La imagen: entre la banalización y el absurdo
Alejandro Badillo
El arte, a través del tiempo, ha estado íntimamente ligado a la problemática social. Las inquietudes de los creadores son detonadas por múltiples factores: nuevas tecnologías, política, modas, el mercado que consume cultura, búsquedas personales.
En los últimos años la violencia se ha convertido en el lenguaje cotidiano de la sociedad y mantiene un diálogo constante con el arte. Literatura, fotografía y cine, entre otras disciplinas, abrevan de este discurso para explorar nuevos territorios. El caso de la cinematografía es particularmente importante debido a su masificación. Ya sea en la sala de cine o en el hogar, la narrativa visual es más directa y transmite mensajes que se despliegan en diversos niveles. El impacto de la imagen se condensa en la mente del espectador y crea un artificio que cobra vida mientras dura la exhibición de la película. Los musulmanes conocen este peligro y prohíben que en la decoración de sus mezquitas y edificios estén representados seres vivos: competir con Dios, para ellos, es herejía. Resultaría ocioso hacer un recuento de los múltiples casos en que una fotografía o una pintura han cambiado el curso de un acontecimiento político o influido de manera decisiva en la opinión pública. Susan Sontag, en su espléndido libro Sobre la fotografía hace una retrospectiva del papel de la imagen como propaganda al servicio de la élite. La fotografía de la toma de la isla japonesa de Iwo Jima, escenificada por el ejército norteamericano en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, es un buen ejemplo de esto. Esta imagen, reproducida una y otra vez en los diarios, devolvió el apoyo de los estadunidenses a su gobierno y convirtió a los soldados que la protagonizaron en celebridades efímeras.
El signo de los tiempos es la velocidad en que se transmite la información y el creciente consumo como base del sistema económico. La imagen es el soporte de una mercadotecnia en busca de nuevos consumidores. En este tenor el cine no ha sido ajeno y se ha insertado en esta dinámica. La violencia en la pantalla, entonces, además de reflejo de la realidad que impera en muchos países, funciona como una industria que tiene como reto principal convencer a un espectador que recibe a diario noticias de enfrentamientos entre grupos criminales y asesinatos de civiles.
Directores como Quentin Tarantino o Robert Rodríguez, sin olvidar el cine B norteamericano, apelan a una estética en que lo exacerbado domina: baños de sangre y cadáveres mutilados son moneda común en sus producciones. Esta tendencia hace que los creadores se muevan en una línea muy delgada que genera una pregunta: ¿hasta qué punto la violencia en la pantalla es una crítica o sólo es una caricatura que banaliza? El espectador asiste a escenas en las que la violencia es gratuita y donde el contexto se ignora. Ante la imagen desnuda de una persona asesinada a mansalva, sin motivaciones aparentes, el discurso artístico carece de profundidad y se acerca al entretenimiento evasivo. Esta inercia de imágenes sin censura cada vez más explícitas en el cine opera en la realidad, pero en sentido contrario: durante la invasión de Iraq por la administración de George Bush la cadena de noticias CNN mostró un desfile de presentadores –generalmente militares retirados— que mostraban los avances de la conquista apoyados por asépticas maquetas. El gobierno norteamericano censuró cualquier fotografía que mostrara los estragos de la guerra en la población civil y el único contrapeso fue la difusión de imágenes por internet de la agencia árabe Al Jazzera. El historiador italiano Giovanni De Luna en su libro El cadáver del enemigo. Violencia y muerte en la guerra contemporánea, cuenta el caso del fotógrafo independiente Kenneth Jarecke, quien el 26 de febrero de 1991 –en la primera invasión a Iraq— capturó la imagen de un soldado iraquí carbonizado por el bombardeo a base de napalm y otras sustancias. Jarecke apuntó en la parte inferior de la instantánea: “para que mi madre no piense que la guerra es lo que ve en la televisión”. Este tipo de imágenes nos recuerdan la violencia “virtual” en la pantalla, su artificiosidad.
En las décadas pasadas la fotografía y el cine sustituyeron a la pintura y al teatro y ofrecieron un atisbo de la realidad que nunca se había visto. Las costosas y enormes máquinas se redujeron en tamaño y su costo fue cada vez más accesible para el ciudadano común. El avance en la tecnología intensificó la manipulación de la imagen: las fotografías antes orquestadas, casi teatralizadas, ahora tienen un manejo instantáneo en la computadora. Esto ha provocado que la mirada del espectador sea ahora, por inercia, escéptica. Además del espejismo en que se ha convertido la imagen, la velocidad con que ésta sucede en la pantalla del cine, en los anuncios de televisión o en el espectacular hace que cualquier argumento se anule. Goebels, el ministro de propaganda de Hitler, hablaba de una táctica para vencer la propaganda del enemigo: que el constante bombardeo de información desvirtuara cualquier mensaje que pusiera en tela de juicio el tercer Reich. Lo fragmentario no conmueve, la repetición de una muerte en la pantalla aturde y, ante la lejanía del hecho, codifica el mensaje como el resto.
En nuestro país el arte empieza a recurrir al discurso de la violencia, a retratar en su lenguaje la nota roja, las pilas de cadáveres encontradas casi a diario. Películas como El infierno de Luis Estrada abordan el problema del narcotráfico pero también la corrupción de las autoridades y el doble discurso en su propaganda. En el caso de la literatura los peligros son los mismos que en la cinematografía: la crítica que abona a la discusión contra el folclor que vende muy bien, sobre todo en el mercado extranjero, pero que carece de dimensiones para lecturas que trasciendan el tiempo. Algunos autores del norte del país fueron los primeros que asumieron el reto y sus obras están en espera de una justa valoración. Luis Panini, autor nacido en 1978, en su libro de cuentos Terrible anatómica publicado en 2009 aborda este tema como una serie de imágenes violentas cuya única conexión es el absurdo y la indiferencia de una sociedad cada vez más individualista y ajena al sufrimiento del otro. Panini narra sus escenas utilizando un discurso en el que el pensamiento o la emoción son sustituidos por escenas donde predomina la acción pura, libre de calificativos. La fragmentación del cuerpo mutilado encuentra un símil en la información dispersa, la velocidad que apabulla y confunde. Terrible anatómica recuerda Batalla en el cielo, película del cineasta mexicano Carlos Reygadas. En el filme un chofer asesina sin ningún pudor a una adolescente con quien antes tiene relaciones sexuales. El asesino, en todo momento, luce una normalidad exacerbada por movimientos robotizados, artificiales. El director tiene particular cuidado en ocultar los pensamientos e intenciones del protagonista. El peligro que muestran estas dos obras radica en que el generador de la violencia no es un ser marginal, sino una persona adaptada a la sociedad, que pasaría perfectamente desapercibida en las calles, en las escuelas, en el transporte público. Elizabeth Roudinesco en su libro Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos habla de los grandes orquestadores del holocausto, personajes como Adolf Eichmann responsable de la eliminación de más de cinco millones de judíos. Hannah Arendt, quien asistió como corresponsal del New Yorker al juicio y ejecución de Eichmann, relató: “lo más grave es que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos o sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.
En los próximos años se verá si el discurso artístico evolucionó a un diálogo con la violencia o si la adoptó como un tópico pasajero, un tema de moda. La situación de los creadores como ciudadanos vulnerables, sujetos a su acción, influirá en su percepción del tema.
*Imagen de portada de la película El Infierno
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: January 11, 2017 at 11:42 pm