo, como le sucedió a Reyes, “desde el día de su partida, mi padre ha empezado a entrar en mi alma y a hospedarse en ella a sus anchas”. Quizá esto es la orfandad: decir adiós antes para poder decir hola.

Al igual que Inés Arredondo “creí que todo era este sueño sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana”, pero a diferencia del cuento “Orfandad“, no estaba yo “pequeña, una niña con los brazos cortados”, sino mi padre conectado a la vida, y yo era una mujer, miento; era una niña –otra vez– con el corazón cortado. Entendí, entonces, eso que alguna vez había escuchado: “Todo hijo es padre de la muerte de su padre”. Me escuchaba, lo sé, porque las alertas rojas del monitor Holter me gritaban que él aún estaba ahí para darme un último regalo: la oportunidad de despedirme.

Sucedió de pronto. No sé si repentinamente, sólo de pronto recordándome la mentira del antropoceno: el control. Ayer, los planes; luego, la llamada: “a tu papá le está dando un infarto”. Un presente tan vivo como muerto. Después, la realidad: un avión, la espera y allá otro presente tan intenso como la ola de calor que se extendía otra semana más, como habían advertido en las noticias la semana anterior y la anterior a la anterior. La fuerza de la naturaleza recordándome que el control es una aspiración, tal como lo reiteró el huracán Otis en noviembre, como me lo repite el ulular del viento en estos días de bajas temperaturas que reconfirman que el calentamiento global no es una ficción, como tampoco lo es la muerte. La fuerza de la naturaleza que hierve en mis mejillas que fluye en un oleaje de llanto que va y viene desde que lo vi postrado en una cama dura de hospital cubierto por una sábana tan blanca como la descrita por Arredondo. El huracán que me devastó aquel día veraniego pasó de categoría 1 a 5 en menos de 24 horas; meses después supe que a ese fenómeno meteorológico se le denomina “intensificación rápida”. Estábamos a más de 45 grados y, sin embargo, ahí en terapia intensiva yo sentía frío.

A pesar de que aún estaba ahí frente a mí, empecé a extrañar su presencia real; esa que, como lo transmite Alfonso Reyes en sus Escritos a la muerte de mi padre, no es lo que más echo de menos. Mi padre también vivía en Monterrey, y también a fuerza de vivir lejos “yo me había ya acostumbrado a verlo muy poco y a imaginármelo fácilmente, a lo cual me ayudaba también su modo de ser tan definido, y hasta su aspecto físico tan preciso y bien dibujado”. Aquel texto, mi espejo. Lo añoré despierto como sabía que ya no lo volvería a ver. Estaba frente a mí perfectamente bien trazado, con su cuerpo largo desbordándose de esa cama. ¡Qué alto fue en esa vida ya tan borrosa como la foto en la que estamos tomados de la mano, en la cual le llego apenas a la cintura! Desde entonces me refugié en su 1.87 de estatura.

Volví a tener siete años. Le tomé la mano a ese hombre que pocas veces vi sin lentes, a ese que conocí de pelo oscuro a sus 26 años. Tengo el doble de la edad en la que se convirtió en mi padre; él casi otros 26 más y sus manos aun inertes me dieron confianza. Era mi turno de devolver algo, aunque fuera mi terror por quedar huérfana, un miedo parecido al que siento cada vez que recuerdo que los desastres naturales exacerban aún más la desigualdad.

El miedo alerta.

Decidí no esconderme y dejar que ese horror fluyera hasta asumirse tristeza, como ese que Ingmar Bergman captó y reflejó en Fanny & Alexander. En ese momento, lo único que quería era escribir en mi libreta la fecha y describirlo a él, así como lo hace Bergman en La linterna mágica: “25 de abril de 1970. <<Padre vive todavía. Es decir está completamente inconsciente, lo único que funciona fuerte es su corazón. Edit se imagina que se comunica con él teniéndole la mano. Le habla y él le contesta a través de la mano, es un misterio inescrutable pero conmovedor>>. Es mi turno: 4 de julio, ojalá muera pronto. Así no, así no. El recuerdo de esa lectura me empujó a apretarle la mano; me respondió el sonido de los monitores, “don Raúl la escucha”, intentó tranquilizarme el enfermero, pero yo fui incapaz de sosegarme. Salí al verano siniestro, como ese que describe al inicio de Errata. El examen de una vida, George Steiner; también me sentía desolada y desamparada, yo no estaba en la Austria de entreguerras, sino sofocada por el aire hirviendo en el norte regiomontano, también aguardando la inminencia de la catástrofe. La canícula pronosticaba temperaturas superiores a los 45 grados centígrados, en carne propia comprobaba que 2023 es ya el año más caluroso desde que se lleva registro; los expertos señalan que el aumento fue de 1.46°C.

El planeta que habito también se está muriendo. Muere con las sequías y los golpes de calor que sigilosamente cobraron tantas víctimas en el mundo. Muere mientras la deforestada selva amazónica deja de producir humedad atmosférica y las presas, lagunas, ríos y lagos, como el Gatún, en Panamá, se seca mientras la larga fila de navíos para cruzar el canal crece. Muere y se apaga tras la peor temporada de incendios en el orbe que no sólo devastó el Mediterráneo, sino que en Canadá generó un humo que viajó más de siete mil kilómetros, casi hasta Brasil. La muerte de mi padre me arrasó como la tormenta Daniel a la ciudad libia Derna. Mi padre se extinguió junto con 21 especies animales, después de Raquel Welch y Tina Turner. “What’s love got to do, got to do with it? Who needs a heart when a heart can be broken?”. El amor filial también rompe el corazón y, sin embargo, ese amor filial lo mantenía en vida frente a mí.

¿Teníamos pendientes? Supongo. Habíamos quedado en comer una hamburguesa de Carl Jr., de reconfigurar su iPad, de hacer un asado con cortes de Carnes Ramos y preparar un ciclo de cine casero. Un par de meses antes, la última vez que nos vimos, habíamos disfrutado El nombre de la Rosa, con Sean Connery como Guillermo de Baskerville y Christian Slater como Adso, yo me había quedado con la tarea de hacer la lista de películas basadas en libros, desde El halcón maltés de Dashiell Hammett y dirigida por John Huston, pasando por la versión mexicana de Crimen y castigo, con Roberto Cañedo protagonizando la obra de Dostoyevski, hasta la Ana Karenina de Tolstoi interpretada por Kiera Knightley o el Pedro Páramo de Carlos Velo, con John Gavin. No la terminé. Dejé pasar el universo cercano del que habla Milán Kundera en El libro de la risa y el olvido. “El que se nos haya escapado el infinito exterior lo tomamos como un sino natural. Pero el haber dejado escapar al otro infinito consideraremos hasta la muerte como culpa nuestra. Pensábamos en el infinito de las estrellas y no nos ocupábamos del infinito de papá”.

Hasta ahora entiendo que los hijos siempre preguntamos tan poco; aunque no me lo reprocho, preferí escucharlo. Supongo que fue su manera de acomodar su pasado frente a mí; un ajuste de cuentas innecesario, pero ajuste al fin. ¿De qué hablamos? No lo recuerdo, como tampoco recuerdo la historia de Tamina y Mirek. Recuerdo más las charlas entusiastas mientras leíamos, él en Monterrey y yo en la CDMX, El vendedor de silencio de Enrique Serna, durante mi visita antes de la aparición del covid-19, experiencia que nos mantendría juntos durante el encierro pandémico. Juntos releímos Noticias del imperio de Fernando del Paso, lloramos con México Bárbaro de John Kenneth Turner; le revelé que en mi adolescencia aspiraba a ser la Mirna Minkoff de La conjura de los necios de John Kennedy Toole, antes de imaginarme la Teresa, interpretada por Julien Binoche, de La insoportable levedad del ser (otro filme de la lista inconclusa). Leímos esa novela a la par a finales de los años ochenta, sin imaginarnos que Kundera fallecería, a los 94 años, seis días después que él, ni que me sorprendería al reencontrarla en su buró, 17 días después de su muerte, el día de su cumpleaños, dando vida al poema de Octavio Paz “Noche en claro”: Los vivos están vivos / andan vuelan maduran estallan / los muertos están vivos.

Los muertos están vivos. Mi padre aún está en ese ejemplar que yo le compartí; un libro mío y suyo, con los subrayados de ambos repitiéndome cuánto nos quisimos. Un ejemplar que aún huele a la loción Paco Rabane –otro muerto en 2023– que usaba mi padre entonces. Un olor que me evocó al Kiss me, kiss me, kiss me de The Cure lanzado en 1987, el mismo año en el que se estrenó la versión cinematográfica de La insoportable levedad del ser protagonizada por un Daniel Day-Lewis tan ferozmente hermoso como lo describe Martin Amis en Experiencia, libro en el que la belleza del actor es mera anécdota y no adorna ni opaca la narración de la muerte del poeta Cecil Day Lewis. Otro padre muerto, como Kingsley Amis en el texto y como mi padre rodeado de fragmentos de mis lecturas, de mis películas, de mis discos. “Alguien ya no está aquí”, escribe Amis, “la figura mediadora, el padre, el hombre que está entre el hijo y la muerte, ya no está; y ya nada volverá a ser lo mismo. Mi padre falta, pero sé que es normal: todo lo que vive ha de morir, pasar de la naturaleza a la eternidad”. En una eternidad cinematográfica ya también deambulan Ryan O’Neal, en el papel de Barry Lyndon, y Michel Gambon, al que prefiero en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway que como Albus Dumbledore en el Harry Potter de Alfonso Cuarón. Una eternidad tan concreta como la “joven gobernante de Amajac”, escultura en piedra caliza del posclásico temprano, encontrada en Álamo Temapache, Veracruz; o el cementerio virreinal recuperado durante la ejecución del Proyecto Chapultepec, naturaleza y cultura, en la CDMX, o las 10 tumbas troncocónicas, de más de tres y medio milenios de antigüedad descubiertas en las obras de la línea 3 del cablebús, en la tercera sección del bosque de Chapultepec, o la máscara de cerámica del posclásico tardío y los restos de madera de una embarcación, que debió surcar las aguas del lago de Chalco hace más de 400 años, hallados durante la construcción el trolebús Chalco-Santa Martha. Una eternidad que me obliga a aprender a recorrer las ausencias de 2023 “de lejos como se hojea con la mente un libro que se sabe de memoria”, como escribió Alfonso Reyes. A mí también “me bastaba saber que en alguna parte de la tierra latía aquel corazón en que mi pobreza moral –mejor dicho, mi melancolía– se respaldaba y se reconfortaba. Siempre el evocarlo había sido para mí un alivio”. Mi padre ya no está; tampoco recuerdo su rostro muerto ni su cuerpo tapado con aquellas sábanas blanquísimas en la cama dura del hospital. No soy más una niña y lo soy, por ello prefiero rememorarlo con sus chinos negros, tan vitales como imagino fueron los flamencos que, según los descubrimientos del yacimiento paleontológico de Santa Lucía, habitaron los alrededores del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles.

Imaginar la vida antes de la muerte con la misma curiosidad que la vida después de la muerte, sintiendo esa energía que nos empuja a seguir. La vida resistiendo, tal como lo evidencian los esfuerzos por salvar de la extinción al águila calva, la ballena jorobada, la grulla blanca y el caimán americano, recuperados en este 2023. Muerte y vida. Fin y comienzo. El invierno ha desnudado a los árboles que luego reverdecerán; mientras tanto, las bajas temperaturas y el paisaje blanco de los volcanes me recuerdan que, como la película de Frank Capra, It’s a wonderful life. La vida rebosante frente a mi orfandad con un cinismo parecido a las imágenes de La grande bellezza, ese filme en el que Paolo Sorrentino rememora La dolce vitta de Fellini en tiempos de Silvio Berlusconi, por fin muerto, como Henry Kissinger, advirtiéndonos que si acaso hay males que duren cien años no hay cuerpos que lo resistan. Tiempo de recomenzar. Pienso en mi padre nacido en el siglo XX y muerto en el XXI que ya lo había rebasado, en el que las gordas de Fernando Botero ya tampoco dialogan con el arte actual, al que Porfirio Muñoz Ledo intentó alcanzar y en el que personajes como el actor mexicano Andrés García o el conductor de televisión estadounidense Jerry Springer –todos fallecidos en 2023–, esperemos, ya no tengan sucesores. El mundo que observé al crecer está muriendo. No siento pena y, sin embargo, como le sucedió a Reyes, “desde el día de su partida, mi padre ha empezado a entrar en mi alma y a hospedarse en ella a sus anchas”. Quizá esto es la orfandad: decir adiós antes para poder decir hola.

Bienvenido 2024.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda Mujeres  (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Posted: January 17, 2024 at 7:27 pm

There is 1 comment for this article
  1. Jorge Cortez at 6:06 am

    Esto parece, algo que escribió Brian Griffin. Principalmente, con la promoción a la secta calentológica, y la cita de tantos libros y obras, metidas para presumir que se es “intelectual”.

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