Essay
Un día de trabajo

Un día de trabajo

Efraín Villanueva

Cada noche, Sabeth promete ir a su oficina en tren, por aquello de la conciencia ecológica. La misma que nos ha impulsado a comprar más productos orgánicos y producir menos residuos plásticos. Pero la verdad es que casi todas las mañanas va retrasada y termina conduciendo. No sin antes maldecirse con moderación y reafirmar, con energía agotada, sus buenas intenciones para el día siguiente.

En mi caso, por el contrario, una de las habitaciones de nuestro apartamento hace las veces de mi oficina. Sus paredes están peripuestas con paisajes de nuestros viajes –Sabeth también es fotógrafa, por si se les ofrece un encargo. Es un cubo de 43 metros cúbicos que, por mucho que he intentado rellenar, permanece saturado de ecos que distorsionan el sonido. Mis pasos se anuncian con una grandilocuencia ridícula. Los ritmos del piano y la orquesta de Duke Ellington salen apagados de mis parlantes. Los toques que le doy a mi teclado resuenan como puñetazos a un torturado.

Mi agenda del día incluye una única tarea: un artículo para una de las revistas con las que colaboro. Me siento frente a mi escritorio en el instante en el que el tren de la línea 44 se asoma de las profundidades de la estación Unionstraβe para transformarse en tranvía. Lo veo desde el ventanal que nace en la cima del techo y cae hasta el piso de madera y que, además, me permite acceso a un modesto balcón. Luego de varios minutos de mirar fijamente noto que la tienda erótica al lado del mercado asiático ha desaparecido. ¿Cuándo fue la última vez que salí de casa?

Son las ocho y cuarenta y tres; amaneció apenas hace diez minutos. Me inquieta trabajar en la oscuridad del invierno, así que mis horas laborales empiezan cada vez más tarde. Hoy será una jornada corta y rápida, probablemente termine el artículo antes de mediodía. Después de todo, está escrito en mi cabeza. Elegí un tema del que conozco y sé lo que quiero decir.

Escribo el primer párrafo con prontitud.

No funciona tan bien como yo creía.

Sonaba mucho mejor en mi cabeza.

Miro, como buscando ayuda, a la pequeña biblioteca que construí con cajas de vinos. En realidad, la construyó Sabeth. Yo solo gasto horas en Pinterest buscando ideas y ella las ejecuta. En mi defensa, el bricolaje nunca ha sido lo mío porque crecí viendo a mi padre electrocutarse, caerse de escaleras y martillarse los dedos. Cuando empecé a vivir solo, decidí que las páginas amarillas serían mis aliadas a la hora de renovaciones y reparaciones hogareñas. En Alemania, sin embargo, esto solo es posible a un precio muy alto. A Sabeth le gustan este tipo de proyectos, así que ella está encargada de ellos.

No es la única biblioteca del apartamento. Dos de las tres paredes de nuestra sala están cubiertas de libros: una exhibición cruel, organizada por colores, con la que alardeamos de nuestras lecturas. La de mi oficina, sin embargo, tiene cinco diferentes propósitos y secciones. La primera: los libros que estoy leyendo por placer, como A Little Life de Hanya Yanagihara, Picnic in the storm de Yukiko Motoya y Life – A User’s Manual de Georges Perec. La segunda: clásicos que no me atrevo a abrir, como The Complete Plays of Aristophanes, The Arabian Nights (tomos del 1 al 3 de la colección Penguins Classics) y Miss Dalloway de Virginia Woolf. La tercera: obras seleccionadas que creo me servirán de fuente e inspiración para mi ficción, como Sitting Through the Madness for the Word, the Line, The Way de Charles Bukowski, IBS for Dummies de Dean Wheeler y Americanah de Chimamanda Ngozi Adiche. La cuarta incluye The Testaments de Margaret Atwood, Never Let Me Go de Kazuo Ishiguro, Schachnovelle de Stefan Zweig y otros libros de ficción pendientes por leer en nuestro club de lectura marital.

Haberle echado una ojeada a mi biblioteca me recuerda que no me quedan libros en español. Los últimos los agoté a finales del año pasado. No debería preocuparme por este tipo de asuntos en este momento, pero no me tomará más de un par de minutos revisar mis listas de deseos en línea. Categorizados como “Español”: La isla de los conejos de Elvira Navarro, El niño que comía lana de Cristina Sánchez-Andrade, Silencio administrativo de Sara Mesa, Quiltras de Arelis Uribe y Somos luces abismales de Carolina Sanín. En la lista de “No ficción”: Prosas apátridras de Julio Ramón Ribeyro, Enseres domésticos de Vicente Verdú, Aporofobia de Adela Cortina y Cuaderno de Iowa de Horacio Castellanos Moya. Ninguno, sin embargo, ha bajado de precio. Reconozco el valor de los libros, por supuesto. Pero, al mismo tiempo, debido a mis desequilibrados ingresos de escritor a sueldo, los libros, artículos de primera necesidad, se vuelven un lujo.

Releo el primer y único párrafo. No es que esté mal. Es claro, está bien escrito, aunque la primera línea podría reescribirla de esta otra forma. Ese cambio me obliga a modificar también esta otra parte. La intención inicial se mantiene, pero no con la misma fuerza. A ver, volvamos al párrafo original. Aplausos para el inventor del Command+Z. Si leo en voz alta hay demasiadas repeticiones de “lo”. Reescribo el párrafo, pero ahora parece que discuto un tema diferente al que tenía planeado.

¡La sección quinta! De esa es de la que quería hablar antes de enredarme con las otras cuatro, irrelevantes en este momento. Inconsciente y probablemente, quise arrojar unos cuantos nombres de autores para que me juzguen no solo por lo que escribo sino por lo que leo. SPQR de Mary Beard, Everybody who was Anybody de Janet Hobhouse, There are no Dead here de María McFarland Sánchez-Moreno y otras biografías, libros de historia y de no ficción forman la quinta sección. Desafortunadamente ninguno de ellos me es útil para este artículo.

Decido distraerme con de aire fresco. Consulto a Siri: la temperatura exterior es de seis grados, pero se pondrá peor muy pronto. Me calzo los pies y apresuro un suéter grueso y salgo al balcón. En esta ciudad, la nieve es escasa, solo se deja ver cuatro o siete días (¡benditos los cielos!), no necesariamente consecutivos. Eso sí: llueve a montones. La lluvia espanta a los borrachos errantes que sorben y discuten de la vida en el parqueadero trasero del supermercado de descuentos. Volverán en el verano.

El que nunca se va es un loro viejo que a veces vuela hasta el balcón y me hace compañía. Me mira y repite y repite dos palabras en alemán que desconozco y que no he podido reproducir para que Sabeth las traduzca. Al loro no le cae bien Sabeth, así que nunca sobrevuela el área cuando ella está en casa. El frío, el viento y el vino (cuando escribo me gusta beber para relajarme) inflaman mi vejiga. La tapa del retrete chilla cuando la levanto. Traigo la caja de herramientas del balcón de la cocina y aprieto las tuercas del asiento del retrete que se desajustan con facilidad desde que empecé a ganar peso, no sé por qué, durante los últimos meses.

Releo la más reciente versión de los primeros dos párrafos y me digo que sí, que están bien, que es buen material. Un espasmo leve me recuerda que olvidé orinar, así que regreso al baño. Un ruido sobresale sobre el chorro de mi orina. Viene de la nueva lámpara que Sabeth instaló. Busco esperando encontrar un botón que diga “presionar si se produce un ruido inusual”. Todavía recuerdo algunos trucos de mi vida como exingeniero: la apago y la vuelvo a encender. Varias veces. El ruido persiste. De regreso a mi oficina, paso por la de Sabeth. Hace unos días, metió una carga de ropa de colores en la lavadora y la tendió en el tendedero portátil que dejamos allí dentro. Ya se ha secado, la doblo y la llevo al armario.

¿Por dónde iba? Sí, inicio del tercer párrafo. Me quedo mirando la pantalla y luego al cielo nublado. Lo hago por diez minutos luego de los cuales cuestiono mi texto. No el tema, que es tendencia y me parece más importante de discutir que interesante por sí. Cuestiono el estilo que estoy empleando. Es la típica columna de opinión, como decenas que he escrito. Pero recién empieza el año: ¿y si pruebo algo diferente? No original, porque todas las creaciones artísticas desde hace tres siglos no son más que rehechuras de lo anterior. Algo diferente comparado con lo que he escrito hasta ahora. ¿Algo como qué?

Comer me ayuda a pensar. Me rehúso a usar una cocina sucia, así que primero lavo el sartén que utilicé para mi desayuno y guardo los cubiertos, platos y vasos en el lavavajillas. Solo encuentro bananas y helado de straciatella. También hay pizza vegetariana congelada. Pero una banana split improvisada (sin crema, pero sí con salsa de chocolate) suena mejor. Sabeth insiste que no coma mientras trabajo, así que veo Seinfeld en la televisión de mi oficina mientras disfruto el helado. Elijo un capítulo al azar. Ni tan de azar: The Marine Biologist es uno de mis preferidos. Me siento en una poltrona desgastada que heredé de mi bisabuela y que me hizo prometer llevar conmigo a donde fuese. Conoce la costa norte y el centro de Colombia y la despaché en barco desde Estados Unidos hasta Alemania.

Los tres párrafos me miran fijamente, demandan mi atención. Están bien, pero son convencionales y una parte de mí insiste en escribir algo diferente. “Piensa diferente”, ese es el slogan de Apple. A propósito, ¿ya actualicé mi MacBook? No, no lo he actualizado. Le tomará al sistema cuarenta y cinco minutos. Supongo que tomaré un descanso.

Tal vez si organizo mis ideas en papel. Hurgo entre las gavetas de mi escritorio y solo encuentro una carpeta que Sabeth, con su burocrática diligencia alemana, me ayudó a organizar. Contiene los papeles de mi residencia, mis archivos financieros, mis registros médicos, las traducciones del papeleo de mi divorcio y los certificados de nuestro matrimonio. Pero ni una sola hoja que pueda usar. No me atrevo a buscar en la oficina de ella, es un desorden. Voy a la tienda de misceláneos y compro una resma.

Durante decenas de veces a lo largo del día: refresco la bandeja de entrada de mi correo electrónico, me espanto con las noticias que Twitter me escupe en el rostro, me enfrasco en discusiones inútiles en WhatsApp, veo videos con trucos para el hogar que me maravillan, pero que nunca pondré en práctica por mí mismo. Cuando la escritura fluye y siento que estoy avanzando me excito. Literalmente. Intento anular las imágenes sexuales que saltan en mi cabeza, pero sé que es una batalla perdida y soy incapaz de resistirme a la solución más lógica: masturbarme y regresar al escritorio con la mente clara.

El cielo ahora está apagado, pero continúa lloviendo. Sabeth ha regresado a casa. Me habla de los proyectos y talleres y tendencias e influencers con los que ha trabajado para hacer de este mundo un mejor lugar para las mujeres. La miro con sospecha porque sé que exagera: es más exitosa que yo porque, aunque también difiere sus tareas diarias, al final siempre cumple y se sabe vender mejor. Cuando me pregunta cómo estuvo mi día, inclino mi cabeza de izquierda a derecha y arrugo los labios: “un montón de ideas, bastantes obstáculos sin resolver y pobre ejecución”. Le aseguro, me aseguro, que mañana, con la mente refrescada, encontraré la tuerca a la que darle el giro y terminar el artículo.

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Su primer libro, Tomacorrientes inalámbricos (2018), fue galardonado con el Premio de Novela Distrito de Barranquilla. Su primera colección de cuentos, Guía para buscar lo que no has perdido 2019), fue ganadora del Concurso Nacional de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander. Sus trabajos han aparecido, en español y en inglés en publicaciones como Granta en español, Revista Arcadia, El Heraldo, Vice Colombia, Literal Magazine, Roads and Kingdoms, Little Village Magazine, entre otros. Su Twitter es @Efra_Villanueva

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Posted: March 1, 2020 at 9:23 pm

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