Historia mínima de nuestra ingobernabilidad democrática
Raudel Ávila Solís
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“Hay un México bronco” advertía Jesús Reyes Heroles, el legendario secretario de Gobernación, a quien quisiera escucharlo. El problema es que casi nunca oímos a quienes realmente saben de política, sino a quienes dicen lo que conecta con nuestros prejuicios. Durante años, he leído una interpretación de la transición democrática mexicana de acuerdo con la cual, la apertura política del país se produjo como resultado de una demanda masiva de la población por instituciones democráticas. Hay que darse una vuelta por cualquiera de nuestros pueblos y ciudades de provincia para percatarse que a la gente no podría importarle menos la democracia liberal. Su inquietud primordial, su preocupación número uno es siempre la misma: la inseguridad. En las calles, los caminos, los comercios y hasta en sus hogares, la democracia mexicana nunca logró traer al país el bien más elemental que le corresponde aportar a un sistema político: seguridad patrimonial y personal. Difícil pensar que ante una situación prácticamente de anarquía, la gente no concluyera que lo más conveniente era confiar su destino a un hombre fuerte. Después de todo, así sucedió en el porfiriato y en el priismo. A resultas de innumerables contiendas fratricidas y asaltos en todo el territorio nacional, en los años previos al ascenso de ambos sistemas políticos, la población se cansó y prefirió aceptar el gobierno de modelos autoritarios capaces de garantizar la paz. La diferencia es que el nuevo esquema autoritario de nuestro tiempo no ha logrado disminuir la violencia en absoluto.
La otra interpretación muy socorrida es que la transición democrática mexicana fue pacífica. Centenares de miles de asesinatos, desaparecidos, secuestrados en los años de la democracia y todavía hablamos de un cambio de sistema pacífico. Ahí está Crisis o Apocalipsis, el estremecedor libro de Javier Sicilia y Jacobo Dayán, donde documentan el horror de las últimas dos o tres décadas. La historia de la democracia mexicana es también el recuento de sus masacres y campos de exterminio. A veces, si uno quiere ser generoso con la interpretación liberal que califica la transición a la democracia mexicana de pacífica, piensa que se refiere a la ausencia de muertes de la elite política, pero tampoco eso es verdad. Elección tras elección, aumentó el número de candidatos asesinados.
Debería ser evidente entonces, que los arquitectos liberales de nuestra transición, sea en el plano intelectual o en la política práctica, fracasaron, si es que pensaron, en el diseño de un nuevo sistema de gobernabilidad para la democracia. Un ejemplo revelador de este fracaso fue el desmantelamiento operativo de la Secretaría de Gobernación, el equivalente mexicano a los ministerios del interior europeos. Ese desmantelamiento no consistió únicamente en el retiro de facultades de seguridad (en las leyes y en los hechos), sino en la designación de titulares escandalosamente poco calificados para el cargo del cual depende la integridad de los mexicanos y la paz en el territorio nacional. Figuras carentes de trayectoria política nacional, cuando no completamente desprovistos de personalidad, empaque y formación para el cargo más delicado del gabinete en el poder ejecutivo. La sucesión de mediocridades en SEGOB durante los años de la democracia no constituye la explicación completa de la ingobernabilidad mexicana, pero en definitiva es parte de la respuesta. Cierto que el sistema judicial contribuyó decisivamente a la impunidad, pero ¿cuándo en la historia de México hemos tenido un poder judicial profesional e independiente? Y, sin embargo, sí hemos tenido períodos de paz. De modo que claramente, ese factor no es el decisivo. La paz y gobernabilidad de México se ha tratado siempre de una combinación de factores políticos, sociales y policiales. En otras palabras, el área de competencia tradicional de la Secretaría de Gobernación.
SEGOB como factor de paz
En su novela Marco Aurelio y los límites del imperio, Pablo Montoya describe las elucubraciones del emperador romano sobre el ejercicio del poder. Hay dos capítulos particularmente fascinantes. Uno se titula “Los bárbaros” y el otro “La conversación”. En el primero, Marco Aurelio reflexiona sobre los enemigos de la gobernabilidad del imperio y los métodos del poder para lidiar con ellos. Uno puede estar de acuerdo o no con las opiniones del emperador en la novela, pero queda claro que como gobernante tiene claramente definidas las amenazas a la seguridad y la paz del territorio que gobierna. No solamente definidas en términos teóricos, sino también identificadas y analizadas para saber cómo actuar contra ellas en ejercicio del poder en su ámbito más violento. Incluso explica cómo pasar los bárbaros al campo de alianzas de los romanos. En el capítulo “La conversación”, la novela reproduce una plática ficticia de Marco Aurelio y su amigo Livio Tertulo. Ahí, ambos personajes en los últimos años de sus vidas, discuten sobre los ideales y lecturas filosóficas de su juventud. Livio Tertulo le reprocha a Marco Aurelio que no logró vivir a la altura de los ideales de los grandes filósofos que solían leer. Marco Aurelio, por su parte, intenta explicar a su amigo, enfermo de gravedad, las realidades del poder y la diferencia abismal que media entre los pensadores con sus teorías y los problemas prácticos a los cuales debe hacer frente un gobernante. Evidentemente, Marco Aurelio no logra convencer a su amigo el intelectual, empeñado hasta el final de su vida en que la realidad se ajuste a sus teorías e ideales.
Esa necesidad de considerar el aspecto más oscuro y práctico del poder es lo que escapó al diseño de nuestra transición, que no supo identificar anticipadamente las amenazas a la gobernabilidad del nuevo sistema político. No disponemos de un libro de historia accesible que documente el funcionamiento de la Secretaría de Gobernación durante el siglo XX. Es parte del mito académico de la presidencia omnímoda, la subestimación institucional de SEGOB y otros elementos del poder en México. De ahí que uno tenga que recurrir a la historia oral para conocer el sistema político mexicano del siglo XX, pues únicamente ciertos políticos que trabajaron en sus entrañas conocieron cómo funcionaba en la realidad. Es la frase atribuida a Cosío Villegas “en México, quienes saben de política no escriben. Y quienes escriben de política no saben.” Esto último deja muy mal parado al autor de este texto, pero procuraré registrar un poco de lo que aprendí conversando con políticos que trabajaron en SEGOB.
La liga entre estatura política (no confundir con estatura moral) de los secretarios y estabilidad del país era indisoluble, y en su mayor parte los titulares de Gobernación venían de hacer carrera en la propia secretaría. Por eso conocían los túneles y lo que algunos llamaban “los sótanos” del sistema. Una tradición de saber práctico que se construía poco a poco en las escaleras de una burocracia muy demandante. Los servidores públicos de la Secretaría de Gobernación en su etapa clásica tenían una mística diferente del resto de la administración pública. Callados, discretos, elegantes, puntuales, dados a la intriga y conocedores de los entresijos más sucios, pero también los más aleccionadores de la política mexicana. Conocieron como pocos la parte más oscura del país (el México bronco de Reyes Heroles) y, por lo mismo, apreciaron mejor la parte luminosa. Nunca se les oía idealizar ni satanizar la política o al país, sino que procuraban entenderlos.
Quien inauguró esta tradición fue nada menos que el mismísimo General Plutarco Elías Calles. El General Calles, primero como titular de SEGOB y luego como Presidente de la República, convirtió la institución en un instrumento temible del poder, pues poderoso que no es temido, no es realmente poderoso. A Calles se le acusó de reprimir, de asesinar, y al mismo tiempo, se le reconocía su capacidad de garantizar la paz como un negociador infatigable. Lo mismo se ocupaba de la organización del sistema penitenciario, que de las relaciones con el clero, a veces con la Embajada de Estados Unidos en México y otras tantas, con los actores políticos nacionales. Desde SEGOB, Calles ejerció el espionaje para evitar brotes de violencia, pero también construía diálogo político de alto nivel. Con el tiempo, desde el Palacio de Cobián (sede de la secretaría) se vigilaron las marchas y manifestaciones, las actividades subversivas de la guerrilla y las investigaciones del periodismo. Desde ahí también se ejercitaba presión política para disuadir a los expresidentes de participar activamente en un sexenio que no fuera el suyo. SEGOB se convirtió en la escuela política por excelencia, la preparatoria de presidentes, donde se familiarizaban con los factores de gobernabilidad del país.
Por Gobernación pasaron intelectuales modernizadores de la talla de don Jesús Reyes Heroles y políticos tan sabios y diestros como Adolfo Ruíz Cortines o Enrique Olivares Santana. Por ahí pasaron figuras carismáticas como Miguel Alemán Valdés, dandis como Mario Moya Palencia o personajes irascibles que imponían su autoridad por la fuerza como Gustavo Díaz Ordaz. Todos ellos inspiraban simultáneamente respeto y temor. La frase que se popularizó para describir al funcionario de Gobernación, inspirada en don Fernando Gutiérrez Barrios, es la de puño de hierro, guante de terciopelo. SEGOB era la piedra angular de la política y la gobernabilidad del país. ¿Cuándo y cómo dejó de serlo? Respuesta tentativa: cuando perdió su protagonismo político, cuando le retiraron sus facultades legales para la seguridad pública y cuando los servicios de inteligencia empezaron a fallar.
Servicios de inteligencia y secretarios mediocres
Estamos tan acostumbrados a verlo en sus adaptaciones cinematográficas, que tendemos a olvidar al James Bond de los libros. En su primera aparición, en la novela Casino Royale, Ian Fleming describe a Bond con tres palabras “frío, indiferente, brutal.” Son los rasgos distintivos de un agente de inteligencia, vale decir, de un espía. Y es que en esa novela vemos a James Bond torturado por el perverso apostador Le Chiffre. Cuando digo torturado es desollado cerca de sus partes íntimas, hasta que lo rescata otro asesino para arrancarle la piel de las manos de modo que todos sepan que Bond es un espía. Son dos o tres capítulos del libro en los cuales se describe una violencia desmedida entre los espías de la Unión Soviética y un agente gubernamental británico. Su choque no es agradable ni bonito, pero, dentro de todo, es más o menos legal. Lo mismo Bond que sus antagonistas tienen “licencia para matar”, y posiblemente para torturar, expresada institucionalmente por el doble 00 antes del número 7 que identifica al espía británico. Pienso en la famosa expresión de Weber “el estado es el monopolio legítimo de la violencia” y creo que pocos episodios lo han evidenciado tan bien en la literatura como la primera aventura de James Bond. Bond declara, en algún momento, que, si la situación cambiara, él haría lo mismo que le hicieron o incluso cosas peores a sus enemigos. Se trata de proteger la seguridad nacional de sus respectivos países, y por lo visto, todos los métodos son válidos.
Esta parte de las actividades del Estado es la que escandaliza al liberalismo, y con razón. La conciencia humanitaria del liberalismo creó la agenda de derechos humanos frente a los excesos de las dictaduras totalitarias (comunistas y nazis), pero también es lo que hace que los intelectuales liberales se desentiendan de la parte fea del gobierno: la seguridad. Me parece que la transición mexicana se ocupó del componente político de la democratización, pero no del componente policíaco. No era obligación de los intelectuales ciertamente, pero no hubiera estado mal que lo abordaran. Creo que suponían que los equilibrios con los cuales el PRI sostenía la seguridad del país se mantendrían inquebrantables en la democracia. Desde luego, no fue así. Había que repensar todo el modelo de seguridad pública y seguridad nacional, y aunque hubo quienes se ocuparon de eso como Adolfo Aguilar Zínzer, no parecía una de las prioridades de la transición. Por la razón que fuera, se dejó al garete la reforma profunda de los servicios de inteligencia que fracasaron una y otra vez en los años de la democracia. Un ejemplo de ello, las andanzas del Chapo Guzmán.
Al primer secretario de Gobernación de la democracia (Santiago Creel) y al penúltimo de los años democráticos (Miguel Ángel Osorio Chong) se les fugó de un penal de “máxima seguridad” el narcotraficante Joaquín Guzmán Loera. Primero, la expresión “penal de máxima seguridad” quedó en ridículo, pero más grave que eso, quedó claro que Gobernación no controlaba el sistema penitenciario mexicano. Segundo, el criminal huyó mediante artimañas cuidadosamente planeadas durante meses y en el caso de la segunda fuga fue todavía más escandalosa, pues nadie se percató de que el Chapo construyó un túnel. Ninguno de estos planes fue detectado a tiempo por los servicios de inteligencia. Tercero, la corrupción e infiltración del aparato de seguridad por la delincuencia organizada se hizo patente, en tanto no es posible fugarse de una prisión de ese calibre sin apoyos internos. Finalmente, el hecho de que el narcotraficante se fugara en dos ocasiones me recuerda aquella frase de Oscar Wilde “To lose one parent Mr. Worthing may be regarded as a misfortune, to lose both looks like carelessness” (perder a uno de sus padres, señor Worthing, puede considerarse una desgracia, pero perder ambos ya parece un descuido). Y sí, para que esto sucediera por partida doble, quiere decir que el Estado mexicano en su conjunto no tomó ninguna medida preventiva ante la primera fuga. Descuido es una palabra muy suave para describir la ineficacia e incompetencia del aparato de inteligencia mexicano.
No solamente eso, la danza de secretarios de gobernación en los años de la transición y de la democracia mexicana es reveladora del desaseo en la conducción institucional de SEGOB. El presidente Zedillo tuvo cuatro titulares de SEGOB. Vicente Fox tuvo dos, Felipe Calderón cuatro y Enrique Peña Nieto dos. Un total de doce secretarios de gobernación en 24 años. Esto es, aproximadamente un secretario nuevo cada dos años. Descontando 6 o 7 meses de curva de aprendizaje, ¿De verdad alguien puede asumir plenamente la responsabilidad y el conocimiento de semejante tarea en 2 años? Si a eso le sumamos que, a partir del foxismo, ninguno de los secretarios tenía experiencia previa en la burocracia de SEGOB, el resultado es muy predecible. El amateurismo como política de estado. ¿Qué tanto control y confianza tenían mutuamente los servicios de inteligencia civiles y los titulares de SEGOB? Es de suponer que no mucho. El primer gobierno considerado plenamente democrático, el de Vicente Fox, concluyó su período con un estado de la federación completamente tomado por un grupo de manifestantes conocido como la APPO (Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca). Esto quiere decir que la República Mexicana empezó a perder el control territorial. Quien no vea la liga entre torpeza política e inseguridad pública no está poniendo atención.
La operación política también quedó a deber sensiblemente. Desde la presidencia de Zedillo hasta la de Calderón, los tres presidentes se quejaron de que la oposición no les aprobaba reformas indispensables en el poder legislativo. Se impuso la narrativa de que las oposiciones eran obstruccionistas. Es posible que hubiera algo de verdad en esto. No obstante, parece más bien que los titulares de SEGOB, responsables institucionales de la relación con los actores políticos nacionales, fueron políticamente muy limitados en sus capacidades negociadoras. Tanto es así, que tan luego regresó el PRI a la Presidencia de la República en 2012, logró la aprobación de 13 reformas constitucionales en un año. Mediante la hoy vilipendiada plataforma del Pacto por México, el gobierno priista aglutinó a todos los partidos políticos en una ambiciosa agenda negociadora que el Congreso de la Unión aprobó con velocidad récord. Lo que el PAN no pudo lograr en 12 años, el PRI lo consiguió en 12 meses. Queda registrado para la historia, aunque ninguno de esos dos partidos tenga ya la menor relevancia política en la actualidad.
El otro actor político con el cual SEGOB tuvo una interlocución tremendamente accidentada en la etapa democrática fueron los gobernadores. En los años del autoritarismo priista, cuando un gobernador no daba el ancho, los secretarios de gobernación le obligaban a renunciar. Cierto que no era ni muy legal ni muy democrático, pero procuraba cierta estabilidad. En la palabra está la definición del empleo: el gobernador tiene la tarea de garantizar la gobernabilidad en su estado. Si no puede cumplir con eso, fuera. Ya con Ernesto Zedillo se produjo el penosísimo incidente sin precedente de que el gobierno no logró hacer renunciar a Roberto Madrazo por diversos escándalos, evidenciando que el gobernador de un estado tan pequeño como Tabasco podía derrotar a la Presidencia de la República. ¿Qué señal mandó eso? La federación sometida a los cacicazgos locales. Ya en el sexenio de Vicente Fox, esta tendencia se volvió hábito.
En el gobierno foxista se desmanteló SEGOB para separar las cuestiones de seguridad de las cuestiones políticas, con una inspiración demagógica francamente nociva. La primera administración panista le mandó avisar a los gobernadores que SEGOB ya no provocaría la destitución de ninguno de ellos, renunciando estúpidamente a su capacidad de ejercer presión política sin construir mecanismos alternativos de poder. En respuesta, los gobernadores crearon un organismo abiertamente ilegal conocido como la Conferencia Nacional de Gobernadores. Con ese instrumento humillaron un día sí y otro también al poder ejecutivo. Desde entonces, el país caminó al borde de la anarquía. Los gobernadores se convirtieron en virreyes que hacían lo que querían con el presupuesto de sus respectivas entidades. La corrupción y la inseguridad se apropiaron de los estados. De nuevo, la liga entre seguridad y política es innegable. Empezaron a multiplicarse las notas más sangrientas y distintivas del México contemporáneo: las masacres.
Las masacres como distintivo de la democracia mexicana
En el sexenio del Presidente Zedillo se produjeron las inenarrables masacres de Aguas Blancas (28 de junio 1995) y Acteal (22 de diciembre de 1997), evidenciando la liga entre la inoperatividad de SEGOB que, como ya dijimos, tuvo cuatro titulares en ese período, y la pérdida de seguridad en el territorio mexicano. Era el augurio aterrador de lo que vendría en los años de la democracia. Si bien durante el gobierno de Vicente Fox no se tiene registro de ninguna masacre, sí se produjo el monstruoso linchamiento de Tláhuac (23 de noviembre de 2004) donde, una vez más, fallaron los servicios de inteligencia de SEGOB.
A partir del sexenio de Calderón, las masacres se volvieron noticia demasiado frecuente. Hoy sabemos, además, que el secretario de seguridad pública de ese gobierno estaba coludido con el narcotráfico y actualmente purga una condena en una prisión estadounidense. Ofrezco una lista quizá no exhaustiva, pero sí representativa. Desde que un grupo de narcotraficantes arrojó dos granadas de fragmentación durante la celebración oficial del grito de independencia en Morelia, Michoacán (15 de septiembre de 2008), donde murieron 8 personas y más de 100 resultaron heridas, el sexenio inauguró una sucesión de incidentes sangrientos en todos los gobiernos que le siguieron. Enumero lo que encontré en Google en una búsqueda muy rápida:
1. Creel, Chihuahua (16 de agosto 2008): 13 asesinados.
2. Torreón, Coahuila (8 de julio de 2010): 17 asesinados.
3. San Fernando, Tamaulipas (22-23 de agosto de 2010): 72 migrantes ejecutados.
4. Chihuahua, Chihuahua (11 de junio 2010): 19 pacientes de un centro de rehabilitación asesinados.
5. Acapulco, Guerrero (24 de junio de 2010): 18 turistas asesinados.
6. Veracruz, Veracruz (6 de agosto de 2011): 32 asesinados.
7. Monterrey, Nuevo León (25 de agosto de 2011): 52 asesinados en el incendio provocado de un casino.
8. Veracruz, Veracruz (20 de septiembre de 2011): 32 cadáveres arrojados de unas camionetas.
9. Culiacán, Sinaloa (23 de noviembre de 2011): 17 cuerpos calcinados.
10. San Fernando, Tamaulipas (6 de abril de 2011): 193 cadáveres en fosas clandestinas.
Posteriormente, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto se produjeron otras tantas matanzas, subrayando que la descomposición institucional era tal, que los servicios de inteligencia no podían frenar el flujo de masacres.
1. Ciudad Juárez, Chihuahua (17 de noviembre de 2013): 8 asesinados.
2. Tlatlaya, Estado de México (30 de junio de 2014): 22 asesinados.
3. Iguala, Guerrero (26 de septiembre al 5 de octubre de 2014): 43 asesinados.
4. Apatzingán, Michoacán (5 de enero de 2015): 16 asesinados.
5. Ocotlán, Jalisco (19 de marzo 2015): 11 asesinados.
6. San Sebastián del Oeste (6 de abril de 2015): 15 asesinados.
7. Tanhuato, Michoacán (22 de mayo de 2015): 22 asesinados.
8. Topo Chico, Nuevo León (10-11 de febrero de 2016): 49 asesinados en un motín en un penal.
9. Nochixtlán, Oaxaca (19 de junio de 2016): 8 muertos.
Ésta es la etapa democrática de México que los politólogos e historiadores han calificado, por razones que desconozco, de pacífica.
Conclusiones: en busca de un México democrático y seguro
No soy especialista en seguridad (pública o nacional) ni me jacto de serlo. Soy un simple observador que puede constatar con elementos tan simples como los aquí descritos, que los años de la llamada democracia mexicana constituyeron un fracaso total en esa materia. Me parece que el fracaso viene del diseño mismo de la transición, que no se preocupó por planear o ejecutar adecuadamente la reconfiguración del sistema de seguridad mexicano. Creo también, como he dicho ya, que esta inseguridad rampante en todo el territorio nacional y su subestimación por la elite capitalina, explica mucho del éxito político obradorista. Considero que a semejanza de los años previos al porfiriato o a la consolidación del sistema priista, la población mexicana estuvo dispuesta a intercambiar libertades políticas por el restablecimiento del orden público y seguridad para sus familias. Ciertamente, el obradorismo no ha cumplido la promesa de seguridad. Es muy posible, incluso, que durante el sexenio de AMLO haya empeorado la situación. No obstante, resulta indispensable comprender cómo llegamos a donde estamos. La idealización del período democrático mexicano por parte de las elites intelectuales no toma en cuenta el sufrimiento y temor de las poblaciones en todo lo largo y ancho del país.
A propósito de estos temas he tenido múltiples discusiones con varios amigos liberales. A todos les escandaliza la supuesta idealización que yo hago de SEGOB. No hay tal. Señalo, simplemente, que el sistema político autoritario construyó un mecanismo institucional de mediación política y de seguridad desde la burocracia de Gobernación. No hubo nada semejante en la transición. Por las razones que fueran, ni se inventó una propuesta completa y novedosa, ni se reformó el andamiaje existente. Se me dirá que Calderón creó la Policía Federal. ¿Alguien considera de verdad que eso era suficiente? Más aún, al momento de crear esa institución, el problema ya había estallado. Está claro que antes de cambiar de sistema político en México, no hubo una evaluación adecuada de los requerimientos de seguridad de un sistema democrático.
Todas las democracias occidentales, así llamadas avanzadas, disponen de aparatos de seguridad muy sofisticados. Por eso me permití citar las novelas de James Bond, para referirme a los muy profesionales (y envidiables) servicios de inteligencia británicos. En México, durante los años del período analizado, mencioné más de 20 masacres. En un país civilizado, una o dos de esas masacres hubieran bastado para derribar gobiernos inmediatamente. Aquí, la mayor parte de esas experiencias sanguinarias se mantienen impunes. ¿Dónde quedó pues, el aparato judicial presuntamente independiente del México democrático? ¿Cuándo se reformaron las fiscalías, como ahora se demanda con insistencia?
En 2023 se publicó en Estados Unidos G-MAN: J. Edgar Hoover and The Making of The American Century, una espléndida biografía, galardonada con el Premio Pulitzer, del primer director del FBI en Estados Unidos. Su autora, Beverly Cage, profesora de historia en la Universidad de Yale, escribió “la imagen popular de Hoover pareciera sugerir que el ejercicio del poder es una tarea fácil… la verdad es que el poder no llega, ni se llega al poder. Tiene que ser creado política pública tras política pública, ley tras ley, y cada paso es más difícil que el anterior.” Esto es lo que no asimilaron los arquitectos de nuestra democracia, aquello para lo cual no se prepararon ni intelectual ni políticamente y ahí reside una de las razones de su fracaso. El liberalismo tiende a subestimar la política y a desconfiar del poder, pero si algún día aparece una nueva generación de reformadores y demócratas mexicanos, tendrán que prepararse para las realidades oscuras de todo ejercicio gubernamental. Esas de las que nadie quiere hablar, pero que son las constructoras de seguridad en las democracias avanzadas y le permiten a sus ciudadanos dormir tranquilos cada noche. Sus responsables son los servidores públicos más importantes de cualquier estado, pues son los garantes de su tarea principal. Don Jesús Reyes Heroles solía decir que “la Secretaría de Gobernación no se ve ni se oye. Nomás se siente.” Eso es lo que debemos aspirar a construir para el México del futuro, solo que ahora en clave democrática. A esos hipotéticos demócratas del futuro les dedico este ensayo.
Posted: July 31, 2025 at 8:20 pm
Raudel Ávila Solís. Licenciado en Relaciones Internacionales por el Colegio de México y maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Essex, Inglaterra. Es articulista en El Universal. X-Twitter: @avila_raudel







Excelent!
Excelente Visualización de lo que La Segob Significaba Para La Seguridad
En México a veces No Muy Legal pero Efectiva y al quitarle Poder
No Se Creo o si se Creo No Se Tuvo
Otro Organismo Efectivo que la Remplazara Saludos