Elogio de la cerveza
Alejandro Badillo
Para Giovanni Patrón, oficiante del lúpulo y la madera.
Destapo una cerveza. No recuerdo con exactitud la primera vez que le di un trago a una. Quizás fue alguna lata que compró mi padre a inicios de los 90, cuando el país se abrió al comercio internacional y comenzaron a llegar muchos productos importados. En aquel tiempo coleccionaba latas de refresco y, con el paso del tiempo, se sumaron latas de cerveza. Sin edad legal para beber y, por supuesto, con el gusto poco afinado, dejaba que mi padre bebiera el líquido mientras yo acrecentaba mi colección. Una vez, considerando que ya tenía la madurez suficiente, me dejó darle un trago a la que acababa de comprar. Por desgracia, el momento no representó una epifanía para mí. Acostumbrado, como todos los niños o adolescentes, a los sabores dulces, me supo extraño el amargor y la leve espesura del líquido. El escritor estadunidense Jack London tuvo una experiencia diferente. En John Barleycorn, sus memorias alcohólicas, narra su primer encuentro con la bebida, justo cuando tenía cinco años. Su padre le mandó por una cubeta llena de cerveza. El pequeño Jack apenas podía con el peso de su carga. Trastabilló y derramó un poco del líquido. Cansado, hizo una pausa y probó lo que llevaba a cuestas. “La cerveza me pareció una maravilla”, refiere y añade: “pensé que era extraordinariamente buena. ¿Cómo no la habría probado antes, en casa?” A partir de ahí comenzó un recorrido por bares y cantinas donde se arracimaban pescadores, carpinteros y trabajadores de todo tipo. London comete el error, al menos en el inicio del libro, de advertir los peligros del alcoholismo y sus secuelas. Por supuesto: una vez que él experimentó –para bien o para mal– los milagros de la bebida, les dice a sus lectores que no lo hagan. Mi adolescencia fue inaugurada con aquellos primeros tragos que supusieron no un episodio cósmico sino un atisbo de lo que vendría más adelante.
Le doy el primer trago a mi cerveza; saboreo, al mismo tiempo, su origen sagrado y popular. La cerveza no sólo me reconcilia con el presente sino que, trago a trago, me lleva al pasado. El misterio de la fermentación fue monopolio de las mujeres, sacerdotisas que estaban en contacto con las fuerzas de la naturaleza. La mujer, dadora de vida, gobierna también distintos ámbitos de la materia. El historiador Jules Michelet en su libro La bruja describe el paso de la mujer vinculada a lo sagrado hasta su demonización por el cristianismo que comenzó a colonizar Occidente. De esta forma, las cerveceras fueron reemplazadas por monjes que se encargaron de la tradición y, además, contribuyeron con innovaciones que perduran hasta nuestros días. Me bebo todas esas historias cada vez que abro una cerveza y pruebo su amargor. Bebo con los esforzados constructores de las pirámides que eran pagados con cerveza nutritiva. Bebo con los habitantes del medievo que, a su vez, bebían cerveza para no contaminarse con el agua de los pozos infectados con cólera. También convoco, a través del acto de beber, a una gran variedad de personajes que han encontrado, en la cerveza, un momento de prestidigitación y de alegría.
Sigo bebiendo cerveza. La gente piensa que todas son iguales. Algunos creen que la única diferencia es el color o los grados de alcohol. Yo combato estas ideas y, en cada oportunidad que tengo, hablo del tueste de la malta, de la importancia de las levaduras y la casi infinita variedad de lúpulos. Pasa algo misterioso: mientras ejerzo esta suerte de apostolado, la gente a mi alrededor calla. Habitualmente retraído, tomo el control de la charla y los demás me escuchan con interés y respeto. Después de los primeros rudimentos cerveceros les cuento anécdotas y la charla se extiende largos minutos. A partir de ese momento mis interlocutores sienten que han entrado a un ámbito nuevo y más pleno. Entonces les platico de la feliz época en la que hacía cerveza con un amigo. Comprábamos los ingredientes y hacíamos todo el proceso en mi departamento. Les cuento del olor de la malta y del espíritu evanescente que surge una vez que se quiebra el grano en el molino. Es el alma de la tierra que nos reconcilia con nuestros ancestros. Después hay que hacer la mezcla y calentarla a diferentes grados de temperatura. Hacer cerveza es un ejercicio de paciencia y, sobre todo, perseverancia. Cualquier mínimo cambio puede afectar el resultado final. Miramos el grano remojado y el vapor que emerge de la olla y que nos anuncia que estamos haciendo las cosas bien. El lúpulo se le añade en diferentes momentos, como los instrumentos que se entretejen en una sinfonía. A veces conviene un lúpulo que tenga reminiscencias florales y, en ocasiones, se apuesta por un ensamblaje cuya paleta de sabores provoque, de distintas formas, al bebedor. Más tarde viene lo más importante: ponemos a trabajar la levadura. La pequeña muestra es un detonante, una especie de big bang que expandirá sus límites y que trabajará por largo tiempo. Algunas cervezas –llamadas Barley wine– maduran durante meses o años gracias a que la levadura sigue viva en su interior, como un pequeño polizón que aún no decide abandonar el barco. La labor de la levadura recuerda la evolución del caldo primordial, incesantes sedimentos de materia viva que se hacen más complejos y dan origen a elementos que pertenecen a la imaginación y a los sueños. Una vez embotellado el líquido sólo queda esperar. Nosotros mirábamos el garrafón de vidrio y la evolución que se gestaba adentro: a veces podíamos atestiguar el lentísimo trabajo de la fermentación (burbujas que ascienden y forman una espuma sólida en la superficie) y podíamos oler la esencia inconfundible del lúpulo. El vidrio del garrafón era la ventana a una selva primordial. Todo el departamento olía a nuestra mezcla hecho que, evidentemente, no le causaba mucha gracia a mi esposa.
La cerveza tiene cualidades mágicas que transforman el espacio y el tiempo. Recuerdo mis años en la universidad. Me saltaba las últimas horas para rondar con mis compinches los bares de la zona. Nuestro preferido era un bar que aún está en un centro comercial y que es una especie de oasis en medio de los compradores habituales. Nos servían la primera ronda de cervezas y, a partir de ese momento, nos sumergíamos en un limbo en el que flotábamos apaciblemente. Salíamos con el crepúsculo en busca de las últimas cervezas en el cuarto de un amigo que vivía solo. Ahí retábamos, como cualquier joven, nuestra capacidad para llevar la borrachera en términos civilizados. De nada sirve la bebida si nos animalizamos. De nada sirve si injuriamos a Dios o pretendemos ser inmortales. Me atrevería a decir que la cerveza nos volvía más humildes y un poco más sabios. Escuchábamos música y pensábamos en el futuro. No éramos simples camaradas sino compañeros de travesía. Otro tipo de bebidas, como los aguardientes, te llevan de una dimensión a otra en sólo un parpadeo: son bestias que nos aturden con sus zarpazos y nos dejan, inermes, a la orilla del camino. El hombre siempre es derrotado y muestra sus miserias a sus congéneres. En cambio, la cerveza te impone un ritmo lento y la necesidad de tener un contacto constante con tu vaso. Somos como niños en búsqueda del pecho materno: en el acto reiterado reestablecemos la conexión con nuestro origen y por eso sorbemos una y otra vez nuestras cervezas.
Beber no es una actividad que tenga objetivos claros. En una sociedad planificada hasta el hartazgo, beber cerveza es apostar por el azar y por las imprevisibles ramificaciones que nacen una vez que se destapa la primera botella. Es una manera de pasar el tiempo o, como refiere la escritora Marguerite Duras, de estar en un lugar inalcanzable y retirado del mundo. Cuando bebía con mis amigos sentía, precisamente, que estábamos más allá de las preocupaciones terrenales y que el tiempo era un prójimo y no un enemigo. A esto contribuía el bar: con pocas ventanas que dejaran pasar al sol, el ámbito era penumbroso. Sin tener la referencia de la luz, lejos del pulso matemático del día, nos volvíamos hombres prehistóricos, sobrevivientes en un búnker después de una guerra nuclear, esquimales en las noches blancas del ártico. Imaginaba varias posibilidades mientras seguían las rondas y una noche densa, pesada, se abría paso en la ciudad de Puebla.
Hay varias maneras de probar una cerveza. Primero hay que escoger el estilo adecuado. Una Indian Pale Ale –quizá mi estilo favorito– es ideal para días calurosos y brillantes. El color ámbar de una buena IPA y, sobre todo, su amargor, despiertan los sentidos y los aleja de la molicie del verano. Por el contrario, una Stout –hecha de maltas oscuras que le dan un toque a café o chocolate– es ideal para días nublados. Beber una Stout o una Porter es hermanarte con los estibadores de los muelles ingleses. Después de la jornada laboral, los trabajadores se reúnen en bares que son, de muchas maneras, segundos hogares. El tabernero es el padre amoroso de una comunidad en continua metamorfosis. El cronista Joseph Mitchell describe en La fabulosa taberna de McSorley la vida solidaria de los bares a inicios del siglo XX. La cerveza, por supuesto, tenía un papel central por su precio accesible. Oficinistas, burócratas, trabajadores y gente variopinta del Nueva York de aquella época oficiaban en sitios como el de McSorley. Ahí corrían las noticias y chismes del momento. Ahí tenían lugar reconciliaciones y grandes ideas que, al siguiente día, se revelaban como meras utopías. El motor de todo esto, la llama que iniciaba la combustión de la charla, era la cerveza. Una vez que la taberna se modernizó y cambió de dueños, Mitchell se desencantó. Quizás es una de las explicaciones de su larga sequía creativa hasta su muerte en 1996.
A veces me preguntan, ¿cómo se debe beber una cerveza? Más allá de la diversidad de vasos y copas, artefactos fundamentales para estar a la altura de un buen fermento, prefiero decirles esto: empieza por contemplar tu entorno y elimina de tu vista objetos superfluos: un auto mal estacionado o el latido de una mosca sobre un cenicero. Mueve la mano por la barra como buscando pelea y, después, empuña el vaso con seguridad. Busca en el brillo del líquido y en la victoria el recuerdo de dorados peces. Habrá un momento en el que tus ojos se encuentren con la transparencia del cristal y, quizás, rememores vagas formas femeninas. De inicio sentirás el estoque del amargor, como un aguijón que se clava lentamente en la lengua abarcándola entera. Cuando la cerveza llegue a tu cuerpo escucharás los ecos que deja: imagina una gruta, un viajero en una playa que te cuenta del tránsito del sol en el desierto y su historia te acompaña mientras te bebes su voz, la sal del mar y el oleaje que se agota y llegas de nuevo al fondo del cristal y respiras tranquilo, como después de una lánguida batalla.
*Imagen de Scott Henerson
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: June 28, 2021 at 9:10 pm