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La lengua selvática: Gabriela Cabezón Cámara

La lengua selvática: Gabriela Cabezón Cámara

Alfredo Núñez Lanz

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Todavía se escriben novelas que nos obligan a afinar el oído, a poner el cuerpo en la lectura y detenernos en sus tonos, matices e inflexiones, como quien escucha el eco de una voz antigua. Leer de este modo, en medio de una cultura de la inmediatez, roza lo milagroso: vivimos justos de tiempo, entregados a la ansiedad de las numerosas exigencias que nos empujan a ser perpetuos multitasking, siempre apagando incendios, como si la vida exigiera una app integrada a nuestro sistema, con actualizaciones automáticas. Leer como quien degusta un buen vino parece cada vez más un acto de rebeldía.

La novela con la que Gabriela Cabezón Cámara ganó el año pasado el Premio Internacional Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por la fil de Guadalajara, es una rara avis que exige ser apreciada por su plumaje insólito. Hija del matrimonio imposible entre el Siglo de Oro español y el guaraní, adornada con el latín de las monjas, el jadeo de las fieras, las preguntas inocentes de dos niñas y los frutos extravagantes de la selva, la prosa de Las niñas del naranjel (Random House, 2023) se retuerce y arde para crear el espejismo de un documento apócrifo, rescatado de un tiempo remoto. No es una novela de época: es una invitación a imaginar lo que nunca fue contado. Y coloca en el centro a una criatura herida y feroz: Catalina de Erauso, la Monja Alférez, que escapa del convento no para vestirse de hombre, sino para escribir una herejía.

Catalina de Erauso existió, y eso ya parece ficción. Nacida en San Sebastián a fines del siglo xvi, fue criada en un convento hasta que, a los quince años, escapó disfrazada de hombre. Adoptó el pseudónimo de Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, se embarcó hacia América y participó en diversas campañas militares durante la conquista del Virreinato del Perú. Mató, huyó, volvió a alistarse. Sedujo mujeres, fue encarcelada varias veces y acabó confesando su identidad biológica sólo cuando ya era una celebridad. El propio Papa le otorgó un permiso para vestir de hombre el resto de su vida. ¿Cómo no retomar su mito? Gabriela Cabezón Cámara recoge la fascinación que desde el siglo xvii ha generado esta figura ambigua –militar, fugitiva, lesbiana, mística, asesina, santo travestido o demonio andante– y la traslada a una dimensión narrativa donde el cuerpo no es biología sino destino, y el género, una máscara inestable. Pero en lugar de perpetuar el morbo o la caricatura, la autora se adentra en su confesión: la vuelve palabra fugitiva que no busca absolución sino libertad.

El mayor riesgo de una novela que se propone como crónica apócrifa del siglo xvii es su distancia con el lector contemporáneo. Podría sonar falsa o afectada, como esos textos que intentan imitar la prosodia antigua con empalago de erudito. Gabriela Cabezón Cámara evita la trampa: el lenguaje de Las niñas del naranjel está construido con precisión. Hay ecos del Siglo de Oro, con su ritmo verbal, su sintaxis plegada y sus arcaísmos sabrosos, pero también hay brotes de lengua viva: expresiones súbitas, cercanas, incluso chispazos de humor que rompen la solemnidad. La prosa se despliega como un tejido multilingüe donde el guaraní, el vasco, el latín e incluso la voz infantil o animal tienen un lugar legítimo. No es una reconstrucción lingüística, sino una invención exuberante, una lengua mestiza que se asume como tal: bastarda, híbrida, inquietante. En manos de otra escritora, esta alquimia verbal habría caído en parodia; aquí, en cambio, florece. El léxico no adorna: combate.

Lejos de cualquier devoción por la exactitud histórica, Cabezón Cámara apuesta por reescribir desde las fisuras. No pretende contar “lo que realmente pasó”, sino lo que pudo haber sucedido en los márgenes de los relatos biográficos. En lugar de glorificar las hazañas de la Monja Alférez –que la historia patriarcal convirtió en un símbolo de transgresión útil al imperio–, Las niñas del naranjel propone una lectura más compleja y desobediente de su figura. Como han señalado Mabel Moraña y Susan Kirkpatrick, la historiografía oficial canonizó a Catalina de Erauso, la convirtió en un ícono de valentía y heroísmo, destacando su capacidad de mando y combate, siempre que lo hiciera al servicio de la Corona española. Su travestismo, lejos de ser leído como una forma de resistencia radical, fue absorbido como una rareza provechosa para el proyecto imperial. La novela de Gabriela Cabezón Cámara, en cambio, la rescata de ese destino de gloria domesticada para devolverle su ambigüedad, su furia, su deseo, y para imaginarla no como una heroína al servicio del imperio, sino como alguien que elude toda obediencia.

Aquí no existe un destino heroico ni redención católica: hay deseo, culpa, sangre, animales que hablan, niñas que intuyen, selvas que piensan. El mundo colonial aparece trastocado, y no por un gesto de rebeldía fácil, sino por la necesidad de imaginar una historia donde los cuerpos no obedezcan leyes sino pasiones, y donde la selva no sea el escenario de la conquista, sino su contraescena mística, para devolverle su potencia fabuladora. Tal es el puente que Cabezón Cámara construye entre el pasado y nuestro presente ávido de historias que dan visibilidad y voz a minorías sexuales antes oprimidas hasta el ostracismo. El lector actual –al fin– es más receptivo.

El personaje de Catalina/Antonio está configurado con inteligencia desde la tradición picaresca: fue arriero, tendero, grumete, paje y soldado; robó, mintió y cometió crímenes para sobrevivir. Pero a diferencia del pícaro clásico, no viene de la intemperie absoluta: su infancia, aunque marcada por la represión del convento, estuvo arropada por el afecto de una tía que la cuidó con ternura casi maternal. Ese vínculo es el que sostiene la escritura de la novela: una larga carta dirigida a esa mujer que, sin saberlo, le formó el carácter.

La falsa epístola, interrumpida constantemente por las preguntas, risas y ocurrencias de las niñas que la acompañan, se vuelve una confesión deliciosa por su nostalgia y lirismo, a veces delirante. En ella se desgranan veinticinco años de aventuras, desde la huida del claustro hasta el presente narrativo situado en una selva donde Antonio vuelve a ser prófugo, esta vez condenado a la horca por un delito que no cometió. Pero ya no está solo. A su alrededor, como una suerte de manada amorosa, se ha formado una comunidad: niñas, animales, árboles, insectos. Una familia hecha de rescates y carencias compartidas. Los monitos proveen frutos, la leche de una yegua alimenta a las niñas famélicas, y en esa precariedad se ensaya otra forma de pertenencia. Si Antonio ya no quiere redimirse, al menos quiere ser leído.

Uno de los aciertos de la novela es la manera en que concibe la identidad, no como una esencia fija, sino como un proceso vegetal, cambiante, abierto al tiempo. Antonio no es uno solo, sino muchos: niña, fugitiva, soldado, padre improvisado, escritor. Lo confiesa con una belleza que estremece:

Así pasóme a mí mismo, como a la nuez: estaba todo yo mismo en mí misma del mismo modo que el árbol nuevo está en el fruto del árbol viejo. Así me creció el deseo de fuga, el de andar por el mundo, una raicita que se fue haciendo tallo y ramitas y hojas y copa redonda, igual que me crecieron las piernas y los pelos y, ay, los pechos.

Lo que aquí se narra no es sólo una vida insólita: es el despliegue de una existencia que se sabe contradictoria, en constante metamorfosis. La estructura de Las niñas del naranjel es también una forma de insumisión. Fragmentaria pero rítmica, avanza por escenas breves que se encadenan como estampas donde entran distintas voces: la de Catalina, la de las niñas que la acompañan, la del entorno natural que murmura y observa. No hay progresión lineal hacia un clímax, sino una deriva que simula el propio vagar del personaje: la huida del convento, el encuentro con la selva, los episodios de deseo y culpa, las violencias que acechan. Este modo de narrar –a retazos, con respiración interna, como si cada segmento condensara un pequeño salmo herético– impide la lectura apurada. Obliga a entrar en otro ritmo, más contemplativo, más sensorial, donde cada escena deja un eco. Si hay una arquitectura en esta novela, no es la del relato cerrado, sino la de una constelación: una forma poética –y política– de habitar la historia.

as niñas del naranjel no busca reconciliación ni moraleja. Es un canto insurrecto, a veces dulzón, otras violento. En sus páginas no se domestica la lengua, ni el cuerpo, ni la historia. Todo germina fuera de lugar, como en la selva, la coprotagonista de esta novela. Y quizá por eso, en tiempos que vuelven a entronizar el castigo, la obediencia y la pureza, leer es una forma de herejía luminosa. Y ésta es una lectura que, como la nuez, lleva dentro un árbol entero.

 

Foto de Caio Arbulu en Unsplash

Alfredo Núñez LanzCofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz

 

 

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Posted: May 20, 2025 at 8:48 pm

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