Fiction
La inconcebible aventura del hombre que fue otro

La inconcebible aventura del hombre que fue otro

Manou Fuentes

Todo se marchita para alejarse del peligro, conservar lo que tenemos e ir tirando en paz.

Chateaubriand1

La única singularidad que Édouard Pojulebe podía reivindicar en el transcurso de su existencia era el apellido que le había tocado. Excepto por este detalle, cuya importancia veremos a continuación, nada lo empujaba a salir de la banalidad. Un físico inocuo, una conducta discreta y el deseo de pasar inadvertido habían trazado de antemano su destino.

Durante sus primeros años escolares aún se pasaba lista en voz alta. Pojulebe había vivido muchas veces aquella experiencia y conocía bien la risa contagiosa que desencadenaba la simple lectura de su apellido: «Audibert… presente, Brettignier… presente, Chabrier… presente…». Cuando la lista llegaba a la letra pe, la pesadilla se hacía realidad una vez más: «Paturet… presente, Pelletier… presente… Pojulebe…». En cuanto se pronunciaba aquel nombre se desencadenaba la hilaridad en el aula. Los niños se volvían dándose codazos:

«¿Pojulebe? ¿Quién es? ¿Quién es…?». Lo buscaban con la mirada y se partían de risa, lloraban de risa, hasta que el maestro, cansado del alboroto, ejercía su autoridad y, alzando la voz, mandaba callar a sus alumnos. Pojulebe nunca había entendido cuál era la gracia de su apellido. Lo que sí sabía era que aquel nombre se le había pegado a la piel y había grabado en su alma una herida de la que no se atrevía a hablar. Ni en la escuela, donde por supuesto evitaba el asunto, ni tampoco en su casa, donde nadie parecía afectado por llevar un apellido tan cómico que hacía carcajear al resto del mundo. No quería ofender a su padre (de quien había heredado el ingrato legado) ni entristecer a su madre (que nunca había mostrado molestia alguna al respecto): Édouard había cargado la pesada losa en silencio.

Con el paso de los años, y a pesar de este espinoso asunto, Pojulebe había ido ganando seguridad. Sus notas escolares reflejaban que era un chico aplicado e inteligente, con una cierta tendencia a la reflexión. Sus profesores de literatura mencionaban sus aptitudes para el análisis y la síntesis de textos, elogiaban la corrección de sus exposiciones, e incluso leían en voz alta algunos párrafos de sus escritos. Aun así, estas pequeñas hazañas no incitaban a Pojulebe a fanfarronear. Los otros, que no dejaban pasar la más mínima ocasión de burlarse de él, deberían haberlo tomado como ejemplo.

Aislado de los juegos, Pojulebe había aprovechado su forzada soledad para observar la manera de ser de los demás y adaptar su actitud hacia ellos en función de sus conclusiones. La sobriedad de su comportamiento y la costumbre de la burla diaria habían acabado por debilitar el entusiasmo de sus compañeros, aunque Édouard habría renunciado con gusto a esta triste victoria a cambio de pasar inadvertido.

En cuanto a su familia, es curioso, pero Pojulebe tenía pocas cosas que decir. Había crecido a la sombra de unos padres modestos, serios y benevolentes. En casa nada le preocupaba. Protegido por el amor que le profesaban sus progenitores y por el orden inmutable de las cosas que reinaba en la casa, nunca había sentido la necesidad de mantenerse a la defensiva, como le ocurría en el colegio. Nada le empujaba a utilizar su perspicacia para protegerse. Los Pojulebe estaban convencidos de que su hijo había tenido una infancia feliz.

Por supuesto, en su casa no había mucho espacio para la fantasía y el humor. Allí nunca se oía una voz más alta que otra, y Édouard no recordaba haber reído ni una sola vez. Nada de frivolidades, poca fantasía y ninguna extravagancia, éstas eran las reglas estrictas en que se basaba el equilibrio del hogar.

Hijo único, Édouard era el centro de todas las atenciones. Nunca salía sin un pañuelo en su bolsillo ni sin la merienda en su cartera. En invierno, su madre le daba un montón de consejos, y lo abrigaba con una bufanda y un gorro tricotado que él se quitaba en cuanto llegaba a la esquina de la calle siguiente. Porque en su clase nadie llevaba un gorro semejante, ni siquiera en los días más fríos. Una vida familiar perfectamente reglamentada, sembrada de recomendaciones de prudencia desde su más tierna infancia, sumadas a una sólida educación clásica, habían forjado su carácter. Los años de enseñanza secundaria y universitaria transcurrieron para él sin ningún problema. Apoyado por un padre instruido, que trabajaba como documentalista en una biblioteca a las afueras de París, obtuvo sin problemas sus diplomas y no tuvo dificultad alguna, llegado el momento, para encontrar un puesto de trabajo honrado.libro mientrasleo

Pojulebe había vivido siempre cómodamente. Se alojaba en una casa con jardín, cedida por su familia, y trabajaba como administrativo en una empresa comercial. Además de su sueldo disponía de algunas rentas heredadas que le permitían vivir con desahogo y mirar al futuro sin preocupaciones. Las pocas aventuras que había vivido en su juventud no habían tenido continuidad, y su afición por la soledad y su discreción característica lo habían conducido irremediablemente a la soltería. Esta situación, sin embargo, no le había supuesto problema alguno. Édouard había optado por la soltería sin apenas planteárselo, ya que, aunque él no lo sabía, ése era sin duda su estado natural.

Estaba satisfecho con su suerte. En el despacho, su cortesía y su humor invariable eran reconocidos por sus colegas. Incluso alguna vez, debido a su carácter diplomático y conciliador, le habían pedido que intercediera en algún que otro litigio.

Los sábados, tras ordenar su casa y hacer los recados de rigor, Pojulebe aprovechaba el tiempo libre para disfrutar. Tenía la costumbre de ir al mismo restaurante todos los fines de semana. Al caer la noche leía una novela y luego se dormía plácidamente después de doblar su ropa, cerrar los postigos y echar el cerrojo de la puerta.

No debe inferirse de todo lo expuesto que Édouard Pojulebe era un inadaptado a la vida moderna o que hubiera excluido de su entorno las nuevas vías de conocimiento. Había aprendido a valorar los nuevos medios de comunicación, disponía de televisión y ordenador con pantalla plana y había instalado wifi. Su visión del mundo había evolucionado y, aunque vivía solo, no estaba al margen de los problemas de sus contemporáneos.

Ayudado por ese bagaje de conocimientos, Pojulebe a veces alteraba sus reservadas costumbres. Tomaba entonces la palabra ante los parroquianos de un bar y se animaba a dar su opinión sobre algún tema social. En resumen, ponía en práctica, lo que era raro en él, una suerte de elocuencia. Experimentaba así el delicioso placer de ver en la mirada de los demás un signo de admiración hacia él. Cada vez que lo lograba tenía la tentación de repetir tan deleitosa experiencia, y sus sucesivos logros, reflejados en el espejo de los ojos de los demás, lo animaban a seguir. Algunas veces, cuando contaba una anécdota cómica, su audacia superaba todas sus expectativas, y las carcajadas que provocaban sus disquisiciones lo llenaban de satisfacción. No hay que decir que todo ello ocurría sólo muy de vez en cuando, fundamentalmente porque su prudencia familiar lo alertaba y le dictaba el momento de abandonar la discusión. En cuanto se olía el más mínimo peligro de conflicto se batía en retirada y renunciaba inmediatamente a sus tentativas de seducción.

Édouard Pojulebe no lamentaba aquel aislamiento voluntario que, durante toda su vida, le había impedido tener un amigo verdadero. Al contrario, su existencia, protegida de cualquier tipo de responsabilidad que implicara algún riesgo, le parecía un traje confortable, sólido y resistente al tiempo…

*Traducción de Dánae Barral

*Este fragmento pertenece al libro con el mismo título publicado por la editorial Malpaso


Posted: July 1, 2016 at 1:01 am

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