Fiction
Los más felices

Los más felices

Ernesto Hernández Busto

Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le preguntó de nuevo a quién consideraba después de Tello segundo entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Solón le respondió: “A dos argivos, llamados Cleobis y Bitón”.

Herodoto, Los nueve libros de Historia, I, XXXI.

Incluso para los otros peregrinos, acostumbrados a esa especie de circo de las maravillas en que se transforma la calzada el día del Santo, el espectáculo del carromato tirado por una yunta de dos negros forzudos resulta sorprendente. El día amanece fresco, propicio, aunque desde la noche anterior el camino al templo ya está abarrotado con todo tipo de santones y mendigos: el viejo sin camisa, con un mocho de tabaco en la boca, que se arrastra de espaldas con un bloque de piedra colgándole del pie, como una estampa medieval, y una pequeña caja de cartón donde lleva comida y bebida para el trayecto. Los pagadores de promesas traen consigo su picaresca, y hay figuras que se repiten todos los años: el joven que avanza de rodillas, cargado de collares con los colores de Babalú Ayé y ayudándose con las manos embadurnadas de colores simbólicos; el mulato tristísimo, vestido con un traje mal cortado de yute; la mujer que resopla mientras avanza a gatas tratando de conservar intacto su manojo de girasoles; todo tipo de desahuciados, desarrapados, descalzos, y gente que camina, cojea o avanza serpenteando sobre el asfalto hasta la iglesia mientras unos devotos intentan limpiarles el camino con ramas y haces improvisados. El carromato, entretanto, prosigue su marcha hipnótica, esquivando a los peregrinos que se arrastran demasiado cerca de las ruedas, y a otros con bastones o llevados casi en volandas. Los manchones de cera derretida se multiplican a medida que se van acercando a la pequeña capilla. Hay muchos ciegos, mancos, cojos: todos enseñan orgullosos su manera de pagar por algún favor recibido. Exhiben sus retazos de una felicidad pasada, expiándola. Sobre el carromato, arrodillada y envuelta en un ropón color lila, va la sacerdotisa de rostro plácido, rodeada de bultos en los que cualquier creyente puede reconocer todo lo necesario para el rito. A cada rato, su mirada se posa sobre los cuerpos sudorosos que sustituyen a los animales de carga. Hay en esos ojos una mezcla de ternura y orgullo, pero también el temor a un desmayo o un accidente, quién sabe. Hay ráfagas de posesión y de celos, un deseo oscuro y negado, saturado de cautelas. Llevan casi treinta kilómetros desde la ciudad, y han visto caer a otros por el camino. Enseguida viene la Cruz Roja a llevárselos, bajo la mirada ceñuda de los militares, omnipresentes. Entre el improvisado público que se agolpa a ambos lados de la vía dolorosa corren susurros, frases multiplicadas, aspiradas, robadas de boca en boca: “Son los hijos, que vienen arrastrando el carro desde La Habana”. Y de la multitud, como de un coro griego, empiezan a llegarnos fragmentos de la historia, animados contrapuntos de la escena principal: el paso lento y sin pausa de la carreta: “Ha criado a sus dos varones a pulmón”, “le salieron buenos”, “son atletas de alto rendimiento”, “el mayor estuvo en las Olimpiadas”, “tienen nombres rarísimos, de esos que se usan ahora”. El cielo incorruptible diluye el rumor de las voces y las habladurías, mientras la tarde, lenta y gloriosa, va cayendo sobre las horas de esfuerzo recompensado. Marcando el ritmo, con la testuz baja, van aquellos dos corpachones, de músculos trenzados y tendones fibrosos, sin ceder, con un extraño resplandor líquido en los ojos. Cada hora que pasa los acerca más al campanario, ya presienten la llegada y la fiesta. Y llegan, y reciben aplausos, y se hacen ver entre la multitud, con sonrisas generosas de dientes blanquísimos. El crepúsculo parece pensado para ellos y su júbilo; hasta el límite se mantiene una tersa claridad, una belleza sacada de operáticas arias desconocidas por esa muchedumbre, o ciertos colores del mar irrepetible, que irrumpe en la fiesta bajo la figura de un gigantesco pez asado sobre una bandeja brillante por el aceite. Felicidad del pobre, que hace su mejor festín en las afueras del templo. Comen, bailan, beben, juegan. Flota entre ellos el aura de lo escaso compartido y, aún exhaustos, los dos hijos trasmiten una sensación de dicha irrepetible, casi dolorosa. Minutos antes de que los dos negros buenos se acurruquen a dormir pacíficamente entre las reliquias del patio, la madre se acerca a la glorieta, a hablar con el Santo. Pide por sus hijos: que él los premie concediéndoles la mayor dicha que pueda tocar a unos mortales. Así lo dice: la mayor dicha, con palabras que parecen sacadas de un misal tan antiguo como los ritos que han venido a cumplir. Hace los debidos sacrificios, y poco antes de salir, cree ver en la sonrisa del santo una respuesta afirmativa. Se retira, abandona la escena con esa mezcla de satisfacción y soberbia propia de quien habla o cree estar en tratos con los dioses.

 Y los dos cuerpos felices, tendidos al ocaso, ya no despertaron.


Posted: March 9, 2014 at 4:49 pm

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