Escritura en dos tiempos Entrevista a Eduardo Antonio Parra
Eduardo Antonio Parra
Contagiado por el entusiasmo de haber terminado de leer Cien años de soledad, a los diecisiete años, Eduardo Antonio Parra decidió ser escritor y averiguar si él también era capaz de provocar las emociones que experimentaba a través de la lectura. Después de la publicación de tres volúmenes de cuentos (Los límites de la noche, Tierra de nadie y Parábolas del silencio) y dos novelas (Nostalgia de la sombra y Juárez, el rostro de piedra), este autor para quien la literatura es un sendero cargado de provocación, seducción y violencia, se toma un tiempo para revisar sus pasos.
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Hacerse de un oficio
En Monterrey no se sabe cómo ser escritor, es una ciudad difícil para eso. Quizá por esa razón decidí ser escritor a los diecisiete años y empecé a serlo a los veinticinco; me tardé ocho años, en los cuales me la pasé leyendo y copiando mucho; me iba a leer a los cafés y cuando un párrafo me gustaba lo transcribía; incluso si un capítulo me decía algo, lo copiaba entero. Después de ese tiempo, de repente sentí que traía algo adentro, tenía pensada una historia y me senté a escribir mi primer cuento. Era la historia de un migrante, que no está en ninguno de mis libros pero se llama “Allá ni los tuyos te quieren” y salió publicado en una revista en Monterrey, luego de ganar un concurso universitario. Me sentí muy ancho y dije: pues ahora voy a hacer una novela, por qué no, y durante más de tres años estuve escribiendo una historia que alcanzó casi las seiscientas páginas; sin embargo, cuando me detuve para releerla, me di cuenta de que apenas iba en la tercera parte y que de seguir así alcanzaría las mil quinientas. Entonces volví a intentar con el cuento hasta que tuve un volumen.
Hay quien descubre que tiene el talento de la escritura sin haberlo practicado nunca; el asunto es que de un buen lector a un buen escritor hay sólo un paso; el problema es que no siempre cuaja un buen lector como escritor. Durante muchos años sentí esa inseguridad, por eso tenía la necesidad de aprender, leyendo y analizando libros, viendo cómo habían hecho los escritores que me gustaban, lo cual me permitía pensar que me estaba haciendo de las herramientas para cuando decidiera ponerme a escribir.
Recuerdo que poco después de que me contrataran mi primer libro, nos sentamos a platicar David Toscana, Hugo Valdés y yo (con quienes compartí un taller literario), y tengo presente la frase exacta que dijimos: “Ya somos escritores, ahora hay que ver qué vamos a escribir”. Teníamos todos los ejercicios cumplidos.
El origen de las historias
Pienso muchísimo las anécdotas, de hecho paso meses, y a veces muchos meses, sin escribir una línea. En mi proceso de trabajo lo que no puedo dejar de hacer es leer; cuando paso uno o dos días sin leer me pongo de muy mal humor. En cambio, escribo hasta que realmente siento que traigo algo en la cabeza. Por ejemplo, en el caso de los cuentos, no comienzo a escribir si no sé dónde voy a terminar, por eso en los talleres siempre recomiendo: si desconoces el final no empieces a escribir. ¿Por qué? Porque se nota en el pulso, en la seguridad, en todo. A los cuentos le doy vueltas mucho tiempo hasta que de repente siento la necesidad de sentarme a escribir. El grueso de la trama y la psicología del personaje los tengo en la cabeza, y luego viene la magia: olvidar el entorno, ingresar en ese cuarto donde está el personaje, transportarte al interior del texto, estar ahí.
Ritmo y tensión
Al principio escribes casi por instinto. Después, poco a poco, empiezas a estar consciente de aspectos como la tensión y el ritmo. Como decía, escribo completa la historia en la cabeza y mientras lo hago, pienso: empieza aquí y termina acá; luego me pregunto cuál es la mejor escena para el inicio. Por ejemplo, con “El Cristo de San Buenaventura”, cuento que escribí de una sentada, un día me fui al café a las diez de la mañana y para las once de la noche tenía 22 páginas de un cuaderno profesional: era la historia lineal. Entonces me puse a contemplarla y a reflexionar dónde debía comenzar. Otras veces estoy más consciente de cómo quiero que empiece. Una entrada que medité muy bien fue “Navajas”: quería captar la atención del lector y pensé que aludir el chasquido que se produce al sacar la navaja, resultaba un buen recurso. Aunque no lo digo en el cuento, ese relato fue ambientado en Nuevo Laredo, porque en la secundaria, todo el mundo volteaba desconcertado cuando de pronto se oía el chasquido de una navaja de botón. Recordar esto me hizo pensar que la unión de sonido y acción podían amarrar la tensión de inicio.
De García Márquez aprendí que el ritmo era fundamental y alguna vez lo dijo él en una entrevista: una novela, aunque tenga ochocientas páginas, debe tener un ritmo perfecto; y lo dijo de esta manera: el ritmo es el que produce el estado de hipnosis en el lector, si ese ritmo se rompe aunque sea sólo una vez, no vas a volver a capturar al lector. Por eso cuando comencé a escribir leía mis párrafos en voz alta, ahora ya puedo interiorizar la frase y ver cuando un texto tiene buen ritmo. Pero cuando empezaba hice ejercicios interesantes, incluso llegué a grabar un cuento leído en voz alta por mí, para escucharlo algunos días después con el papel en la mano y ver dónde estaban los titubeos del lenguaje y corregirlos.
El problemático “lugar común”
Creo que no hay que evitar el lugar común, sino enfrentarlo. Cuando empecé a escribir sobre “el mojado”, pensé en lo que se había dicho y casi todo caía en el melodrama; entonces revisé cómo abordaron el tema otros escritores y me di cuenta de que era sobre todo en el cine donde más había aparecido el migrante. Me encontré por ahí “Y murieron a mitad del río” de Luis Spota y “Paso del norte” de Juan Rulfo. En esos relatos observé que la historia del migrante se había contado fundamentalmente a través de una cámara y no a partir de la conciencia del personaje, es decir, desde afuera y no su interior, y eso hice.
Si dices voy a contar un cuento sobre el adulterio, y revisas la historia de la literatura universal, podrías pensar para qué, se ha contado mil veces. Pero puedes hacerlo de mil maneras más: encontrando una perspectiva distinta, adaptándolo a la mentalidad de tu tiempo, o simplemente, cambiando los sentimiento de acuerdo con la época, o logrando profundizar en el personaje para que se vuelva completamente particular una historia que es muy común. Creo que siempre van a haber múltiples enfoques para sacarle la vuelta al lugar común o redimensionarlo.
Las fórmulas literarias
Son inevitables e inconscientes: luego de la experiencia que he adquirido con el ejercicio de la escritura, rara vez me planteo la estructura que voy a usar; es decir, a la hora que imagino una historia viene envuelta en su propia estructura, a partir de un proceso casi automático; después me doy cuenta de que algo se está repitiendo y trato de cambiarlo, aunque es imposible evitar repetirte en la técnica, en la estrategia. Sin embargo, creo que quizá la solución para esto sea tratar de buscar más y más fórmulas. Encuentras una fórmula que funciona, la incorporas a tu corpus interno y seguramente la vas a repetir, de manera que la única solución que veo es ampliar lo más posible el abanico de posibilidades. Trato de no repetir las temáticas, aunque estructuralmente se parezcan algunas cosas. A veces siento que estoy experimentando muchísimo y nadie lo nota. En varias ocasiones, he intentado incursionar en la literatura fantástica sin salirme de mi estilo –los campeones de la literatura fantástica son los gringos y los ingleses, pero a mí la fantasía anglo no me gusta– tratando de dar lugar a una narrativa fantástica autóctona, como en “La piedra y el río”, “Nadie los vio salir”, o el último cuento de Parábolas del silencio, “Plegarias silenciosas”; sin embargo, debido a su ambigüedad, mucha gente los lee como si fueran realistas, lo cual me gusta pues acepta varias lecturas.
Sobre los cuentos que no se logran
Abortan pronto. Normalmente, en la misma cabeza; algunos en la primera página, otros quizá en la cuarta delatan que no dan para nada. Pero hay abortos que se rescatan. Una historia curiosa: “Nadie los vio salir” era un aborto. Tenía el cuento claro en la cabeza pero cuando lo empecé a escribir, precisamente durante el último año que viví en Monterrey, aunque sabía perfectamente dónde terminaba, llegó un momento en que me perdí. ¿Cómo que me perdí? No hallaba el camino hacia el final. Lo pensé y pensé, hasta que decidí guardarlo. Llegué a vivir a México y entre las cosas que estaba desempacando me lo encontré. Al leerlo, un año después, dije: era por aquí. Se deja de escribir un cuento cuando no cuaja la tensión o si después de cuatro páginas, uno como primer lector, no siente que la historia te va jalando, quizá porque el personaje que te enamoró cuando estaba en la cabeza, al verlo sobre el papel, carece de fuerza.
Construir una novela
Cuando escribí Nostalgia de la sombra tenía la convicción de que la novela podía darse con las técnicas que dominaba del cuento. Quería que cada capítulo arrancara y llegara a su cierre con la contundencia de un cuento. Eso lo aprendí de Rulfo. Alguna vez estudié cuidadosamente Pedro Páramo y descubrí que cada fragmento inicia y termina como un cuento. Pedro Páramo es la novela de un cuentista; de hecho escribí un ensayo para quitar el sentido peyorativo que escuchaba en esta afirmación. Seguí el mismo camino y Nostalgia de la sombra es la novela de un cuentista: intenta mantener la tensión capítulo a capítulo.
Fascinación por la violencia: la línea entre ficción y realidad
Cuando comencé a trabajar en la nota roja ya era escritor. En ese momento, Los límites de la noche se encontraba en proceso de edición. Mucha gente cree que todo salió de mi experiencia en la nota roja, cuando en realidad, por lo menos mi primer libro, nace como resultado de un gusto previo por la violencia, heredado sobre todo de mi abuela materna. Lo he contado en otros lados, mi abuela tenía dos hermanas: una vivía en Torreón y otra en Caborca, Sonora y se escribían cartas semanales; lo curioso de esas cartas es que incluían los recortes periodísticos de los crímenes de la región de cada una, o los accidentes más sanguinarios. Me recuerdo de seis años, estando en casa de mi abuela, oyéndola leerme el recorte de una nota que hablaba, por ejemplo, de un señor que mató a su esposa y a once hijos a martillazos, para después intentar suicidarse, sin conseguirlo, porque lo agarraron. Yo decía “qué hombre”. Cosas como ésta me impactaban, pero más, cómo lo narraban ellas, pues eran historias perfectamente elaboradas.
Tengo un cuento que surge de mi experiencia en la nota roja: “La vida real”. La anécdota parte de la conjugación de dos hechos. Cuando trabajaba en el periódico hubo un crimen muy parecido al descrito en el cuento, en el que nada más estaban involucrados el asesino y su víctima, un hombre. Me acuerdo que lo que me pareció más brutal de ese homicidio, muy parecido a los que veíamos siempre, fue la entrevista con el asesino. En ese entonces yo era el editor de la sección policiaca y después de escuchar la entrevista que consiguió el reportero, pensé que era imposible publicarla por lo fuerte del asunto: el asesino había matado a otro teporocho porque al convidarle de su botella de alcohol del 98, cuando quizo pasársela de vuelta, se le resbaló y se rompió. No me acuerdo ahorita si fue a batazos o a tabicazos que el otro le destrozó la cabeza; cuando cae muerto, queda medio empinado y se le baja un poco el pantalón. Al verlo en esa posición, el asesino dijo: “ay papá, hace mucho que yo no tengo de eso” y violó el cadáver. Imagínate la entrevista, le preguntaban por qué hiciste esto, por qué lo violaste, y su respuesta fue: “pues es que no veía una nalga desde hace como cinco años”. Anduve arrastrando la anécdota más de un año, pero su brutalidad tal cual me permitía ver que no era literatura sino nota roja. Sin embargo, un día, cuando ya colaboraba con el Consejo de la Cultura de Nuevo León, su presidenta me invitó a cenar con una pareja de pintores que venía de Los Ángeles; en la charla, al saber que yo había trabajado en el periódico, recodaron haber visto una crónica genial sobre unos teporochos que eran pareja y me empezaron a contar la otra historia que se entrelaza en el cuento. En ese momento supe que tenía lo que necesitaba; incluso al otro día me levanté temprano con la intensión de ir a conseguir la crónica de la que habíamos estado hablando, pero camino hacia allá pensé que no la necesitaba, pues con lo que había armado en la cabeza era suficiente.
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Posted: April 24, 2012 at 6:39 pm