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Monetarismo versus keynesianismo  ¿Cómo llegamos a ser neoliberales?

Monetarismo versus keynesianismo ¿Cómo llegamos a ser neoliberales?

Michael W. Clune

Traducción al español de David Medina Portillo 

Al inicio de los años setenta los gobiernos occidentales, el mundo académico y los medios de comunicación entendían las relaciones entre el Estado y el mercado con base en el consenso liberal vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Durante lo que se llamó la “edad de oro del capitalismo”, el gobierno, el capital y el trabajo habían llegado al difícil acuerdo de que los mercados producen la ruina social si se les deja a su libre albedrío. Se necesita del Estado para mitigar la desigualdad, la prestación de servicios básicos y –a través de una combinación de medidas monetarias y fiscales– equilibrar los ciclos de prosperidad y crisis del capitalismo. Sin embargo, a principios de los ochenta todo cambió: los gobiernos británico y estadounidense, unidos por grandes segmentos de los medios de comunicación e intelectuales, sostenían que el Estado era la raíz del mal social y que –en contraste– los mercados en libertad podían hacer casi todo mejor que los gobiernos. Las crisis económicas del pasado fueron el resultado de esta intromisión estatal.

Tal punto de vista corresponde al llamado “neoliberalismo”, un término utilizado por primera vez por los economistas y filósofos continentales y británicos de entreguerras para describir la doctrina económica que favorece la privatización, la desregulación y un mercado sin restricciones por encima de las instituciones públicas y el gobierno. Dichos filósofos se vieron a sí mismos como defensores de los valores del liberalismo clásico en un siglo XX amenazado por el poder irrestricto del Estado –amenaza suficientemente ilustrada por las sociedades totalitarias de la Alemania nazi y la Rusia estalinista. Escritores como Ludwig von Mises y Karl Popper pusieron sus esperanzas en el liberalismo de J.S. Mill y Adam Smith. Compartieron con ellos su escepticismo sobre la capacidad de la razón humana para diseñar órdenes sociales éticos y funcionales, comprometiéndose con procesos de “liberalización” o apertura para propiciar el conocimiento y la distribución de la riqueza.

El significado del prefijo ha suscitado un gran debate. Para los pensadores de izquierda “neo” señala un liberalismo mutilado de los rasgos que hicieron al liberalismo clásico plausible y eficaz. Recientes estudios sobre Adam Smith, por ejemplo, destacan el grado en que pensadores neoliberales como F.A. Hayek celebran la auto-regulación de los mercados expuesta en La riqueza de las naciones, relegando el argumento de Smith en la Teoría de los sentimientos morales sobre la importancia de los valores no mercantiles para el sustento del orden social. En efecto, la perspectiva de un mundo organizado casi en su totalidad por relaciones de mercado aparta drásticamente al neoliberalismo de la tradición liberal clásica, la que promovió el capitalismo integrado a las instituciones de la sociedad civil junto con normas de comunicación civilizada y una regulación estatal de la economía.

Hay dos relatos populares de cómo esta filosofía del libre mercado y gobierno mínimo llegó a determinar las políticas económicas de Estados Unidos e Inglaterra. Para la derecha, incluyendo a los herederos y acólitos de Milton Friedman, los fracasos tanto del socialismo de Estado como del Estado benefactor keynesiano propiciaron el inevitable triunfo de las políticas neoliberales. Para la izquierda, incluyendo figuras como el marxista David Harvey y la activista Naomi Klein, las políticas neoliberales fueron la expresión de los intereses del capital, que infiltraron al gobierno de manera sistemática con el propósito de revertir las regulaciones de posguerra.

En Masters of the Universe: Hayek, Friedman, and the Birth of Neoliberal Politics, el historiador económico Daniel Stedman Jones argumenta persuasivamente que ambos relatos están equivocados. Si el neoliberalismo ganó no se debió a errores del Estado de bienestar ni a un “plan maestro” impulsado por los agentes del capital. La historia que Stedman Jones refiere es mucho más matizada. Muestra que el ascenso del neoliberalismo fue el resultado de una serie de movimientos más o menos ad hoc por parte de políticos y activistas, figuras de medios de comunicación y economistas, en respuesta a un conjunto de crisis políticas y económicas iniciadas en la década de los setenta. La imagen del enfrentamiento dramático entre neoliberales y defensores del consenso centro-izquierda de posguerra es un artilugio de propaganda retrospectiva de la derecha –y que la izquierda parece haber aceptado en sus aspectos básicos.

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Las líneas principales de la narrativa de Stedman Jones son las siguientes: La aparición de la estanflación en la década de 1970 y la aparente incapacidad por parte de la sabiduría económica convencional para explicar o mitigar la misma, volvió a los gobiernos de izquierda en los EE. UU. y el Reino Unido muy receptivos a ciertos ajustes en las políticas técnicas para combatir la inflación, particularmente al ajuste conocido como “monetarismo”. Los monetaristas consideran que el control sobre la oferta monetaria debe ser el principal mecanismo de los gobiernos para moderar las fluctuaciones de la economía nacional, contrario a la opinión (derivada de John Maynard Keynes) según la cual la intervención monetaria como la fiscal podrían (y deberían) ser utilizadas para domar los ciclos económicos. Los patronos intelectuales de estas políticas monetaristas, Milton Friedman y sus fieles de la Heritage Foundation, el American Enterprise Institute y departamento de economía de la Universidad de Chicago, se inclinaron a creer también en el poder del libre mercado para organizar la sociedad de manera más eficiente que el Estado. Pero si el gobierno demócrata de Jimmy Carter y la administración laborista de James Callaghan aceptaron las políticas monetaristas y las pusieron en práctica, lo cierto es que ambos rechazaron la filosofía del libre mercado.

La aplicación de esta política monetarista contuvo la inflación, aunque no sin profundizar antes la recesión y –por lo mismo– contribuyendo a la caída de los demócratas y laboristas. Los gobiernos conservadores de Margaret Thatcher y Ronald Reagan que los sucedieron proclamaron que el libre mercado había salvado a EE.UU. y Gran Bretaña, de modo que su ideario debía ser implementado sistemáticamente para poner fin a los problemas económicos y sociales futuros. La historia de que el neoliberalismo emergió victorioso ante la incapacidad del keynesianismo para hacer frente a la estanflación ganó amplio consenso.

Contra este relato dominante (el monolítico mito del neoliberalismo en la izquierda y la derecha), Stedman Jones expone varios elementos conceptual e históricamente separados, los que coincidieron de modo “afortunado” en un momento particular de la historia:

A) Una red de intelectuales unidos por la creencia en el poder del libre mercado, en un principio concentrados en la Mont Pelerin Society de F.A. Hayek y, más tarde, ejerciendo su fuerza desde grupos de reflexión conservadores y think tanks libertarios así como desde los departamentos de economía en Chicago y Virginia.

B) Desarrollo del monetarismo de Milton Friedman como una política económica viable frente al reinante enfoque keynesiano.

C) Crisis económicas de la década de 1970, desde el colapso del acuerdo de Bretton Woods a las crisis del petróleo de la OPEP, lo que culminó con la inflación galopante y un alto desempleo.

Stedman Jones cita la afirmación de Friedman en el sentido de que “el papel principal de los pensadores […] es mantener las opciones abiertas, preservar las alternativas disponibles; así que cuando la fuerza bruta de los acontecimientos hace inevitable el cambio, habrá siempre una alternativa disponible.” Cuando la peor crisis económica de posguerra desacreditó la ortodoxia keynesiana, Friedman estaba listo y con una solución técnica atractiva. A su tiempo, una red transatlántica de intelectuales y periodistas –como Ed Fuelner de la Fundación Heritage, Samuel Brittan de The Financial Times y Peter Jay de la BBC– estuvo dispuesta a respaldar la distinción entre estas políticas no sólo en términos técnicos sino también como una opción de la época entre el Estado de bienestar y el libre mercado.

Antes que surgida de cualquier “plan maestro” fue, de hecho, una serie de opciones locales la que propició el avance neoliberal: frente a la implacable inflación, el nombramiento de Paul Volcker en 1979 como presidente de la Reserva Federal por parte de la administración Carter o la disposición reticente de los hayekianos para mantener una paz difícil con los conservadores sociales.

Stedman Jones remonta el ascenso del neoliberalismo a la decisión de los gobiernos de izquierda de adoptar la política monetarista. Su descripción de esta decisión es, quizás, el aspecto más destacado de su relato. Para entender cómo su argumento desafía lo que creemos saber del neoliberalismo tenemos que dar un paso atrás y buscar un enfoque más cercano.

Tanto en la izquierda como en la derecha las discusiones sobre el neoliberalismo padecen lo que Paul Krugman y otros han llamado ideas “zombie”. Se trata de conceptos económicos que han sido desacreditadas hace tiempo pero que continúan arrastrándose. Una idea zombie de la derecha es que la reducción de la regulación estatal conduce a un crecimiento económico sostenible. Si usted piensa así el triunfo del neoliberalismo le resultará una obviedad: no es más que una filosofía económica que sí funciona. Pero ¿por qué creer algo así? La tesis de que liberar los mercados conduce a tiempos de bonanza económica nunca debió sobrevivir a la Gran Depresión y sus secuelas.

Mientras tanto, una nueva generación de economistas de izquierda descubrieron que sus hermanos progresistas padecían su propia idea zombie. Mike Beggs, por ejemplo, ha dicho recientemente que la economía marxista que muchos de izquierda siguen encontrando atractiva es una anomalía fatal. Marx creía en la teoría del valor-trabajo, es decir, que el valor de una mercancía es equivalente al trabajo invertido en ella. Generaciones de pensadores marxistas han trabajado sobre esta base haciéndose de una imagen sobre el funcionamiento de la economía mundial. David Harvey, por ejemplo, ha recurrido a esta teoría para articular una explicación sofisticadísima del neoliberalismo como respuesta natural del capital a las condiciones cambiantes. Si alguien suscribe la teoría marxista de Harvey el auge del neoliberalismo es, de nuevo, una obviedad. Aunque como señala Beggs, el concepto subyacente a teorías como la de Harvey fue refutado hace ya más de un siglo y nadie ha realizado después una defensa persuasiva.

En cuanto advertimos que las explicaciones sobre el neoliberalismo son en realidad pensamientos zombies las interrogantes se vuelven realmente interesantes. ¿Cómo fue que los gobiernos del mundo occidental hicieron suya esta filosofía radical del libre mercado? La respuesta de Stedman Jones es que lo único que aceptaron fue el monetarismo. En efecto, la idea de que uno puede moderar los ciclos económicos controlando la oferta monetaria fue inventado por Milton Friedman, un neoliberal. Y casi todo el mundo de izquierda y derecha asocia el monetarismo con el compromiso neoliberal del libre mercado. Sin embargo, como argumenta Stedman Jones, se trata de cosas muy distintas y la historia ilustra esta diferencia.

El monetarismo es una política de Estado para manipular la economía. El libre mercado, por su parte, es la perspectiva de una economía sin control del gobierno. Comprender cómo un enfoque más bien técnico llegó a ser identificado con la pasión por el libre mercado abre una ventana totalmente nueva, útil en la transformación económica y política de nuestro tiempo. Comprender cómo esta identificación llegó a ser tan generalizada nos permite entender la longevidad de la mayor de las ideas zombie: la tendencia a culpar al Estado por todo lo que acontece en la economía.

La historia del monetarismo comienza con la forma en que la ortodoxia keynesiana llegó a dominar la política económica en las democracias angloparlantes. La lógica básica de esa ortodoxia nos resulta familiar. La Gran Depresión ilustró espectacularmente la tendencia del capitalismo a implosionar periódicamente, aunque el problema no era sólo que las crisis cíclicas parecían estar empeorando y que el desempleo resultante amenazaba la estabilidad social. Keynes sostenía incluso que no se podría confiar en las eventuales recuperaciones para emplear productivamente a la población. Advirtió una brecha fundamental entre los objetivos sociales y los resultados producidos por los mercados. Sin embargo, el gobierno podía superar esta brecha. En efecto, mediante el gasto del Estado y una política monetaria laxa se podía contrarrestar la disminución cíclica de la demanda y restaurar el pleno empleo. Entonces, si la economía amenaza con recalentarse podemos incrementar los impuestos y reforzar la oferta de moneda para controlar la inflación.

El gasto durante la gran guerra revirtió el problema del desempleo en los Estados Unidos y alimentó el prestigio de dicha estrategia. Una “elite tecnocrática” keynesiana se irguió para controlar las palancas de la política fiscal y monetaria con la esperanza de asegurar que el país no iba a sufrir una depresión devastadora más. Esta fe keynesiana en el poder del gobierno para resolver los problemas sociales se mezcló con objetivos liberales más amplios como invertir en la infraestructura de la nación, crear una red de seguridad en salud y combate de la pobreza, objetivos perseguidos por sucesivas administraciones demócratas y republicanas. Y pese a que ciertos anticomunistas y racistas virulentos protestaron cada vez más por estos programas sociales, a la hora de una política económica –según la famosa expresión de Nixon– todo mundo era keynesiano.

Pero los tecnócratas de la economía tenían un talón de Aquiles. Stedman Jones señala que aunque Keynes dudaba sobre si la gestión de la oferta y la demanda llegaría a constituirse en una ciencia exacta, sus herederos creyeron que los avances en el terreno estadístico les daban acceso a datos económicos muy precisos y oportunos, mismos que se podrían utilizar para lograr el punto óptimo en el nivel de desempleo e inflación. Sin embargo, los acontecimientos no tardaron en demostrar su arrogante confianza.

Milton Friedman, mientras tanto, había estado desarrollando un modo alternativo de control gubernamental de los mercados, uno con “objetivos mucho más modestos” y animado por el escepticismo sobre la capacidad de cualquier administración centralizada para recopilar información exacta y actualizada sobre una economía moderna ya muy compleja. Le dijo adiós a la idea de los tecnócratas keynesianos sobre la inflación más baja y el pleno empleo argumentando que el uso de instrumentos fiscales para incrementar la planta laboral siempre tendería a disparar la inflación. Era mejor, pensaba, restringir la política económica central a lo que sí sabía hacer: manejar la inflación controlando el suministro del dinero.

El arribo de la estanflación y la aparente incapacidad de la ortodoxia económica para abordarla desacreditó a los keynesianos y encumbró a los monetaristas. La política económica no parecía estar funcionando y, conforme avanzaba la década de 1970, la presión para realizar cambios se volvió irresistible. Los monetaristas ascendieron a posiciones políticas aunque ello no marcó la liquidación de centro-izquierda ante la fe neoliberal del libre mercado, según reclama la derecha. La idea de que aceptar el monetarismo significaba aceptar el libre mercado es resultado de una retrospectiva “fusión del monetarismo con un conjunto teóricamente independiente de argumentos sobre la supuesta superioridad de los mercados por encima de la intervención del gobierno en la economía”.

A primera vista, parece una extraña afirmación dado el carácter de Friedman como exponente del pensamiento de libre mercado y al hecho de que el monetarismo –comparado con el keynesianismo– representa un modo relativamente limitado de intervención económica gubernamental. ¿Optar por el monetarismo no es otra forma de elegir una mayor libertad para los mercados?

No obstante, como sostiene Stedman Jones, el monetarismo no es idéntico a la fe neoliberal en los mercados. No es un programa de laissez-faire –y tampoco lo pareció a los encargados de formular las políticas de la década de 1970. Más bien, es un programa gubernamental para controlar de la volatilidad económica. Frente a la estanflación, la elección entre el monetarismo y keynesianismo parecía menos una opción ideológica que la elección entre dos técnicas de intervención estatal.

El hecho de que en ese momento se podía percibir claramente la diferencia entre la política monetarista y la filosofía neoliberal queda ilustrada por la enérgica reacción de Hayek al plan de Friedman. Hayek abogaba por la abolición de la moneda de curso legal y, en consecuencia, por una creación “espontánea” conducida por el mercado de divisas privadas. En otra dirección, los gobiernos demócrata y laborista, con poco interés en la liberación de los mercados, podían adoptar soluciones monetaristas sin creer que admitían la quiebra del Estado de bienestar. La posterior interpretación ha sido estrictamente retrospectiva, según la afirmación de Stedman Jones. Y si acontecimientos como la crisis de los rehenes en Irán no hubieran incidido, argumenta, la historia de la capitulación liberal y sus fracasos nunca habrían servido para justificar la implementación de políticas genuinamente neoliberales en la década de 1980 y 1990.

© Los Angeles Review of Books


Posted: July 10, 2013 at 3:08 am